Identidad, territorio y poder. Las raíces nacionales de la guerra en Ucrania
Carlos Jovaní
En octubre de 1939, poco después de haber estallado la Segunda Guerra Mundial, Winston Churchill afirmaba en declaraciones a BBC Radio: “No puedo pronosticar la acción de Rusia. Se trata de un rompecabezas revestido de misterio y recluido en un enigma. Pero quizás hay una clave. La clave es el propio interés nacional ruso”. Las palabras del premier británico conservan plena vigencia ochenta y tres años después, en un anémico contexto pospandémico en el que el atrevimiento de Putin, la desorientación de Occidente y el desplazamiento hacia el este del centro de gravedad geopolítico internacional amenazan con desintegrar los escombros del orden de la posguerra fría.
La invasión rusa de Ucrania representa el penúltimo episodio de la ola de tensiones librada entre el centro moscovita y su periferia exsoviética desde el final de la perestroika. Tras una breve y malograda aproximación al liberalismo democrático a principios de los noventa, una de las principales obsesiones de Rusia ha sido recuperar el esplendor perdido, objetivo que implicaría reivindicar su área de influencia tradicional frente al avance del OTAN. Más allá de la derivada estratégica, este propósito poseería también una clara dimensión simbólica, dado que Ucrania ocupa un lugar prominente en el imaginario nacionalista ruso. No en vano, la Pequeña Rusia, término que durante la época de los zares aludía a buena parte del actual territorio ucraniano, constituye el centro espiritual de la cultura eslava, cuyos orígenes políticos se encuentran en el Rus de Kiev, fundado en el siglo IX.
La metanarrativa neoimperial de la Rusia de Putin se retrotrae, pues, a tiempos premodernos. El pueblo ruso nunca desarrolló una identidad que pudiera contenerse dentro de los límites modernos del Estado nación, lo que explicaría que el nacionalismo, consagrado como ‘leitmotiv’ en el discurso político ruso contemporáneo, esté lleno de referencias irredentistas. Así las cosas, con el renacimiento de las tesis euroasianistas (1) a finales de los ochenta reavivó la importancia de la territorialidad para el nacionalismo ruso, además de la vigencia de una teoría clásica de la ‘realpolitik’ como la del ‘Heartland’ de Mackinder.
El pensamiento político de Moscú ha sido determinado durante siglos por una supuesta «idea rusa» en la que convergerían una serie de valores transversales y autorreferenciales que configurarían un proyecto nacional imperial vinculado a una misión civilizadora histórica ineludible. Desde mediados del siglo XIX, esta visión ha calado paulatinamente —aunque no sin dificultades— en el marco discursivo dominante hasta erigirse como eje de la doctrina exterior del Kremlin. Pese a su plasticidad, el euroasianismo presenta una serie de axiomas como el rechazo a Occidente y al liberalismo, la mística de la unidad cultural y el destino compartido de los eslavos y otros pueblos del antiguo imperio, una perimetrada vocación expansiva, y la subalternidad indisimulada de las minorías respecto a los rusos étnicos.
La singularidad de los eventos en Ucrania obliga, sin embargo, a tomar ciertas precauciones a fin de evitar caer en simplificaciones o trazar paralelismos directos con otros puntos calientes del territorio de la extinta Unión Soviética. Dicho esto, la actitud del Kremlin en la crisis ucraniana puede interpretarse a priori desde dos aproximaciones divergentes. La primera de ellas, recusable, postula un escenario en el que la ‘nomenklatura’ habría abrazado las tesis del euroasianismo más agresivo para desplazar las fronteras de la Federación hacia el oeste en una suerte de intento de restauración del antiguo imperio. El análisis en retrospectiva de las dos últimas décadas revela, sin embargo, que Moscú no ha desplegado una política exterior nítidamente expansionista ni tampoco atribuible exclusivamente a razones identitarias.
La segunda interpretación, esta vez parcial, concibe la agresión de Rusia como una reacción frente a lo que los dignatarios del Kremlin percibirían como una amenaza existencial para los intereses nacionales de la Federación. Ciertamente, las aspiraciones de la OTAN y de Kiev, que ansiaban ampliar las fronteras de la Alianza Atlántica hasta la misma frontera con Rusia, han sido un elemento determinante a la hora de inducir la acción del régimen de Putin. Con el tiempo, han dado alas a quienes mostraban en Moscú un rechazo frontal a la arquitectura securitaria impulsada por Estados Unidos durante la guerra fría.
Sin embargo, y más aún teniendo en cuenta que la ampliación de la OTAN lleva ya décadas sobre la mesa, esta explicación resultaría insuficiente sin atender a un componente fundamental de la política como es el emocional. En el caso que nos ocupa, vendría lastrado desde 1991 por un sentimiento de inferioridad e “inseguridad geográfica” arraigado en lo más profundo de la psique rusa al que no se sustraería su líder y exteniente coronel del KGB, que querría culminar su mandato cerrando con letras de oro un capítulo gris de la historia propia.
La cuestión de Ucrania constituye, por tanto, un deber insoslayable para Putin, tanto por su valor geoestratégico como alegórico. Al ser percibida como el hijo traidor de la Madre Rusia y potencial “cabeza de puente” de Occidente en suelo eslavo, se convierte en el resorte imprescindible para la redención de los traumas pretéritos y la recuperación de la autoestima y las credenciales de gran potencia en un nuevo horizonte multipolar.
La crisis que estamos viviendo marca el final anunciado de un orden de posguerra fría basado en la preponderancia de Occidente —que goza de mayor poder blando para hacer valer sus intereses—, y edificado con base en el respeto a la soberanía territorial de las repúblicas nacidas de las cenizas de la URSS. Una soberanía como la ucraniana violada por Rusia ante la estupefacción -e inacción- de la comunidad internacional en una secuencia de actos que podrían entenderse como un medio para consumar su misión civilizatoria, así como un fin para dar la vuelta definitivamente al tablero geopolítico global.
