COMO objeto de análisis científico-social, la ciudad ha servido para generar hipótesis de alcance universal pero rara vez se ha utilizado para contextualizar tales hipótesis. Ello se debe a que estamos acostumbrados a pensar en la ciudad como contenedor espacial de los fenómenos económicos, políticos, sociales y culturales definitorios de la modernidad y sus diferentes «postransformaciones». Como bien afirma Giddens, solo los urbanistas adoptan como objeto de análisis lo que los demás científicos sociales usan como fuente temática.
El resultado ha sido frecuentemente una problemática atribución a la ciudad o a lo urbano de cualidades universales que todas poseen en todo tiempo y lugar, bien caracterizando el urbanismo como modo de vida específico de la ciudad (tal y como postulaba la Escuela de Chicago), bien definiendo esta como unidad de consumo colectivo dentro del modo de producción capitalista (según la tesis de Manuel Castells en La cuestión urbana, 1972).
Una variante reciente del argumento universalista según el cual es posible adivinar en toda metrópolis una serie de atributos comunes y definitorios ha sido la idea de ciudad global que, como centro de control de los flujos de producción y financieros transnacionales, evoluciona en la tensión del espacio de los flujos y el espacio de los lugares y la dualización social que provocan.
Con el cambo de siglo, pasadas casi tres décadas desde que surgieran los primeros análisis sobre la restructuración global del capitalismo, los muy necesarios correctivos comenzaron a aparecer. La hipótesis de la dualización, por ejemplo, señalada como una de las consecuencias universales más importantes de la reestructuración económica en los primeros estudios sobre ciudades globales (Friedmann y Wolff; Sassen; Mollenkopf y Castells) fue cuestionada desde diferentes perspectivas.
Se cuestionó desde el punto de vista de los procesos de producción; desde el punto de vista organizacional o neoinstitucional de las políticas urbanas; desde la perspectiva del estado del bienestar; desde los estudios de la estructura social y también desde una óptica de organización espacial o territorial.
A pesar de su disparidad, todos estos cuestionamientos compartían, implícita o explícitamente, la idea de un análisis relacional de los procesos sociales que, por un lado, enfatizaba la complejidad de los contextos localizados de acción social y, por otro, asociaba los impactos de la globalización a metáforas de fragmentatión y yuxtaposición, no dualización.
Lo que podríamos llamar versión fuerte de la tesis de la globalización (esto es, el impacto similar, unilinear y no mediado de factores globales en contextos diferentes) resultaba –y resulta hoy día– difícilmente defendible puesto que se tiende a concebir la ciudad como una red global contextualizada (pero no espacialmente contenida) de flujos societales que no solo operan localmente sino en diferentes escalas espaciales.
Se traslada así la perspectiva desde la «globalización» a la localización global y a lo que llamaríamos, en directa traducción del término inglés, glocalización o glocalization (Robertson, 1995), un disonante pero afortunado neologismo que se ha ido convirtiendo en símbolo de la necesaria convergencia entre los excesos explicativos de los argumentos globales y las limitaciones analíticas de las perspectivas locales.
Puede por tanto asumirse una globalización creciente de (o un acceso mayor y más extendido a) los flujos, medios o canales por los que se transmite la información, pero no una homogeneización global de resultados en territorios o lugares específicos. Al contrario, la globalización nos acerca a la experiencia de la diversidad cultural y socio-económica (de ahí surge, por cierto, el argumento de las «variedades» del capitalismo).
La inmediata consecuencia de todo esto ha sido una mayor atención a la idea de lugar (en sus diferentes escalas territoriales) como eje instrumental de poder social (Harvey, 1996). Se considera así la vieja idea del urbanismo entendido en contexto cultural, según la cual las ciudades conforman contextos en los que las culturas y las sociedades son producidas y transformadas, tanto como las propias ciudades son producidas y transformadas por esas culturas y sociedades. Lo urbano no es, por tanto, «contenedor espacial» del capitalismo sino su actor fundamental. El espacio-tiempo del capitalismo se produce y se organiza en las ciudades y regiones globales.
