La Historia es la lucha violenta de unas identidades por ganarse el reconocimiento de las otras. Estos días que ha corrido mucho una portada de la revista Time (1) donde se ve la fotografía de un tanque ruso y se puede leer «El retorno de la Historia», es fácil imaginar que algún medio catalán hubiera utilizado el mismo título sobre las imágenes de violencia del uno de octubre. No importa la magnitud, que ya sabemos que es distinta, sino el hilo conductor que atraviesa Occidente: el fracaso de las democracias liberales para coser las heridas de la Historia.
Hay dos formas de terminar la Historia. Una es el olvido, que puede conseguirse gracias a la combinación entre el genocidio y la eficiencia administrativa sobre la que se han construido los estados modernos. Las democracias pulcras que queremos son el resultado de procesos sanguinarios para homogeneizar una población dentro de un territorio hasta el punto de que se sienta suficientemente igual a sí misma para vivir en paz. No hace falta explicar cuántas lenguas se han tenido que eliminar por Francia. Pero la violencia siempre debe ir acompañada de un cierto grado de prosperidad. Cuando las clases medias aumentan progresivamente su bienestar, los agravios del pasado son menos importantes que la brillante vibración del futuro. Ahora mismo, en China no hay historia porque, aparte de un leviatán de vigilancia y propaganda, todos los días hay un nuevo hijo de campesinos que llega a la ciudad para encontrar trabajo, casa e Internet. Los comentaristas (2) lo comparan con el optimismo cultural que se respiraba en Estados Unidos en las décadas doradas, hasta el punto de que los mileniales chinos están entusiasmados con su programa espacial como si fueran los sesenta. Cuando nos admiramos de que los chinos vuelvan la cara al genocidio de los uigures, podemos preguntarnos cómo vivían los negros cuando el sueño americano iba a toda prisa.
Según la teoría del fin de la Historia de Fukuyama, que precisamente triunfó con la caída de la URSS, el marco capitalista, democrático y liberal debía ser capaz de encajar armoniosamente todas las identidades (nacionales, raciales, de clase, de género), reconociéndolas a través de leyes de memoria, cesiones de soberanías, redistribución de la riqueza, etc., sin tener que terminar nunca en violencia. En Cataluña hemos visto diferentes versiones de esto: la Transición como pacto de olvido, el pujolismo como nacionalismo folclórico o el maragallismo como cosmopolitismo neoliberal. Tal y como sabemos, estos proyectos sólo funcionaban si la identidad catalana podía reducirse a un hecho cosmético sin poder real para autodefinirse y gobernarse ella misma. Cuando el ciclo de decadencia económica comenzó y se encendieron las luces de la fiesta, descubrimos que el catalán había perdido hablantes y una nación se había empobrecido y desempoderado a expensas de la otra. Es decir, que la historia no había terminado nunca. Esto ha ocurrido exactamente igual en sociedades occidentales donde no hay grieta nacional: cada vez más grupos se han ido separando del relato oficial y han construido identidades con un memorial de agravios y unos valores incompatibles con el de los demás. No hay mayor tensión entre independentistas y unionistas que entre demócratas y republicanos.
Podemos leer la fascinación que ejercía Putin y la que despierta la resistencia ucraniana como otros dos episodios del declive del liberalismo. Putin representaba la posibilidad de cohesionar la nación rusa a golpe de Historia, sin la ayuda del vil dinero. Incapaz de seducir las clases medias con un leviatán de eficiencia y crecimiento económico como el de China, o con los derechos y libertades de Occidente, la oligarquía rusa ofreció un cóctel de revisionismo histórico, espiritualismo vacío y demagogia sobre la degradación moral de los demás. Todo el mundo comprendía que era una historia cínica que, como vemos estos días, no lleva a ninguna parte; pero no eran pocos los que envidiaban su capacidad para mantener una identidad a la intemperie. La fascinación absoluta que nos causa la resistencia ucraniana todavía nos retrata mejor: por fin podemos ver una lucha a muerte por entrar en el club de los que no luchan a muerte por nada. En el lienzo en blanco ucraniano proyectamos lo que más nos falta: una motivación trascendental para unos valores seculares.
La fe liberal dice que hay otra forma de terminar la Historia que no es ni el olvido ni el bucle de violencias: el mutuo reconocimiento entre iguales. Gracias a Hegel sabemos cómo se consigue: como nadie sabe ganar bien y los vencedores siempre humillan a los vencidos, sólo el derrotado que se subleva y toma el poder es capaz de recordar lo que ha sufrido y detener la espiral alargando la mano al que antes le oprimía, instaurando un régimen verdaderamente justo. La independencia de Catalunya contenía el atractivo imposible de exagerar de ese tropo cultural. Y no fue, precisamente, un final feliz. Occidente no está siendo capaz de hacer que los derrotados de la Historia se sientan reconocidos dentro del sistema, ni a nivel nacional, ni en el orden global. Los consensos que permitían una alternancia pacífica y legítima están cada vez más malheridos. Con la invasión de Ucrania vemos la lucha por el reconocimiento en su forma más descarnada, pero es la misma lucha por curar las heridas de la Historia que se produce en el interior de todas las democracias liberales, con los resultados que conocemos.
(1) https://twitter.com/TIME/status/1497010566581346307?s=20&t=6aksx7I2ymiOft7SGTPBAQ
(2) https://www.noemamag.com/cultural-optimism-drives-china-upward-and-onward/
https://www.nuvol.com/pantalles/cultura-digital/per-que-no-sacaba-la-historia-238762?utm_source=SUBSCRIPTORS+DE+LA+NEWSLETTER&utm_campaign=91e6c7403d-EMAIL_CAMPAIGN_2020_01_31_08_48_COPY_01&utm_medium=email&utm_term=0_b03a8deaed-91e6c7403d-238273909
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