(1) https://es.wikipedia.org/wiki/Aleksandr_Duguin
Publicado el 28 de febrero de 2022
Nº. 1968
EL TEMPS
Rusia: el fin de un espejismo
Ferran Sáez Mateu
ARA
- La Federación Rusa es el país más extenso de planeta y con mucha diferencia. Ocupa 17.125.191 km² y está habitado por casi 145,5 millones de personas. Dicho así impresiona mucho, ¿no? Lo cierto es que Rusia ocupa el puesto 12º del PIB mundial a precios nominales según el Fondo Monetario Internacional, o el 11º de acuerdo con el Banco Mundial, muy cerca, o detrás, de países como Corea del Sur, que tiene un territorio de 100.339 km² y una población de 51,7 millones de habitantes. Alemania, Francia o Italia están, por separado, mucho más arriba que la Federación Rusa en este ranking, por no hablar de los tres primeros: Estados Unidos, la Unión Europea (en su conjunto) y China. La enorme mesa blanca con la que Putin recibe a los mandatarios internacionales parece la de un país económicamente poderoso, no la de una tierra improductiva y, en la mayor parte de su territorio, inhabitable. En cuanto a la productividad, tampoco ayuda mucho a que un 25% de los hombres rusos mueran antes de los 55 años por afecciones relacionadas con el alcoholismo. Con independencia de cuál sea el desenlace de la invasión de Ucrania, es bastante probable, pues, que la primera víctima colateral del conflicto sea la imagen de «potencia» de este país, construida a base de propaganda y mentiras incluso antes de la fundación de la URSS. ¿Potencia? ¿Potencia de qué?
- «¡Potencia militar!», responderán algunos. Es cierto que la Federación Rusa dispone de un abundante arsenal nuclear y de un ejército imponente. De este ejército supuestamente poderosísimo, por cierto, ya presumían los últimos zares ante los europeos: «Cuidado con nosotros, ¿eh?» La ficción duró poco. La guerra entre Japón y Rusia (1904-1905) mostró que aquel ejército se deshacía a la primera de cambio. Todo era mentira. Una vez fundada la URSS, el ejército ruso fue literalmente autodestruido por las sangrientas purgas ideológicas del camarada Stalin que, gracias a los dos frentes abiertos contra la Alemania nazi, uno al oeste y otro, ya muy debilitado, en el este, pudo escenificar una supremacía que entonces era imaginaria, como bien advirtió Churchill desde el primer momento. Eso sí: atacando a la población civil indefensa y desarmada húngara (1956) o checoslovaca (1968), el Ejército Rojo siempre se mostró muy valiente. Con los bien armados mujahidines afganos, en cambio, echaron a correr. En la minúscula Chechenia (¡17.300 km²!) tuvieron que utilizar métodos nada honorables, más propios de terroristas que de un ejército regular. ¿Es esto una verdadera «potencia militar»? ¿No será que estamos confundiendo este concepto con el de «amenaza nuclear», que es otra cosa muy distinta? Esa amenaza sí que es objetiva y real. El problema, por supuesto, es que funciona a todo o nada.
- La clave del viejo espejismo ya ha salido antes: propaganda y mentiras. En 1994 Stephen Koch publicó ‘Double lives’, una biografía de Willi Münzenberg. Es probable –de hecho, es muy normal– que el nombre no les suene de nada. En cambio, si les hablo de Jean-Paul Sartre o de Simone de Beauvoir, de André Gide o de André Breton, del grupo de Bloomsbury o de los surrealistas, de John Dos Passos o de Dashiell Hammett, es casi seguro que reconocerán más de un nombre. Pues bien: en algún momento de su vida, de forma directa o mediada, todos y cada uno de estos personajes y movimientos culturales estuvieron bajo el influjo de Münzenberg, el más eficaz de los espías de Stalin. Su misión fue acercar a los principales intelectuales de izquierda de la década de 1930 a la causa soviética. Su trabajo fue impecable y duradero: ya fuera proporcionando muchachitos al pederasta André Gide o regalando adulación al ególatra André Breton, Münzenberg llevó a muy buen puerto el encargo. La mentira fue creciendo y creciendo, especialmente por la vía de la endogamia universitaria. Su reflujo, de hecho, todavía dura hoy: basta con leer ciertos comunicados de los últimos días relativizando frívolamente la invasión de Ucrania, entre los que destaca, por su inmoralidad, el de la CUP.
- Putin no es un loco fuera de control, sino un líder político que ha contado con el apoyo explícito de la inmensa mayoría de sus conciudadanos (en su segundo mandato, por ejemplo, con un 71% de los votos). A la hora de empezar a planificar la voladura controlada del sistema a partir de sanciones internacionales, es necesario tener muy presente este hecho. No es bueno que paguen justos por pecadores, pero tampoco que se olvide la responsabilidad colectiva que hay detrás de una historia que se acabará juzgando, tarde o temprano, en el Tribunal Penal Internacional de La Haya.
Hacer imposible la guerra
Josep Ramoneda
ARA
- Teología política.
«Esta guerra, esta crisis, durará y es necesario que nos preparemos», ha dicho Emmanuel Macron con una cara que no disimulaba la frustración por su fallida apuesta por la diplomacia. Primero dice ‘guerra’, después dice ‘crisis’. Y probablemente su inquietud se proyecta ya en la segunda parte. Putin la ha montado gorda. Lo preocupante es que se actúe como si fuera una sorpresa. ¿Y Crimea? ¿Y Chechenia? ¿Y Georgia? Y esto no acaba aquí si echamos hacia atrás: la línea de continuidad entre la URSS y la Rusia imperial de la oligarquía que regenta Putin es manifiesta. Y no hace falta que nos vayamos a la expansión de la Revolución ni al auge del estalinismo. Hungría (1956) y Checoslovaquia (1968) son manifestaciones del mismo: Moscú no acepta que nadie escape de la órbita definida por el imperio. Con una diferencia: la fábula ideológica ha sido reemplazada por la fábula patriótica, todos somos rusos. Una evolución que no conjuga con los signos del tiempo.
Resulta que los inefables valores superiores de las esencias patrias, herederos laicos del imperativo trascendental religioso (es decir, de la transferencia de la teología a la política moderna) juegan un papel creciente, como si se tratara de dar referentes a una ciudadanía a menudo desconcertada por la dinámica nihilista –no existen límites– que tomó el capitalismo en el proceso de globalización. Hungría y Checoslovaquia fueron ocupadas –devueltas al orden– con intervenciones bélicas no tan distintas a la actual. Son la única arma que tiene la autocracia para impedir que la ciudadanía avance en el camino de las libertades. Lo que cambia es el argumento: entonces la ley suprema era el comunismo, parusía de la redención en la tierra; hoy es el imperativo de soberanía de una Rusia imperial. Dicho de otro modo: no es el capitalismo lo que está en cuestión (Rusia es una versión cleptocrática del mismo) sino la gran nación desafiada desde la voluntad diabólica de hacer de Ucrania una democracia independiente. Putin culpa a Lenin –porque introdujo el derecho de autodeterminación de los pueblos– de que Ucrania haya llegado allá donde está. Y otorga a Stalin la condición de padre de la patria. Por sus fidelidades los conoceréis.
