La discrepancia radical que acaban de mostrar los dos socios de gobierno a favor y en contra de la posible ejecución de la media docena de kilómetros de la B-40 que separan Terrassa y Sabadell vuelve a poner en evidencia que en Cataluña hace falta, con mucha urgencia, la constitución de un bloque político amplio que sea capaz de abordar con fuerza los grandes desafíos de futuro. No hablo de volver a la hegemonía de uno u otro partido que pueda tomar decisiones con el apoyo de una mayoría absoluta. Me refiero a la existencia de un gran acuerdo, de un pacto de país preciso en los objetivos, capaz de comprometer también a las principales organizaciones económicas, culturales y sociales, en los grandes objetivos del próximo cuarto de siglo.
En el caso de las infraestructuras o energías renovables, la necesidad de grandes acuerdos estratégicos no tiene discusión. Pero también son indispensables en todos los demás terrenos. Los grandes cambios en la organización social, brutalmente acelerados, exigen replanteamientos de fondo. Y es notorio que en Cataluña existe una fragmentación de propuestas que ya no pasan por los extremos, como sería previsible, sino que fracturan de por medio las grandes mayorías sociales. Y digo “propuestas”, aunque en todos los terrenos abundan más las resistencias, las obstrucciones o las alternativas fantasiosas que los proyectos factibles y razonables.
Los ejemplos son interminables: de la ampliación del aeropuerto de El Prat al freno al establecimiento de parques eólicos y fotovoltaicos; de la contradictoria gestión de los flujos turísticos a la fallida ordenación de la movilidad y el transporte de mercancías; de las pobres políticas de vivienda a los dudosos inventos en planificación urbana; de las tibias revisiones del sistema educativo y sanitario a los de protección social; de la asfixiante burocratización de la administración pública con la correspondiente pérdida de competitividad empresarial y exasperación en los trámites privados a la incapacidad de proponer unos Juegos de Invierno que generen entusiasmo; del abandono del mundo agrícola a la desidia en el de la investigación; de la inepta intervención en las prácticas comunicativas de servicio público al triste apoyo a la cultura. Y, por supuesto, por supuesto, el del hasta ahora estéril combate por la lengua catalana, reducido a acciones meramente reactivas.
No es demasiado suponer que, socialmente, existe un interés común que podría compartir la mayoría social del país. Es cierto que las clases medias sobre las que reposaban las políticas de bienestar social han quedado debilitadas por las diversas crisis de este inicio de siglo XXI. Y las tensiones en las que ahora sobreviven explican que también se hayan fragmentado los intereses que compartían. Pero por eso mismo, la definición sólida de grandes proyectos de país sería una gran oportunidad para rehacer estas clases medias y, recuperando los mecanismos propios del ascensor social, podrían seguir incorporando a aquellos que, viejos y nuevos catalanes, han quedado medio abandonados en los márgenes de la prosperidad.
Pienso que si no se es capaz de reconstruir esta mayoría a favor de los grandes proyectos que exigen los actuales cambios sociales, Cataluña dejará de ser –en muchos terrenos ya es así– uno de esos motores de Europa que podía lucir de ser una sociedad avanzada y, en algunos campos, incluso modélica. Pero, sobre todo, si no hay grandes consensos sociales, la desconfianza hacia la política seguirá avanzando y sólo sacará provecho del populismo supuestamente de izquierdas y el populismo contrastado de extrema derecha.
Dicho de otro modo: si dos partidos de bases sociales tan similares y que comparten gobierno no son capaces de ponerse de acuerdo en las cuestiones centrales de país, el futuro que nos espera es realmente duro y nos llevará a la decadencia. Y aún añado: sin ese gran pacto de país, ya podemos olvidarnos de la independencia y resignarnos a la subordinación.
ARA