Sebastià Alzamora
“Antes una España roja que una España rota”, advirtió José Calvo Sotelo (ministro de Hacienda con Primo de Rivera y líder derechista en la República, fallecido en un atentado en Madrid justo antes del estallido de la Guerra Civil: no faltan estudios que establecen una relación directa entre ambos hechos). El dicho ha sido repetido miles de veces como una síntesis de la visión nacionalista de la derecha española, que puede consentir a gobiernos de izquierdas a cambio de que no pongan en cuestión la unidad territorial de España. Y eso parece que habría pensado la gente indefensa del CNI (indefensa según la ministra Robles), al espiar al candidato de ERC a la alcaldía de Barcelona, Ernest Maragall, y su entorno, para evitar que en la capital catalana hubiera un alcalde independentista, según ha publicado este domingo La Vanguardia. De hecho, esto es lo que acabó pasando, cabe suponer que con el conocimiento de los directamente beneficiados por la maniobra (Ada Colau por los comunes y Jaume Collboni por el PSC), aunque para acabar de ligar la salsa fueran necesarios los votos de un bandarra de la política como el exprimer ministro francés Manuel Valls.
Los numerosos excesos verbales según los cuales el independentismo era peor que ETA, peor que la dictadura de Franco y peor que cualquiera de los sangrientos episodios acumulados en la historia de España -excesos verbales a los que hemos asistido, a falta de nada mejor, armados sobre todo de distanciamiento irónico- se vuelven literales ante la evidencia de los métodos utilizados por el Estado español para detenerlo (para combatirlo, es la expresión exacta). Para el nacionalismo español, el separatismo -palabra que en los países democráticos suele ser puramente denotativa, pero que en España está llena de connotaciones- no es una ideología ni una postura política, sino un crimen, tipificado en el Código Penal como delito de secesión (no se privaron de aplicar también el de rebelión, pero no porque faltaran ganas). De aquí que el magistrado del Tribunal Supremo que se encargaba del control del CNI no dudara en justificar las intervenciones telefónicas (con el programa Pegasus, con el zapatófono de Mortadelo o con lo que hiciera falta) porque eran, a su juicio, «la única fórmula para evitar una secesión», y así no dudó en soltarlo ante la comisión de secretos del Congreso de Diputados.
Una secesión es un mal mayor, frente al cual cualquier respuesta es lícita. Parece que esto nos cuesta entender, pero es el quid de la cuestión: el nacionalismo español no ve contradicción ni problema entre intervenir los derechos y libertades fundamentales de la ciudadanía y declararse, al mismo tiempo, una democracia no ya plena, sino plenísima. No, si es para evitar una secesión. La mierda es de tal magnitud que lo que queda en cuestión no es una legislatura ni un acuerdo de gobierno, sino la propia estructura institucional del Estado español, y -una vez más- la credibilidad de una justicia que no sólo es parcial sino que, frente a una determinada ideología, considera razonable serlo.
ARA