- Tópicos a revisar.
Donald Trump, expresidente estadounidense y aspirante a volver a serlo, promotor del asalto al Capitolio, que estuvo intentando manipular el voto hasta el último momento en nombre del honor de la patria, figura referencial del Partido Republicano, aplaude a Putin. ¿Se imaginan esta crisis con Trump en la Casa Blanca? Si queremos afrontar este futuro que inquieta a Macron, con la doble amenaza de la Rusia de Putin y China de Xi Jinping al fondo, no podemos mirar sólo la parte de la escena que nos interesa. Hay tres tópicos sobre los que se debería actuar. El primero es la falsa imagen de cohesión de Occidente frente a la gran amenaza. El segundo, la reducción del problema ruso a la figura, minuciosamente trabajada en su puesta en escena, de Putin como déspota sin límites, encarnación del mal, descuidando que detrás de él hay toda una oligarquía rusa que le ríe las gracias y que tiene suficientes conexiones occidentales, con figuras lamentables que todavía estos días menean la cola sin que se les caiga la cara de vergüenza, como el excanciller alemán Gerhard Schröder. Y el tercero, que las responsabilidades acumuladas por Occidente en el proceso de acelerado desmantelamiento de la URSS han sumado a favor del paso del totalitarismo al despotismo actual.
¿Qué consecuencias quiero sacar de todo esto? Que la amenaza también la tenemos en casa, aunque estos días algunos, como Vox, disimulen sus anteriores flirteos. Que se equivocan los que piensan que caído Putin se acabaría la rabia, porque él no estaría donde está sin los que le compran los delirios autoritarios a cambio de la garantía de impunidad. Y, finalmente, que la apuesta por la disuasión y la diplomacia no puede confundirse con el apaciguamiento. No cabe esperar que llegue la crisis para hacer frente a un problema perfectamente previsible. Más aún cuando se tiene claro que no debe responderse yendo a la guerra sino anticipándose y haciéndola imposible.
Hacia una quiebra en Rusia
BLOG DE RAFAEL POCH
Comienza la cuenta atrás en Moscú
Nadie esperaba esta invasión. “Impensable”, escribí en Ctxt evocando las escenas de Budapest en 1956 como algo por completo descartado. Todo el mundo bien informado y con criterio lo decía a mediados de febrero. Lo decían en Kíev el propio ministro de defensa y los más agudos analistas ucranianos. Lo decía la razón. “Pensábamos racionalmente una situación que desbordó el marco racional”, dice ahora con amargura uno de ellos.
Sabíamos que algo “fuerte” ocurriría. Moscú ya anunció “medidas técnico-militares” si Estados Unidos y la OTAN no atendían a su exigencia de negociar un replanteamiento general de la seguridad europea y en especial el insensato y provocador cerco militar contra Rusia acometido desde los años noventa. Pero ni los ucranianos esperaban tanto.
-La guerra de Rusia en Ucrania repite el guión de las guerras de agresión de los últimos años. Ocho años de bombardeo y rupturas del alto el fuego en el Donbass, no justifican la actual invasión y el bombardeo ruso. La violación del derecho internacional por parte de Putin no se justifica ni aminora por las violaciones de ese mismo derecho de parte de Estados Unidos y de sus aliados. Putin merece tanto castigo como en su día los Clinton, Bush, Obama, etc. Sus mentiras, mitos y exageraciones, el “genocidio” de la sufrida población rusófila del Donbass, la demencial consideración imperial sobre la “artificialidad” de la nación ucraniana o el pretendido “nazismo” de su régimen, están en línea con las “armas de destrucción masiva” de Sadam, el “genocidio” de Kosovo o la agresión del Golfo de Tonkín. Víctima de la guerra y de las sanciones son las poblaciones, la ucraniana, la rusa, y de rebote también la europea, especialmente sus sectores más vulnerables.
Bombardear, invadir y cambiar regímenes es un crimen que en Occidente conocemos bien. Lo llevamos practicando 200 años. ¿Tiene Rusia capacidad, potencia y condiciones para emular los desastres de sus adversarios en Yugoslavia, Irak, Afganistán, Libia, etc sin romperse ella misma? Lo veremos pronto.
A corto plazo lo que suceda en el terreno militar determinará la situación. La inferioridad militar ucraniana es tan manifiesta como su superioridad moral. En las primeras horas del ataque Rusia destruyó el grueso de la capacidad antiaérea ucraniana, comenzando por Kíev. Sin radares ni medios de radiolocalización y con los aeropuertos dañados, el dominio ruso del aire es completo, explica un militar ucraniano. “No queremos una lucha de posiciones”, decía el general ruso Evgeni Buzhinski. Pero una cosa son tus intenciones y otra que la realidad en el terreno te permita realizarlas. ¿Qué pasa con el factor humano, con la pasión y la moral nacional, con la disposición al sacrificio? Aquí gana Ucrania.
El avance ruso es lento, como esperando el desmoronamiento del ejército ucraniano. Pero si éste desmoronamiento no se produce, todo lo que no sea una “rápida guerra victoriosa” es un desastre para el agresor. Es obvio que Rusia no ha hecho uso en los primeros días de su potencia militar, como optando por una “guerra soft”. Para avanzar debe incrementar esa potencia ¿Con qué consecuencias?
Incluso si la operación militar tuviera éxito como “corta guerra victoriosa” y lograra controlar el país, imponer un nuevo gobierno ucraniano a su gusto y medida en Kíev, reorganizar a su conveniencia el territorio de ese país e imponer las condiciones de neutralidad y desmilitarización deseadas, el resultado sería inestable. La huida de algunos millones de ciudadanos hacia el Oeste del país huyendo de la invasión militar y la incorporación de otros millones de ciudadanos de las regiones rusófilas del Este, entre ellos los separatistas del Donbass, puede, efectivamente, cambiar el cuadro étnico-político de Ucrania. Podrían crearse, por ejemplo, dos Ucranias políticamente más homogéneas. Una al Este del rio Dniepr y “leal” a Moscú, y otra abandonada por imposible al nacionalismo antiruso al otro lado de esa línea… Nada de todo eso se vislumbra ni remotamente ni está garantizado a la hora de escribir estas líneas, pero incluso en la hipótesis de que un escenario de ese tipo pudiera hacerse realidad, el proyecto nacería muerto.
En Ucrania hay, o había, una clara reserva de opinión favorable a una mejora de las relaciones con Rusia, a la neutralidad, el no alineamiento con la OTAN, etc. El grueso de esa reserva rusófila se concentra en el arco que va de Jarkov, al noreste, hasta Odesa, en el suroeste, pero todo indica que el grueso de esa reserva se ha quemado a las 48 horas de la invasión. ¿Por qué?
