Ramon Cotarelo
El Estado español nunca aceptará la independencia de Cataluña. Nunca. De ninguna forma. Ni aunque la solicite el 100% de los catalanes. Ni mediante referéndum que tampoco se hará nunca. Ni con una quimérica mesa de diálogo. Ni ante ningún “embate democrático” o “confrontación inteligente”.
De hecho, todas estas propuestas parecen actos rituales periódicos para no reconocer que no hay nada que hacer, que el Estado nunca aceptará la independencia de Cataluña. Ni como resultado de perder todas sus causas frente a la justicia europea. Ni tampoco presionado por una «comunidad internacional», que es una comunidad de estados solidarios entre sí. Todos estos discursos ponen de manifiesto el deseo de que otros nos hagan el trabajo.
Es una cuestión de supervivencia, un ‘to be ot not to be’ crudo. Sin Cataluña, sin la cuarta parte de su PIB, el Estado español no es viable. Con la independencia catalana, incluso, el nombre de España, resultado de la unión de las coronas de Castilla y Aragón, sería extraño, anacrónico.
Sin embargo, también es una cuestión de supervivencia para Cataluña, aunque al revés. Si Cataluña no se independiza a corto plazo, perderá toda posibilidad de alcanzar la plenitud nacional con un Estado propio. Será una nación sometida a un estatus colonial, dentro del marco jurídico de un Estado que no reconoce otra nación que la suya, castellana.
Encontrar una solución de compromiso, el viejo sueño del catalanismo político, un compromiso entre las aspiraciones catalanas al autogobierno y la preservación de España, se ha convertido en imposible. La estructura del Estado autonómico de la Constitución ni siquiera ha logrado un cariz federal a pesar de las aspiraciones de algunos padres fundadores. Esta estructura rígida es como un exoesqueleto que ahoga las aspiraciones catalanas al autogobierno. El porvenir de Cataluña si quiere ser Cataluña, es la independencia. Dentro de España, quizás no pierda el nombre, pero sí el contenido.
Entonces, ¿qué hacen los partidos independentistas? Continuar hablando de independencia sólo como señuelo electoral. Sus propuestas no tienen ninguna medida concreta o específica con finalidad independentista. La independencia se menciona en el orden místico de las jaculatorias. Lo que se propone es la gestión política autonómica con espíritu de “mientras tanto”. Y, mientras, Cataluña es una comunidad autónoma de España y está involucrada en la política española en todos los órdenes. La política de perpetuación colonial en una Constitución sostenida por más del 80% del parlamento español. Hablar de reformarla para que reconozca el derecho de autodeterminación es querer engañar a la gente.
El desencanto de la opinión pública independentista vislumbra una subida de la abstención y una tendencia a votar opciones minoritarias. Éstas merman la representación oficialmente independentista y amenazan la patrimonialización partidista de las instituciones autonómicas. Entonces se postula una cuarta opción (aparte de ERC, JxC y la CUP) que arrastraría el voto independentista cabreado con los partidos.
Parece ser la labor que los partidos oficialmente independentistas han confiado a la ANC para tener bajo control cualquier forma de organización espontánea del pueblo. La idea es impedir el surgimiento de una especie de movimiento 15 de mayo independentista. Todo debe moverse en la línea permitida: los partidos dan la voz de orden de lo que debe hacer la gente en la calle, esa maldita gente, empeñada en la consecución de un ideal de independencia que los mismos partidos consideran quimérico.
La conclusión, cuando se habla claramente, es que hace siete años que los partidos independentistas tienen un mandato mayoritario para hacer la independencia, pero no hacen nada. Todas las propuestas dentro de la legalidad española están condenadas al fracaso, sin olvidar que, antes de legalidad, es española. Al fondo, lo que todas esperan, sin decirlo, es que la propuesta definitiva venga de la calle.
Aparte del problema de la efectividad de la calle, se debe contar con la manía fastidiosa de la gente de exigir que se predique con el ejemplo. Los políticos tienen el deber de señalar el camino que debe seguirse para conseguir lo que se habían comprometido a hacer. Abriendo ellos la marcha a la cabeza del movimiento.
EL MÓN