Postergar la guerra

Una de las consecuencias de haber abusado del término ‘crisis’ desde principios de la década de 1970 es que ahora la palabra ya no quiere decir nada. La próxima víctima de este abuso semántico será sin duda ‘emergencia’. En cualquier caso, la crisis que compromete –ahora sí– la existencia de la Unión Europea ya está aquí, y es real. Su magnitud es enorme, y algo en apariencia tan grave e insólito como el Brexit se ha transformado en pocos meses en una anécdota sin importancia. El euro vale ahora lo mismo que el dólar, y la Unión se prepara para una crisis energética de mayor alcance que la de 1973. La inflación hace prever un nuevo debilitamiento de muchos estratos de la población, incluida la cada vez más insegura clase media. En cuanto a los dos años que llevamos de pandemia –y a sus consecuencias reales, que todavía no se han manifestado del todo– no hace falta ni mencionarla. Por supuesto, todo esto tiene y seguirá teniendo una traducción política previsible pero a la vez inquietante: ahora ya no hablamos sólo del populismo ‘soft’, circunstancialmente absorbible por el sistema, sino de la normalización parlamentaria de la extrema derecha pura y dura. Hay otros cambios que seguro tendrán un efecto importante en la mentalidad de los europeos, como el retorno casi inevitable a la energía nuclear e incluso al carbón. ¿Un paréntesis para pasar el invierno? Ya veremos, ya veremos…

Aparte del discurso que pueda articular la burocracia de Bruselas para edulcorar un poco la situación, los ciudadanos europeos notarán con claridad que son más pobres, que viven cerca de un estado delincuencial que roba el cereal de un país que pretendía ingresar en la Unión y que el futuro que les espera son ciudades saturadas de mayores con una pensión insuficiente (lo que a su vez implica aceptar, con o sin ganas, un enorme flujo migratorio). La vieja pregunta se acabará haciendo efectiva: ¿cómo hemos llegado hasta aquí? Obviamente, cada uno esgrimirá la respuesta que mejor encaje con sus convicciones ideológicas o incluso con sus expectativas personales. Sea como fuere, la formulación de esta pregunta es lícita y parece inevitable. En algunos casos concretos, ya ha tenido su efecto; les pongo un ejemplo bastante conocido. En poco tiempo, la figura política de Angela Merkel ha pasado del elogio ditirámbico a una crítica que poco a poco va subiendo de tono, incluso en el seno de su partido. En efecto, la situación energética en la que se encuentra Europa, no sólo Alemania, deriva objetivamente de dos decisiones que ahora constatamos que iban ligadas y obedecían, sin que lo supiéramos, a una estrategia premeditada: la apuesta por el gas ruso y el abandono de la energía nuclear. Todo esto ha ocurrido, conviene no olvidarlo, antes de que las energías renovables constituyeran una alternativa realista. Calificar el resultado de potencialmente catastrófico es quedarse muy corto…

Las tribulaciones no terminan aquí. Hay un tema que, por razones obvias, cuesta verbalizar, pero que tarde o temprano deberá ponerse sobre la mesa: la sensación de estar postergando una confrontación bélica que en las circunstancias actuales parece inevitable. Las simetrías con lo ocurrido inmediatamente antes de la Segunda Guerra Mundial son inevitables. Lo que voy a decir ahora es pura especulación, porque no dispongo de elementos para hacer un análisis más o menos plausible. Pienso que Occidente por lo general, no sólo la OTAN, juega con la idea de conceder a Putin el este de Ucrania y Crimea justamente para evitar la guerra. Es la lógica de Neville Chamberlain, y todos sabemos cómo acabó. Putin es consciente de ello, por supuesto, y eso es lo que le da una gran ventaja, aparte de la quinta columna que aquí traga dócilmente su propaganda. En cambio, la amenaza de una guerra nuclear, en la que los restos obsolescentes de la antigua URSS tienen todas las de perder, no se la cree ni por casualidad.

Para una persona mínimamente decente, una guerra no debería representar sólo un dilema político: la verdadera disyuntiva tiene un trasfondo moral. La guerra implica horribles episodios de dolor, destrucción, pérdida de vidas humanas. No es un cálculo como otro, por lo que la invasión de Ucrania y el posterior saqueo de su grano –el Holodomor, el Holocausto ucraniano de los años treinta del siglo pasado, empezó así– dejan claro que ya se han vulnerado todas las reglas. Una guerra puede postergarse por razones estratégicas y cálculos tácticos –porque hay que prepararla, como ha hecho Putin en los últimos años– o por convicciones profundas. Pero me parece que en estos momentos Occidente no está haciendo ni lo uno ni lo otro.

ARA