El escándalo por el incumplimiento de las inversiones presupuestadas y pactadas con el Estado en 2021 no lo es porque sea una sorpresa sino por su reiteración en tiempos de reencuentros, concordias, mesas de diálogo y apoyos políticos. Y, particularmente, para quien debería ser escandaloso, es para quienes se habían creído esta vieja retórica, irónicamente tan cercana al “Quien bien te quiere, te hará llorar».
Pero no es de ese escándalo, del que quiero hablar, sino de que la larga historia de incumplimientos, de consecuencias tan graves para la competitividad empresarial, la empleabilidad laboral y el bienestar en general, con todo tipo de gobiernos en Madrid, nunca haya provocado ningún levantamiento popular en Cataluña. Y quien dice por las no inversiones dice por el pillaje fiscal que el propio Estado reconoce implícitamente cuando decide no hacer públicos los datos “para no alimentar agravios territoriales” y “por no hacer de ello un arma arrojadiza”. Más claro, el agua.
Ante este patrón de relación colonial estable de acoso económico del Estado con Cataluña -y el resto de Països Catalans- cabe preguntarse, pues, por la falta de una reacción a la altura del mal provocado. Y hay que preguntarse por qué sólo ha llevado a solemnes memoriales de agravios, con retóricas de indignación poco o muy fingida, y poco más. Y no es por falta de conocimiento: quizás volvamos a recordar aquella ‘Narración de una asfixia premeditada’ de Ramon Trias Fargas, de 1985.
La cuestión de la no respuesta ante el abuso económico sistemático es especialmente relevante porque hay quien ha asociado la revuelta soberanista con el malestar económico derivado de la crisis de 2008 y los recortes presupuestarios que tan gravemente afectaron a la calidad de los servicios públicos. Nada menos cierto. Si los catalanes realmente reaccionáramos según los estereotipos que nos hacen avaros, la independencia ya se habría logrado hace décadas o centurias.
Pero no: aquí no se reacciona al abuso económico. Ni lo hacen la mayoría de empresas ni de los sindicatos digamos de Estado. Y es por una razón muy sencilla: una parte significativa de sus intereses dependen de la metrópoli -y, sobre todo, del Boletín Oficial del Estado-, o los tienen en el resto del Estado y no quieren arriesgarlos, o son organizaciones en manos de catalanes de patria -corazón y cartera- española, como descubrimos el 1 de octubre de 2017. Y si bien es cierto que la internacionalización de la economía catalana ha hecho un poco más ligero el yugo, directa o indirectamente, la dependencia pesa todavía gravemente sobre la espalda de todos y cada uno de los catalanes.
Por decirlo lisa y llanamente: es inútil esperar que una nueva reacción popular soberanista sea resultado de una respuesta racional al sistemático maltrato económico del Estado, por bestia que sea. Ni, vistas las voluntariosas pero modestas reacciones a los ataques a la lengua catalana, tampoco se reaccionará a éste ni a otros tipos de malos tratos. El maltrato es también un vínculo. Y el resentimiento no moviliza. En cambio, un análisis cuidadoso de cómo se produjo el cambio de chip iniciado en 2006 y que acabó con las grandes concentraciones de 2010 y posteriores, podría hacernos ver las verdaderas causas de toda revuelta popular. Hablo de los intentos de humillarnos, con las constantes provocaciones del último gobierno de Aznar, con la gran derrota de la reforma del Estatut y con los desprecios altivos posteriores de buena parte de la clase política española de todos los colores.
Hablo de lo que tan bien analizó Evelin Lindner en ‘Making enemies. Humillación and international conflict’ (2006). La razón (económica) nos hace, si no cobardes, cautelosos. En cambio, es la emoción constructiva y liberadora la que nos puede volver a hacer atrevidos. Por decirlo como Blaise Pascal, lo que tarde o temprano nos emancipará serán aquellas razones del corazón que la razón no entiende.
ARA