Con su invasión Moscú ha traspasado una “línea roja” que supera la tradicional división identitaria y cultural del país. A lo largo de los treinta años de independencia, una generación, se ha consolidado el consenso de unos y otros alrededor de la soberanía nacional, por diferente que sea la interpretación de ese hecho. La invasión ha atropellado ese consenso y por tanto lo ha fortalecido. Por eso, incluso un “triunfo” de la invasión en la parte del país menos hostil a Rusia será inestable. Es difícil que haya allá una gran resistencia popular pero por escasa que fuera bastaría y sobraría para determinar el carácter represivo del régimen que se estableciera. Ese régimen no tendría base ni apoyo. Con su increíble torpeza imperial, Rusia ha consolidado definitivamente una Ucrania hostil. En esas condiciones -y las expuestas son las más favorables que podemos imaginar para esta triste y criminal aventura – el contagio de la insurgencia y la inestabilidad en Ucrania, tendrá consecuencias directas en Bielorrusia y en Rusia. Las autocracias que se ponen en evidencia se desmoronan como un castillo de naipes.
¿Cuantos cadáveres de jóvenes soldados rusos en bolsas de plástico están dispuestas a asumir las ciudades de Rusia? En 1999 Putin resolvió ese mismo problema aplicado a la impopular guerra de Chechenia con cuatro misteriosos atentados en ciudades rusas atribuidos a la guerrilla chechena que ocasionaron centenares de muertos y convencieron a los rusos de la necesidad de aplastar militarmente la revuelta chechena al precio que fuese para evitar males mayores. ¿Qué recurso queda ahora si todo se hunde en las ciudades rusas y las madres, los jóvenes, la sociedad en su conjunto, desafía la narrativa patriótica del Kremlin y sale a la calle a protestar maldiciendo el nombre del Presidente? Con la invasión de Ucrania iniciada el 24 de febrero, el Presidente Putin abre la puerta a una quiebra de su propio gobierno en Moscú.
En Bielorrusia esa quiebra ya ha tenido lugar, aunque no se haya consumado. Tras las últimas y multitudinarias protestas registradas los últimos dos años en Bielorrusia, su caudillo, Aleksandr Lukashenko, es un cadáver político que puede vencer pero no convencer. Ahora le llega el turno a Rusia. Vladímir Putin todavía no es un cadáver político pero la cuenta atrás ha comenzado. A diferencia de Lukashenko, no dispone de un “hermano mayor” que le salve. (Atentos a la conducta de China). El “escenario 1905” que hemos barajado desde hace tantos años, está servido.
Aquel año la flota zarista fue hundida por los japoneses en Tsushima, en el contexto del pulso que ambos imperios libraban por los despojos de China. Todo el mundo daba por supuesta la victoria del Zar, pero fue mucho peor que lo nuestro en Santiago de Cuba: el adversario era una potencia no europea, seres “inferiores” (Nicolas II los llamaba “macacos”). Aquella humillación sentó las bases de la primera de las tres revoluciones rusas de principios de siglo XX. El Zar que gobernaba un régimen arcaico para su tiempo sobre los tres principios de la secular doctrina moscovita (autocracia, ortodoxia y espíritu popular) se convirtió en un cadáver político. Los japoneses desacralizaron militarmente al zarismo, evidenciaron su contradicción con los tiempos. Ahora los “macacos” son los ucranianos. Su digna resistencia dinamita los aspectos inadecuados del nacionalismo ruso, por lo menos tal como el Kremlin lo concibe. En la sociedad rusa, ni siquiera entre los uniformados, hay entusiasmo hacia la guerra. La brecha entre sociedad y poder, manifiesta en Rusia desde 2018 pero aún latente y pasiva, tendrá ahora consecuencias prácticas. Perjudicados por las consecuencias de la tensión con Occidente, los oligarcas ya murmuran contra el “capitalismo de Estado” de Putin.
-Llegados aquí hay que preguntarse ¿cómo ha podido el Kremlin meterse en esto? ¿Cómo se explica tamaña torpeza? La enfermedad imperial produce ceguera. Incapacidad para comprender los procesos históricos y los movimientos sociales. Esa ceguera típica de las autocracias en crisis es particularmente peligrosa en los imperios menguantes. Todas las potencias coloniales europeas pasaron por ello en la segunda mitad del siglo XX. No entendían aquellos movimientos de liberación nacional. Antes de apearse de sus estatus coloniales y reconvertirlos en otras formulas imperiales de dominio mas modernas, las potencias europeas cometieron crímenes enormes en el mundo. Francia guerreó en Argelia y dejó allá un millón de muertos. En Indochina ocasionó otros 350.000. Inglaterra saldó con un millón de muertos y 15 millones de desplazados la separación imperial de India y Pakistán. En Kenia la descolonización ocasionó 300.000 muertos y millón y medio de recluidos. Hasta la pequeña Holanda acaba de reconocer la factura de 100.000 muertos que causó en su guerra colonial de cuatro años en Indonesia.
Y ¿qué decir de Estados Unidos gran patrón del bloque occidental. Su declive imperial lleva décadas arrastrando consigo una guerra permanente. Desde el 11 de septiembre de 2001 ha ocasionado la destrucción de sociedades enteras, 38 millones de desplazados y 900.000 muertos, según el cómputo más bien benigno de la Brown University de Estados Unidos (“Cost of War”). Ese es el gran contexto de la actual sicología del nacionalismo ruso instalado en el Kremlin. Rusia está pasando por estas patologías imperiales del declive de la misma forma y choca en ellas con sus competidores imperiales que le han acorralado en Europa. Estamos ante un choque entre imperios en un momento dominado por el traslado de potencia global hacia Asia que les afecta a todos. Occidente no sabe qué hacer con el vigoroso ascenso de China. El debate en el dividido establishment de Estados Unidos es continuar con la contención de Rusia o ganarse a esta para concentrarse en la contención de China. El vicealmirante alemán destituido por pedir “respeto” a Rusia, justificó su posición en la misma lógica: para concentrar mejor el fuego contra China. Geograficamente situada entre dos imperios superiores a ella en todos los parámetros, la UE y China, Rusia tampoco sabe qué hacer con los dilemas y angustias de su declive.
