El triunfo del filme “Alcarràs”, de Carla Simón, en el Festival Internacional de Cine de Berlín, con la consecución del prestigioso Oso de Oro, tiene una dimensión que supera el marco tradicional. Quiero decir que un premio como éste, que para una película norteamericana, británica, francesa, italiana, etc, supone el reconocimiento de la calidad de una obra cinematográfica concreta y nada más, en el caso de una película película catalana tiene un componente simbólico añadido por el hecho de pertenecer a la cinematografía de una nación sin Estado, lo que conlleva recursos presupuestarios recortados, estabilidad vidriosa, déficits de proyección internacional, industria impotente para acoger a todos los profesionales del sector, baja remuneración de quienes consiguen trabajo, fuga de talentos… En otras palabras, si la industria cinematográfica de los estados europeos es precaria, comparada con la de Estados Unidos, imaginémonos a qué extremos llega la catalana, encorsetada por un Estado que no tiene mayor manía en esta vida que invisibilizar a Cataluña.
Por eso lo más trascendente de este Oso de Oro no es que “Alcarràs” sea una producción catalana (eso sólo lo sabríamos nosotros, dado que el cine catalán oficialmente no existe y se lo apropia del cine español), sino el hecho que la lengua de la película es la catalana. Ésta es la pieza clave que hace que el mercado internacional se entere de que el premio lo ha ganado una película catalana. Es la lengua, sí, la lengua. La lengua es como el rostro de una persona, si te paseas con la cara de otro, la gente cree haber visto al otro, no a ti.
Mira por dónde, lo que debería ser lo más normal en las películas catalanas, que es rodar en catalán, en la misma medida que las películas francesas son en francés o las italianas en italiano, resulta anecdótico en nuestra casa por culpa de un provincianismo y de un complejo de inferioridad que hace creer a muchos cineastas que para ser alguien en esta vida debes rodar en español. Y es fruto de esta mentalidad por lo que la inmensa mayoría de los cineastas que se forman en la ESCAC (Escuela Superior de Cine y Audiovisuales de Cataluña) no ruedan sus películas en catalán.
Uno de los problemas de no tener Estado es que las películas sí tienen Estado. A diferencia de lo que ocurre con las letras, que es la lengua, independientemente de la nacionalidad del autor, la que determina la pertenencia de la obra, en el caso de las películas, hablen la lengua que hablen, la pertenencia la determina la nacionalidad de la producción. Pero Cataluña no tiene Estado, y por más que todo el capital de una producción sea genuinamente catalán, tanto el color de su dinero como la acreditación internacional de sus obras, constarán como españoles. Para entendernos: por muy catalana que sea Alcarràs, a efectos oficiales figura como película española. He aquí si es importante la independencia de Cataluña, para que dejemos de vernos obligados a ir por el mundo como si fuéramos menores de edad y necesitáramos un tutor.
Hay, como digo, un provincianismo latente en aquellos cineastas catalanes que se creen cosmopolitas por esconder la lengua catalana rodando en español convencidos de que así llegarán a todos. Es provinciano y ridículo. ¡Qué drama para las cinematografías sueca o danesa si Bergman o Dreyer hubieran sido tan provincianos como ellos y hubiesen borrado su identidad! Lo que hace que una película atraiga al público es lo que dice, no la lengua en la que lo dice. Es su calidad lo que hace que un filme deje huella, no la lengua de sus personajes, que, al fin y al cabo, aparecerán doblados en los países donde hay doblaje y subtitulados en el resto. La renuncia a la lengua catalana, por tanto, no tiene ningún sentido. Más bien delata una gran inseguridad y una flagrante desconfianza en los valores del filme por parte de sus responsables.
La película Alcarràs, de Carla Simón, lleva implícita una espléndida lección de autoestima que esperamos que otros cineastas y productores hayan captado. Se trata de una lección de verdadero cosmopolitismo que comienza por su título. Los autodenominados ciudadanos del mundo se burlarían de un título como “Alcarràs”: ¿“Cómo se puede ir por el mundo”, dirían, “con una película titulada Alcarràs, que es un pueblecito del Segrià de nueve mil habitantes que no conoce a nadie? ¿Cómo rodar una película comercial con unos personajes que hablan un catalán de tierra adentro que no entenderá a nadie porque no es catañol?”. Pues bien, «Alcarràs» ha triunfado porque todo localismo es una parte inseparable de la universalidad, ha triunfado porque es mostrando nuestra identidad, no escondiéndola, como nos integramos en el mundo y lo hacemos rico y diverso.
El acomplejamiento y la desconfianza en las propias cualidades son un lastre muy poco seductor. No es en el cine hispano, sino en el europeo, en donde debemos meternos. Lo que nos hace singulares, lo que nos da visibilidad, hagamos lo que hagamos, es que nunca dejamos de ser quienes somos. Borrar el catalán pensando que así seremos mejor aceptados y que el mundo nos encontrará más universales y atractivos, es grotesco y hace que los demás piensen: “Qué poco valor dan los catalanes a su lengua, que incluso se avergüenzan de mostrarla”.
La lengua nos hace únicos en el mundo, no hay ninguna cinematografía que pueda competir con nosotros en esto. Es nuestra imagen de marca, es nuestro rasgo diferencial y del que deberíamos estar orgullosos. El catalán es la lengua de esta tierra, es la lengua que ha dado nombre a nuestros ríos, a nuestras montañas, a nuestros pueblos y comarcas y a toda la vida que los habita. La lengua catalana es la lengua de este pedazo de mundo al que pertenecemos y que llamamos Cataluña. No renunciemos a ello, cuando hagamos cine; pongámosla en boca de nuestros personajes y hagamos que con sus voces llegue al resto del mundo. Si el cine catalán no habla en catalán, ¿qué cine debe hacerlo?
EL MÓN