El urbanismo, por tanto, explica el capitalismo. Y, si lo global se construye y se transforma en territorios específicos, también lo local contribuye a la producción de la intersección de múltiples relaciones sociales, procesos, estructuras, prácticas y representaciones. Todo ello constituye esa dimensión socioeconómica multiescalar, fluida y cambiante –lo «glocal»– que hoy, en tiempos del posneoliberalismo, vuelve al debate socio-económico.
Esta perspectiva –y el uso del término «glocalización»– están muy presentes en las ideas recientes de Jeremy Rifkin, quien observa un «nuevo mundo» donde las personas y los grupos en ciudades y regiones se involucran virtual y físicamente entre sí y crean las conexiones económicas y sociales que son específicas para cubrir las necesidades locales.
Las empresas pueden seguir apuntando al mundo como mercado global, pero van a necesitar involucrarse en sus ecosistemas más próximos, sugiere Rifkin, quien acertadamente observa que la vieja dicotomía local-global (que siempre ha sido un ejemplo de mala teorización) da paso a la articulación simultánea de los procesos socio-económicos en varias escalas espaciales.
La idea de glocalización va unida a la necesidad de conseguir aumentar la resiliencia de los procesos socio-económicos. Las gigantescas corporaciones multinacionales y sus cadenas de suministros globales se han revelado muy frágiles. El mundo nunca careció de fronteras (a pesar de Kenichi Ohmae) y nunca fue «plano» (a pesar de Thomas Friedmann).
Hoy, además, en tiempos de geopolítica global, en la que los niveles de confianza son más limitados, es evidente que quizá haya que alejarse de algunos antiguos socios comerciales. Por tanto, además de nutrir un entorno resiliente, la glocalización desactiva muchos de los procesos de «interdependencia global compleja» (Keohane y Nye) que habían caracterizado al neoliberalismo en tiempos de hiperglobalización.
La idea del «efecto red» (lo que en inglés se denomina habitualmente «distributed networks») sigue siendo un pilar fundamental para entender los mecanismos de producción y difusión de procesos socio-económicos. Sin embargo, no se trata ya de redes sistémicas cerradas, diseñadas de arriba abajo, sino (y esto es clave) de procesos organizados desde abajo, desde la sociedad civil, de forma horizontal. Se trata de complejidad organizada en ensamblajes abiertos.
Hablamos de una transición difícilmente reversible a corto plazo. A ello contribuyen las infraestructuras tecnológicas. Según Rifkin, en la primera y en la segunda revolución industriales, las infraestructuras se hicieron para ser centralizadas y privadas. Sin embargo, la tercera revolución industrial de Rifkin se caracteriza por estar estructurada en torno a infraestructuras inteligentes para unir el mundo de una manera glocal, distribuida y con redes abiertas.
En su análisis, el internet del conocimiento se combina con el internet de la energía y con el internet de la movilidad. Estos tres internet crean la infraestructura de la tercera revolución industrial, convergen y se desarrollarán sobre una infraestructura de internet de las cosas que reconfigurará la forma en que se gestiona toda la actividad en el siglo XXI.
Rifkin especula de forma un tanto optimista cuando afirma que la tercera revolución industrial podría llevar 20 años: diez para desarrollar las zonas urbanas y otros diez para extenderse por el mundo. Y que se podría llegar en torno a 2040 a una sociedad de emisión cero, ahora que la energía solar es más barata que los combustibles fósiles y más barata que la energía nuclear.
Sin duda, entre los elementos más acertados del análisis de Rifkin se encuentra de forma destacada la importancia que da al concepto de «glocalización», una idea que ya tiene traducción concreta en Washington D.C. —en la administración Biden— como enfoque intermedio entre la globalización y el proteccionismo, el tema de mi próximo artículo.
* Doctor por la New School for Social Research de Nueva York y por la Universidad Autónoma de Madrid
Deia