En el Kremlin no se reconoce ni se comprende la autonomía social, porque queda fuera de su radar. Como guía y receta solo se conciben las relaciones de fuerza y los intereses de las elites imperiales adversarias. El cálculo del Kremlin de que el adversario euroatlántico no se atreverá a adoptar medidas militares y no irá más allá de las sanciones, es a la vez racional y de alto riesgo. ¿Por qué arriesgar tanto? Porque Putin considera que Rusia se enfrenta a un peligro existencial. “Ya no tenemos a donde retirarnos”, dijo en enero. Se humilló a Rusia. Todo lo que Occidente favoreció allá desde el cierre en falso de la guerra fría, contribuyó a favorecer una lenta redición de la enfermedad imperial en Moscú. “Weimar en Moscú” fue un proceso lento e inexorable. Y se veía venir.
“Rusia no será débil eternamente, ¿es que no se dan cuenta para quien trabajan?”, advertía en 1996 Mijaíl Gorbachov, escandalizado ante los planes de ampliación de la OTAN al Este. Agresivos estrategas de la guerra fría como George Kenan, lanzaban la misma advertencia dos años después desde Washington: “será el principio de una nueva guerra fría. Los rusos reaccionarán gradualmente de forma negativa y eso influirá en su política. Me parece un trágico error. No hay ninguna razón, nadie está amenazando a nadie. Habrá una mala reacción de Rusia.”
En Moscú había que escuchar las conclusiones a las que habían llegado analistas como Sergei Karaganov, presidente del principal laboratorio de ideas ruso, el Consejo de Política Exterior y de Defensa. Furibundo liberal-occidentalista en los años noventa, era lo que entonces se definía en Rusia como un “demócrata”: un intelectual deseoso de integrarse en la “civilización”, perfecto dominio del inglés y admirador del modo de vida americano. Karaganov se transformó gradualmente en un “patriota” nacionalista receloso de Occidente. El 17 de febrero, una semana antes de la invasión resumía así su posición:
“Frecuentemente, el sistema de relaciones internacionales cambia a base de una gran guerra o de una serie de guerras. Evidentemente, la guerra no es el mejor escenario, pero el dilema que tenemos ante nosotros es bastante simple: si continuamos en el actual sistema, por ejemplo asumiendo pasivamente la ampliación de la OTAN a Ucrania, la guerra será inevitable. Mis colegas del Consejo de Política Exterior y de Defensa y yo, ya llegamos a esa conclusión en 1997-1998. Dijimos que si legitimábamos la ampliación de la OTAN, Ucrania entraría en ella y como resultado vendría la guerra. Un cuarto de siglo después vemos que todo apunta hacia ahí. Por eso, nuestro enunciado consiste en buscar medios para lograr un sistema de seguridad justo y duradero en Europa que evite un conflicto militar. Queremos cambiar el sistema sin una gran guerra, pero no descarto una pequeña guerra o una serie de guerras locales” (…) “Ahora disponemos de fuertes recursos. En 2003 se decidió crear una nueva generación de armas estratégicas hipersónicas. Llevamos a cabo una efectiva modernización, relativamente barata, de nuestras fuerzas regulares. En Siria las entrenamos. Las dos cosas nos permiten ahora mirar al mundo con tranquilidad desde el punto de vista de nuestra seguridad y comenzar, con firmeza, a darle la vuelta a las normas que nos impusieron, a nosotros y al mundo, en los últimos treinta años”. A la pregunta por los objetivos de Rusia en Ucrania, Karaganov respondía así en aquella misma entrevista del 17 de febrero: “en primer lugar impedir la ampliación de la OTAN y la militarización de Ucrania. Digan lo que digan, no tenemos planes para conquistarla. Otro asunto es que ese país tenga pocas posibilidades de mantenerse como Estado a largo plazo. Seguramente Ucrania se desintegrará lentamente y a partir de allí la historia dirá: no excluyo que parte de ella se una a Rusia, otra a Hungría y otra a Polonia y que otra parte pueda mantenerse formalmente como un Estado independiente ucraniano”.
En su mensaje del 21 de febrero Putin enumeró algunos de los riesgos que Ucrania representaba para Rusia; la doctrina militar adoptada en marzo de 2021 “completamente orientada a la confrontación con Rusia y al objetivo de implicar a países extranjeros en un conflicto con nuestro país”, la “presencia permanente de contingentes de la OTAN en Ucrania con la excusa de maniobras”, la “integración del sistema de mando del ejército ucraniano en el de la OTAN”, la millonaria dotación de Estados Unidos a Ucrania en armas, munición y preparación de especialistas”, el mando de “consejeros extranjeros sobre las fuerzas armadas y servicios secretos ucranianos”, la “modernización de la red de aeropuertos para que puedan recibir contingentes militares aerotransportados en breves plazos así como el futuro despliegue en ellos de la “aviación táctica” de la OTAN y medios de observación electrónica “que permitirían a la Alianza controlar el espacio aéreo ruso hasta el Ural”.
Putin definió entonces el uso de sanciones contra Rusia como algo inevitable, “en la medida en que Rusia fortalezca su soberanía e incremente la potencia de sus fuerzas armadas”. “Independientemente de la situación en Ucrania, los pretextos para imponernos sanciones se encontrarán, o se fabricarán, de todas formas” dijo. “El objetivo es claro: frenar el desarrollo de Rusia y eso lo hacen sin necesitar de pretexto alguno, únicamente porque existimos y porque nunca renunciaremos a nuestra soberanía, intereses nacionales y valores”. La guinda la puso en vísperas de la invasión, el propio presidente de Ucrania, Vladimir Zelenski, al declarar públicamente que “Ucrania tiene la intención de dotarse de sus propias armas nucleares”. Resumiendo: una amenaza existencial para Rusia y la inevitabilidad de una gran guerra si no se actúa militarmente para prevenirla aunque sea con una guerra pequeña.
Verdadera o exagerada, realista o demencial, poco importa: esa es la percepción real y la mentalidad que ha determinado la conducta del Kremlin. Si se quiere entender la situación, algo que la espiral belicista no siempre desea y la propaganda mediática impide, hay que empezar por tomarse todo esto en serio. En ello nos va la vida, en el sentido más literal de la expresión, pues ese es el discurso de una superpotencia nuclear acomplejada. Esta “Rusia de Weimar” nunca habría llegado aquí sin su Versalles. ¿Repetirá Occidente el error intervencionista cuando llegue la quiebra del régimen de Putin?
