Seguro que la mayoría de nosotros a menudo se ha encontrado que la representación de la realidad del país que le llega a través de los medios de comunicación poco tiene que ver con la que conoce en su experiencia cotidiana. Una y otra cosa no encajan, y parece que nos hablen de un mundo extraño a la realidad que vivimos. Y no sólo es por el retrato que nos llega de los informativos, sino también –y quizás aún más– por los programas de entretenimiento.
Esto es así cuando quien tiene voz pública tiene lo que se llama “agenda propia”. Es decir, que no sólo tiene la intención de describir la realidad tal y como es, sino que tiene la voluntad de intervenir, generalmente para transformarla según su proyecto ideológico. Los gobiernos tienen agenda –¡sólo faltaría!–, pero también tienen las líneas editoriales de los medios de comunicación, las organizaciones económicas, los creadores culturales o los analistas políticos y sociales.
Tener agenda, pues, significa que se ve, se interpreta y explica el mundo y el país según el proyecto ideológico que se defiende. Y es una posición legítima si se manifiesta esa intención de forma explícita. En definitiva, si se reconoce que se tiene agenda. En cambio, lo cuestionable –sobre todo en el caso de los medios de comunicación y de los que se dedican al análisis social– es hacer ver que no se tiene programa ideológico, y hacer creer que lo que se explica no tiene sesgos y que remite a las cosas tal y como son.
Ahora bien, el problema verdaderamente serio llega cuando el país que se explica se aleja de la realidad fáctica que vive la mayoría. Y, más aún, cuando se hace pasar lo que marca la agenda por la propia realidad fáctica. No se trata de defender una imposible objetividad absoluta, pero sí que es razonable pedir que lo que se describe tenga suficiente conexión con lo vivido, y suficiente proximidad con los hechos como para ser creíble. Y, ahora mismo, las agendas ideológicas de la mayoría de quienes tienen voz pública son prisioneras de la corrección política y están limitadas a tres o cuatro grandes debates, legítimos, incluso necesarios, pero que acaban escondiendo o ahogando muchas otras realidades que afectan colectivos que permanecen ignorados.
Tal como lo veo, la imagen que tenemos de nuestro país está marcada por tres principales deformaciones que provocan las agendas informativas. Primero, se presta demasiada atención al papel de las administraciones públicas y muy poco a las iniciativas privadas –de empresas a proyectos cívicos y culturales– que, de hecho, son las que hacen progresar al país. Como decía hace pocos días Albert Carreras en este mismo diario, tenemos «mucha sociedad y poco Estado». Segundo, se exagera hasta la exasperación lo que llaman “realidades no normativas” –es decir, todo lo minoritario, y especialmente en el terreno de la etnia, el género y las prácticas sexuales–. ¿Alguien tiene todavía alguna duda de si el casting del exitoso ‘Euforia’ de TV3 tenía agenda ideológica? En tercer lugar, la voluntad de tomar conciencia de lo que se considera grave y urgente lleva la información al límite de la propaganda, como es a menudo el caso de la información meteorológica en relación con el calentamiento global.
El problema, pues, no es que se tenga agenda, sino querer hacerla pasar por la realidad misma, con la arrogancia de pensar que es así como se irá transformando. Es como quienes piensan que empleando el lenguaje llamado inclusivo ya incluyen. Pero esa actitud tiene dos consecuencias negativas. Una, que se trata al ciudadano con condescendencia, como si fuera incapaz de tener criterio, que es la forma más clara del desprecio. La otra es el autoritarismo implícito en la tentación de adoctrinamiento. Y ahora mismo, lo que más necesitamos es sentido crítico, pero lo que menos es fundamentarlo sobre nuevas seguridades.
Este país debe ser conocido por lo que es, y es necesario que los catalanes nos podamos reconocer. Y las agendas fantasiosas nos lo hacen extraño y nos alejan del mismo.
ARA