La concesión del Oso de Oro de la Berlinale en el filme Alcarràs ha sido recibida con alegría por nuestra sociedad, donde la llegada de buenas noticias es más bien escasa, sobre todo las que tienen que ver con nuestra cultura y su proyección internacional. Que el festival de cine de Berlín otorgara el máximo galardón a una película catalana por su calidad, superior, pues, a todas las demás, originó una satisfacción notable, como de triunfo colectivo y orgullo nacional, más aún al saberse que la película catalana estaba en catalán.
Es ésta una precisión impensable e innecesaria en cualquier otro idioma, pero sí, lamentablemente, en nuestro caso, teniendo en cuenta lo avanzado que está el proceso de sustitución lingüística por el español, en todos los ámbitos. Cuando se oye hablar de una película francesa, alemana, española o inglesa, no hace falta añadir la concreción de película francesa en francés, alemana en alemán, española en español o inglesa en inglés, porque a nadie se le ocurre pensar que puedan estar en otros idiomas.
Sin embargo, el éxito de ‘Alcarràs’ es un éxito múltiple, un triunfo evidente e inesperado de la periferia o, mejor dicho, de las periferias. Empezando por la periferia geográfica. El lugar no es la cosmopolita Barcelona, ni la atractiva Sitges, ni la turística e internacionalmente conocida Costa Brava. La mayoría de compatriotas no han estado nunca en la vida, otros tendrían todavía ahora ciertas dificultades para situar el municipio en el mapa y no serán pocos aquellos que han oído su nombre por primera vez.
Con un pasado de origen islámico, “el cerezo” se ve que significa en árabe el nombre del pueblo, Alcarràs es donde está situado Cal Macià, la masía del siglo XVII perteneciente a la mujer del president Macià, Eugenia Lamarca, hoy necesitada de una rehabilitación urgente. Un municipio de unos diez mil habitantes donde la policía española actuó como tal para impedir el referéndum del 1 de octubre donde más de la mitad del censo electoral acudió a votar y un 92% del que lo hizo por la independencia.
‘Alcarràs’ es también la periferia económica y profesional, dado que el filme no retrata un sector de producción vinculado a la modernidad más estricta, sino periférica, por no decir marginal. No habla de la industria del automóvil, el sincrotrón, el coche eléctrico, las industrias de la cultura, las ‘start-ups’, las ‘smart city’, las ‘fashion week’, los aeropuertos para ampliar o los cruceros de lujo, sino del campesinado, de los melocotones para cosechar, de familias que viven de la tierra y, todo, con unos protagonistas que no son actores profesionales, sino campesinos y gente del pueblo.
En cuanto al cine hecho aquí, en lo que se refiere al instrumento lingüístico empleado en las diferentes películas, ‘Alcarràs’ se sitúa también en la periferia idiomática, dado que el filme no está rodado en español, como la mayoría absolutísima de producciones hechas aquí, sino en catalán, como en la inmensísima minoría. Pero, he aquí otra singularidad, no se trata sólo de periferia idiomática, sino también dialectal, dado que el catalán que aparece con toda su viveza, realismo y espontaneidad es la variante noroccidental de la lengua.
No se trata, pues, del catalán central, vinculado tradicionalmente con Barcelona, este estándar con el que con frecuencia cuesta tanto identificarse, ni tampoco del valenciano o de cualquiera de las variantes insulares del catalán de Baleares, sino de la modalidad dialectal menos conocida de la lengua común, con menos proyección pública, de tal modo que más de uno, gracias a Berlín, habrá descubierto ahora su existencia. Una variante que, por otra parte, será sentida como más de casa, más cercana, por la gente de Andorra, la Franja, las Terres de l’Ebre y el País Valencià y no sólo por los campesinos o labradores de estos lugares.
Salvo la excepción reciente de la calçotada o el hecho casteller, producida en las últimas décadas, los referentes colectivos, los iconos nacionales, el imaginario catalán se había construido a partir de elementos de la ‘Catalunya Vella’, como si éste fuera no sólo el territorio más “nacional”, sino el único digno propiamente de este nombre: Barcelona, Montserrat, la llanura de Vic, el corazón de Cataluña, el Empordà, la Cerdanya, el Montseny, la Costa Brava, la sardana, el Turó del Home, el Puigmal…
Ni tierra adentro, ni más abajo, ni más allá del mar, el país demasiado a menudo parece terminarse en Sitges, pasando por alto, eso sí, el Baix Llobregat. Hay una simplificación pavorosa de la catalanidad referencial, reducida a un ámbito limitado, a la que cuesta mucho imaginar también, como elementos propios de la catalanidad, con categoría de simbólicos, el Montsec o el Montsant, Els Ports o el Delta, la jota o la niebla de Lleida.
La nación real no es sólo la del “nosaltres”, sino también la del “naltros”, el “natros”, el “naltres”, el “noltros” o el “mosatros”, por decirlo de algún modo. Bienvenido sea, pues, el fenómeno ‘Alcarràs’, porque permitirá la visualización de muchas periferias y, ojalá, comporte también su socialización emocional. Un paso importante en la definición de una identidad colectiva realmente nacional, a la que todavía faltan tantos factores de cohesión, intercambio e intercomunicación dialectal, con un mercado cultural sólido e identificable o, al menos, que se le parezca.
(1) Se trata de las diversas formas dialectales del catalán de decir «nosotros».
https://www.naciodigital.cat/opinio/24285/alcarras-triomf-periferia