(Publicado en Ctxt)
Por qué Vladimir Putin ya ha perdido esta guerra
Yuval Noah Harari
ARA
Cuando hace menos de una semana que ha comenzado la guerra, parece cada vez más probable que Vladimir Putin se encamine hacia una derrota histórica. Puede que gane todas las batallas, pero que, aun así, pierda la guerra. El sueño de Putin de reconstruir el Imperio Ruso siempre se ha basado en la mentira de que Ucrania no es una nación real, que los ucranianos no son un pueblo real y que los habitantes de Kiev, Járkov y Lviv quieren ser gobernados por Moscú. Esto es una mentira muy grande: Ucrania es una nación con más de mil años de historia y Kiev ya era una gran metrópoli cuando Moscú no era ni siquiera un pueblo. Pero el déspota ruso ha dicho su mentira tantas veces que parece que él mismo se la crea.
Cuando planeaba la invasión de Ucrania, Putin contaba con muchos hechos conocidos. Sabía que militarmente Rusia es muy superior a Ucrania. Sabía que la OTAN no enviaría tropas para ayudar a Ucrania. Sabía que la dependencia europea del petróleo y el gas rusos haría que países como Alemania dudaran a la hora de imponer sanciones duras. A partir de estos hechos conocidos, su plan era atacar a Ucrania con fuerza y rapidez, derribar el gobierno, establecer un régimen títere en Kiev y capear las sanciones occidentales.
Pero había una gran incógnita sobre ese plan. Como aprendieron los estadounidenses en Irak y los soviéticos en Afganistán, es mucho más fácil conquistar un país que mantenerse en él. Putin sabía que tenía la fuerza necesaria para conquistar a Ucrania. ¿Pero aceptaría el pueblo ucraniano el régimen títere de Moscú? La apuesta de Putin era que sí. Al fin y al cabo, tal y como ha explicado repetidamente a cualquiera que le quisiera escuchar, Ucrania no es una nación real y los ucranianos no son un pueblo real. En 2014, en Crimea, la gente apenas se resistió a los invasores rusos. ¿Por qué iba a ser diferente en 2022?
A medida que pasan los días, se ve cada vez más claro que la apuesta de Putin falla. El pueblo ucraniano resiste enconadamente, por lo que se ha ganado la admiración de todo el mundo y ganará la guerra. Le esperan muchos días oscuros. Los rusos todavía pueden conquistar toda Ucrania. Pero para ganar la guerra, los rusos deberían mantenerse en Ucrania, y eso sólo pueden hacerlo si el pueblo ucraniano les deja. Parece cada vez más improbable que ocurra.
Cada tanque ruso destruido y cada soldado ruso muerto hacen crecer el coraje de los ucranianos para resistir. Y cada ucraniano muerto hace crecer el odio de los ucranianos contra los invasores. El odio es el sentimiento más feo que existe. Ahora bien, para las naciones oprimidas, es un tesoro escondido. Enterrado en el fondo del corazón, puede sostener la resistencia durante generaciones. Para restablecer el Imperio Ruso, Putin necesita una victoria relativamente incruenta que lleve a una ocupación en la que el odio sea relativamente pequeño. Derramando cada vez más sangre ucraniana, Putin está haciendo imposible que su sueño se cumpla. No será el nombre de Mijaíl Gorbachov, el que quedará escrito en el certificado de defunción del Imperio Ruso: será el de Putin. Cuando Gorbachov se marchó, rusos y ucranianos se sentían hermanos; Putin los ha convertido en enemigos y ha hecho que la nación ucraniana se defina en adelante en contraposición a Rusia.
Las naciones se construyen en última instancia sobre historias. Cada día que pasa surge una nueva historia que los ucranianos contarán no sólo en los días oscuros que vengan, sino también en las décadas y las generaciones próximas. El presidente que se negó a huir de la capital, diciendo a Estados Unidos que necesitaba munición, no un viaje; los soldados de la isla de las Serpientes que dijeron a un buque de guerra ruso que se fuera “a tomar por el culo” (sic); los civiles que se sentaron frente a los tanques rusos para intentar detenerlos. Éste es el material con el que se construyen las naciones. A la larga estas historias cuentan más que los tanques.
El déspota ruso debería saberlo mejor que nadie. De pequeño, se crió con una buena dosis de historias sobre las atrocidades alemanas y la valentía rusa en el asedio de Leningrado. Ahora está creando historias similares, pero se ha atribuido el papel de Hitler.
Las historias sobre la valentía ucraniana piden decisión no sólo a los ucranianos, sino a todo el mundo. requieren coraje a los gobiernos de los países europeos, a la administración de EE.UU. e incluso a los ciudadanos oprimidos de Rusia. Si los ucranianos se atreven a detener un tanque con sus propias manos, el gobierno alemán se puede atrever a suministrarles varios misiles antitanques, el gobierno estadounidense se puede atrever a expulsar a Rusia del Swift y los ciudadanos rusos se pueden atrever a demostrar su oposición a esta guerra descabellada.
Todos podemos sentirnos empujados a aportar algo: hacer una donación, abrir los brazos a los refugiados o ayudar con la lucha por internet. La guerra de Ucrania marcará el futuro del mundo entero. Si dejamos que ganen la tiranía y la agresión, todos sufriremos sus consecuencias. No tiene sentido mantenernos como simples observadores. Es hora de hacerse oír.
Desgraciadamente, es probable que esta guerra sea larga. Con diferentes formas, puede que dure años. Pero la cuestión más importante está decidida. En los últimos días Ucrania ha demostrado a todo el mundo que es una nación muy real, que los ucranianos son un pueblo muy real y que no quieren vivir en modo alguno bajo un nuevo Imperio Ruso. La gran pregunta que queda abierta es cuánto tiempo tendrá que pasar para que este mensaje atraviese las gruesas paredes del Kremlin.
¿Quién recuerda a Kazajistán?
Montserrat Tura
NACIÓ DIGITAL
De las llamadas antiguas repúblicas soviéticas, Kazajistán era considerada la más estable, probablemente porque con nombres diferentes han seguido controlando el poder quienes antes de la desintegración de la URSS formaban parte del Partido Comunista de entonces.
Aliado fiel de la Rusia de Putin, comparte más de 7.500 kilómetros de frontera. Moscú sigue decidiendo muchas cosas de ese territorio productor de gas y de uranio. Las pocas protestas de las que nos llega información suelen ir vinculadas al precio del combustible, al gas licuado más concretamente.
En enero de este año, concretamente el día 5, el presidente del país declaró el estado de emergencia por las protestas y bajo el paraguas de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, el Kremlin envió una parte de su ejército a apagar las voces de la ciudadanía que se atrevía a protestar.
Los más perseguidos, un grupo de ciudadanos que querían inscribirse y agruparse en torno a un Partido por la Democracia. El presidente kazajo (a instancias de Putin) destituyó al gobierno por considerarlo débil y mantuvo el estado de emergencia hasta el día 19 de enero.
