Korrika y Resurrección. Guerra y Muerte

Arantzazu Ametzaga Iribarren

Me hacía falta recibir la energía de la Korrika. Ver y oír a tanta gente animosa recorriendo caminos desde el Atlántico al Pirineo, desde la Alta Montaña a la extensa Ribera, enfrentándose al frío y a la nieve y a la lluvia en estos días de primavera invernal. Hemos padecido y padecemos ásperos ataques –ejemplo, la lamentable queja de Navarra Suma–, desde la incultura, acomodados desde represión contra la lengua más antigua de Europa y que es nuestra, la que denomina a Nabarra, bautizando sus montes y ríos y pueblos y apellida a nuestra gente. Que se rejuvenece en los nombres de nuestros nietos. Hubo invierno para nuestro idioma primordial en 200 y más años de represión, pero, pese a todo, vemos a nuestra juventud reclamando lo que lo nuestro es, con la alegría manifiesta de saber que renacemos en primavera. Que seguimos siendo verbo. Es satisfactorio ver a los vascos de América y de otras partes de Europa unidos al festejo de la Korrika. Nos hace universales en la reclamación milenaria.

En Ucrania hay guerra. Palpamos con desesperación e impotencia la devastación última de Bucha. Los cadáveres mutilados, las casas destruidas, el ciclista muerto en la vía que lo conducía a la libertad. Estoy leyendo el libro Un regalo para Hitler de los autores Irigoyen e Irujo. Me detengo en las páginas donde los generales de aquella otra guerra que nos toco padecer se reúnen en cónclave en la sala de mapas para debatir cómo arrasar al enemigo, al que denominan, abreviando todo concepto humanitario, rojo. O sea, reo de muerte por no aceptar el reclamo levantisco militar. En los días sucesivos al del horror de Durango y Otxandio, se accede al horror de Gernika. Se elige la villa sagrada no solo por su ubicación, sino por su resplandor libertario y el desánimo que su destrucción va a suponer en el ánimo resistente vasco.

Los hombres de la guerra delimitan en los mapas las estrategias de los bombardeos, la aniquilación de la población civil –objetivo militar perseguido hasta en sus refugios–, arrasadas casas e iglesias. En esa reunión espectral que comandaba semejante aniquilación, modo novedosa en la guerra con la aviación como elemento predominante, estaban Franco, Mola, Vigón, Richstofen, Sperle… Putin. Napoleón. Fernando el Católico.

Los tiempos cambian, pero el objetivo y la técnica son las mismas, pues esos hombres estiman ser dueños de los límites diseñados en sus mapas: la España grande y única, la Rusia imperial, el Reich de los mil años. Se estorban unos a otros para ser el propietario de esa pesadilla donde domina el ego esencial, la riqueza a obtener, la gloria así sea abonada con asesinatos. De macho alfa y confinamiento territorial. Los mapas que enmarcan semejante delirio no exudan miseria. No reflejan los espacios donde las bombas explosionan y la humanidad yace muerta, de ciclistas fallecidos en las carreteras pues eran blanco móvil que excitaba a los pilotos de los bombarderos.

De aquella guerra que padecimos y de esta que soportamos, no les llega el hedor de la muerte. Pero sus mandos, entonces y ahora, están protegidos: duermen en lechos de plumas, amanecen con copas de cognac, atendidos en el vestir por sus asistentes. Ninguno quiere que la guerrera termine pues su posición les resulta regalada. Lo terrible es que los humanos repetimos esta barbaridad, resignados a que gana el más fuerte. En Ucrania se van repitiendo, una a una, barbaries ancestrales. Hasta el insulto que sufrió Gernika, que destruida hasta sus cimientos, fue abochornada con la mentira de que los vascos la habíamos bombardeado.

¿Quién enjuagará las lágrimas de los que, sobreviviendo al terror, se encuentran sin familia, amigos, hogar, ciudad, patria? Los niños forzados a crecer lejos de lo que les es propio, quebrantada su inocencia, en la memoria el horror de las bombas por siempre jamás. ¿Quién me consolará por ese ciclista muerto cuyo nombre desconozco pero cuyo afán entiendo? En la biblioteca de Kiev y su museo, tratando de sobrevivir a este exterminio, mantienen a resguardo los documentos de siglos atrás, memoria que los ha hecho nación, logrando crear espacio amable en el intento de mantener el bienestar de los niños y en las calles escombradas por las bombas, hay música para rebajar el terror que los hombres de la guerra siembran. Lo aseveró Mola, prevaleciendo a su aborrecible entender, la sinrazón de la muerte sobre la razón de la vida.

El estimulante impulso de la Korrika me ha rebajado el dolor de los quinientos años en que en Amaiur perdimos Nabarra. Un ejército de 10 mil hombres derrotó a 300 defensores de nuestra vieja nación. La fuerza brutal invasora contra la honrosa acción defensiva. La energía vibrante de la Korrika me ha purificado el alma acongojada por el exilio de mis padres que defendieron su ideal y lo perdieron, sin arma en la mano, pero que opusieron resistencia pacífica a seguir siendo verbo. La Korrika me ha devuelto la esperanza en un pueblo que permanece latiendo, pese a tanto atentado militar sufrido. La destrucción de Gernika, que conmemoramos este fin de mes, fatídico regalo de cumpleaños de sus generales a Hitler, lo hacemos desde la investigación histórica, el estremecimiento humano, el crédito libertario, la máxima de que no se repita nunca más, aunque estamos llorando por Ucrania.

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