Más de 400 muertos, unos 4.000 heridos y más de 10.000 detenidos de los que no se sabe su destino se han olvidado rápidamente, para muchos no han existido. Rusia argumentaba que su intervención era para evitar que se viralizara la protesta. Hoy sabemos que quería apagar como fuera aquellas protestas de las antiguas repúblicas soviéticas (Tadjikistán, Kirguizistán, Bielorrusia y Armenia) para poder dedicar toda su capacidad militar a la invasión de Ucrania. No debemos olvidar la anexión de una parte de Osetia del Sur, el enclave ruso de Kaliningrado y la imposición de un gobierno prorruso en Chechenia.
Solo Moldavia, las repúblicas Bálticas y Ucrania han intentado distanciarsede este proceso de intento de reconstruir la gran patria a la que apela Putin a menudo. Ucrania, sin haber logrado una democracia plena y homologable, sí intentaba garantizar la pluralidad y la participación política. Hace muchos años que Putin quiere impedirlo. Tenía prisa por retirar las tropas, las necesitaba para invadir Ucrania y quería, desde hace tiempo, este mes de febrero. Kasparov, ahora exiliado en EEUU ha dicho en estos días «Putin es la serpiente que el mundo libre incubó en su seno».
Prohibir ‘Russia Today’ para disimular que han dejado a Ucrania sola
Pilar Carracelas
EL MÓN
Hoy me han pasado por Telegram un enlace a un tuit de ‘Russia Today’ y cuando he querido visualizarlo ya no estaba disponible. Twitter, después de otras plataformas como Youtube o Meta, ha hecho efectiva la orden de la Comisión Europea de prohibir la emisión de contenidos de este medio ruso y de la agencia del propio país Sputnik por emitir, en palabras de la presidenta del ejecutivo europeo, “desinformación tóxica y nociva” y ser la “maquinaria mediática del Kremlin en Europa”.
Aunque el aviso de Twitter para justificarlo dice que la cuenta «ha sido retirada» en los países de la UE «como respuesta a una demanda legal», esta medida de legal no tiene mucho, porque va en contra de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, además de ser un ataque directo al espíritu de las democracias liberales en general. Por eso las tibias reacciones que ha tenido, incluso de los liberales, son realmente alarmantes.
Calificar los medios del aparato de Vladimir Putin de “propaganda” no justifica que un poder ejecutivo ejerza la censura previa de forma tan desacomplejada y sin control parlamentario alguno (básicamente porque el ejecutivo europeo no tiene mecanismos para poder ser controlado, funciona como una estructura papal). Incluso en caso de que lo que el filósofo John Rawls denominaría en este contexto “la supervivencia social” requiriera interferir en la libertad de prensa, eso deberían hacerlo los jueces. Y deberían hacerlo de forma proporcional, con una doctrina (concebida por el filósofo Robert Alexy en su ‘Teoría de los Derechos Fundamentales’) que hasta ahora en los tribunales europeos serios (no los españoles, evidentemente) serían: excepcionalidad, necesidad, idoneidad y ponderación.
En este caso, no es difícil concluir que ni será excepcional (es más, este tipo de medidas siempre suponen un precedente muy peligroso), ni es necesaria (porque hay otras opciones), ni es idónea (porque saben que censurar estos medios no acaba con la ideología que difunden, imaginando que este objetivo fuera legítimo, sólo hace ver que no existe), ni es ponderada (porque no apunta quirúrgicamente a un contenido en cuestión que se considere tóxico y nocivo, en palabras de Von der Leyen, sino a todo un medio).
Es decir, que en un momento en que vuelve a estar sobre la mesa qué puede ofrecer la UE al mundo (que sólo puede ser una democracia de mayor calidad, respetando sus propios tratados, porque -y lo estamos viendo estos días- ni tiene un ejército para apuntalar su poder ni una economía imbatible), decide renunciar a lo que puede hacerla diferente y combatir un gobierno antidemocrático con medidas antidemocráticas. De hecho, la forma de expresarse de la presidenta de la Comisión podría canjearse por la del presidente ruso haciendo referencia a los medios occidentales.
Y resulta especialmente preocupante que una medida cuyos efectos pueden ser tan devastadores para el proyecto europeo (si es que hay alguno) forme parte de una operación de maquillaje como lo es la aprobación de las sanciones económicas y la venta de armas a los ucranianos cuando todo apunta a que los rusos no tendrán ningún obstáculo para alcanzar sus objetivos militares (y cuando tenemos el precedente de Siria que nos recuerda que las armas, en un sitio que no controlas, siempre terminan en manos de quien menos te conviene). Una operación que sólo pretende ocultar sus responsabilidades y sus debilidades: que Ucrania no podía formar parte de la OTAN porque enviar tropas contra Putin a las puertas de las fronteras europeas era demasiado arriesgado y la han dejado a disposición del ejército ruso pudiendo intentar cederles sólo el Donbass.
Y mientras tanto podremos seguir consumiendo los contenidos de canales afines a regímenes por debajo de Rusia en el Índice de Calidad Democrática, como China (con CCTV), Qatar (con Al Jazeera), Venezuela (con VTV), y tantos de otros. E iremos dando lecciones mientras la precariedad, la autocensura y el control editorial forman parte del día a día de los periodistas en nuestro país, concentrados en los mismos grupos empresariales que los utilizan para controlar la opinión pública. Y mientras, por cierto, webs como ‘empaperem.cat’, que difundían publicidad a favor del referéndum del 1 de octubre de 2017, todavía hoy están intervenidas por la Guardia Civil española.
François Hartog: “Putin piensa a largo plazo, Occidente está atrapado en el presentismo”
ALEXIS RODRÍGUEZ-RATA
LA VANGUARDIA
Profesor emérito de la prestigiosa Escuela Superior de Ciencias Sociales de París (EHESS), François Hartog (Albertville, Alpes franceses, 1946) está especializado en analizar el tiempo histórico, y hoy, afirma, este vuelve a acelerarse de manos de Vladímir Putin o Xi Jinping –con permiso de la pandemia. Su última obra, ‘Chronos’ (Gallimard), recibió el Gran Premio Gobert de la Academia Francesa.
-¿Noticias como la invasión de Ucrania por Putin aceleran el tiempo y la historia?
-Con Ucrania estamos redescubriendo una época en la que alguien como Putin vive: es lo que yo llamo el régimen moderno de la historicidad, que significa que se está teniendo en cuenta precisamente la dimensión futura, el futuro como brújula. Descubrimos que en cierto modo el presidente ruso está haciendo ahora lo que hizo hace algunos años en Crimea o lo que hizo en Georgia. Es un plan organizado y pensado hace muchos años, y durante el mismo tiempo las sociedades occidentales no pudieron hacerlo, ni somos capaces de hacerlo.
-¿Por qué?
-Estamos totalmente atrapados en el presentismo. Se intenta una medida si se cree que es algo bueno para hoy, aunque no se sabe si será algo bueno para mañana y no importa porque el día después se dice que se encontrará algo nuevo que hacer o que se podrá tratar de alguna otra manera. Putin no vive en el mismo tiempo que el mundo occidental.
-¿Podemos decir lo mismo para China, India u otras potencias en auge?
-La gente común en China o India vive de alguna manera en el mundo actual, en el presentismo, y la manifestación o expresión clara de eso, especialmente en China por su pasado tan difícil, tan problemático, tan sangriento, es que están ansiosos por disfrutar las posibilidades que ofrece el presente y están dispuestos a no pensar más allá. Pero los gobernantes no están en el mismo tiempo. Xi Jinping también se ubica en ese régimen moderno de la historicidad. Está orientado hacia el futuro, planifica el porvenir de China, y tiene la misma brecha con el mundo occidental.
-¿Cuáles son sus consecuencias?
-Los políticos occidentales y empresarios occidentales solo pensaban en tratar con el enorme mercado de China y nada más. China dijo: ‘Está bien, podemos hacer negocios juntos, pero cada vez más eso estará bajo mis reglas, bajo mis condiciones’. Así que creo que hay una similitud entre lo que Putin está haciendo con Ucrania y lo que Xi Jinping puede hacer con Taiwán.
-En España, Francia y otros muchos países occidentales suben como la espuma las fuerzas políticas de extrema derecha que retoman el nacionalismo, la identidad, las fronteras, etc., como reclamo. ¿Qué dice de nuestro tiempo? ¿El futuro vuelve al pasado?
-Si me limito a considerar el tiempo diría que el presentismo y la pérdida de fuerza del futuro en nuestras sociedades hace que las personas estén completamente desorientadas y esos políticos se están aprovechando. Claro que también viven ese presentismo, pero pueden movilizar una especie de pasado fantasma para asegurar que era cuando las naciones eran fuertes, el nacionalismo bueno… Es una apelación que puede ofrecer algún tipo de tranquilidad a las personas.
-¿Y dónde queda la alternativa?
-Los partidos de izquierdas están en muy malas condiciones porque tenían un fuerte vínculo con un futuro mejor, el futuro de la emancipación de las personas, etc. Pero cuando esta dimensión ya no está, o no saben dónde está y por supuesto no pueden movilizar un pasado glorioso porque no ha existido como tal, no tienen nada que decir, por así decirlo.
-Ha llegado a comparar cómo se ha vivido el tiempo actual, el de la pandemia de la covid, con cómo se vivieron las guerras. ¿El pasado enseña algo sobre cómo enfrentarlo?
-En la comparación no estaba pensando en la próxima guerra, sino, por ejemplo, en la Primera Guerra Mundial, cuando la gente en sus inicios pensaba que no duraría mucho y finalmente, año tras año, continuaba. Tuvimos algo similar en cierto modo con la covid, porque se ha repetido que esta es la última ola o que con la vacuna se acabaría, pero hubo una variante y una vuelta a empezar. Es la idea del túnel en el que nunca se llega al final ni vemos la luz.
-¿Y cómo se vive hoy, peor que en ese pasado?
-Ya no estamos en el mismo tipo de entorno psicológico que era el entorno de la primera vez, de las guerras o las guerras mundiales. Eso es diferente.
-Aún en pandemia, con movimientos como los de Putin, incluso con la crisis climática, ¿demuestra que vivimos varios tiempos diferentes y paralelos entre sí?
-El cambio climático creo que es algo muy diferente. Obliga en todo el mundo a afrontar la perspectiva de un futuro amenazante; un futuro muy largo pues tiene que ver con el sistema Tierra y la escala está en millones de años. Pero está ahí. Y hablando sobre la posible extinción de las especies, reintroducimos esa perspectiva apocalíptica de un final. Y esa es también la razón, creo, por la que vemos en Occidente tanta movilización de esquemas apocalípticos en películas, en libros, en los medios.
La desorientación tras la pandemia
-Usted mantiene que hemos vivido el fin del régimen histórico cristiano que nos guio durante más de 18 siglos.
-Lo que intento decir es que se vivió el fin del régimen cristiano de la historicidad, lo que llamo el presentismo apocalíptico, pues, en cierto modo, en el marco de las naciones europeas hasta finales del siglo XVIII solo tenías lo presente y el final era inevitablemente un instante apocalíptico. Este se desmanteló con la aparición del tiempo moderno, que significó un tiempo que ya no está limitado por un principio y por un final.
-¿La pandemia ha cambiado nuestra percepción del tiempo?
-Sí, porque cuando comienza se entra en varios tiempos nuevos. El primero es el del virus en sí, uno nuevo y desconocido porque sobre la covid en un principio sabíamos muy poco. Luego tuvimos un tiempo conocido, el del encierro, pero desconocido en esta escala. Y este tiempo tan peculiar de alguna manera fue un tiempo suspendido; el presente seguía siendo el mismo todos los días, sin horizonte. Este nuevo tiempo fue extremadamente desorientador.
-¿Y sigue?
-Es difícil decirlo. La gente está ansiosa por volver a su vida anterior, por ejemplo en lo económico, pero aunque el virus se aleja se sabe que volverá probablemente no tan peligroso. Las consecuencias de la epidemia todavía están con nosotros e incluso frente a nosotros. En términos de psicología, para muchas personas, probablemente quedarán.
-¿Y en todo ello cómo afecta nuestra actual hiperconectividad y el papel que han adquirido de las grandes tecnológicas?
-Ese es el otro lado de la historia. Durante el confinamiento y con este nuevo tiempo, el presentismo se reforzó muy fuertemente porque éramos más que antes adictos a los GAFA, a Google, Amazon, Facebook y Apple. Si tenías un ordenador todo era accesible con un clic: hablar con un amigo, escuchar un concierto, comprar todo, pedir comida. Se vive de una manera más cerrada que nunca en el presente y eso es sin duda un gran problema. Hubo personas que tomaron conciencia de esta unión e intentaron escapar, por ejemplo al campo. Es un fenómeno que empieza antes de la covid pero que se reforzó mucho con la covid.
-¿Es este presente peligroso?
-La pregunta es hasta dónde llegará.