El desbarajuste montado a propósito del escaño del diputado Juvillà es de una densidad, una impenetrabilidad y una oscuridad superiores a los misterios de Eleusis. El alborotado intercambio de acusaciones y reproches dentro del independentismo con insinuaciones envenenadas que cruzan el aire como cuchillos fríos es un espectáculo deprimente. Desde la acusación a la CUP y ERC de querer la muerte política de la MHP Borràs, sacrificándola como cabeza de turco de su pecado de obediencia, hasta el gesto generoso de Oriol Junqueras de renunciar a los reproches antes de reprochar a la presidenta Borràs haber agachado la cabeza antes que su predecesor, Roger Torrent. Son dos muestras de la estima mutua entre los dos socios de Govern; una prueba de la unidad independentista, fuerte como el acero.
Todo el mundo está de acuerdo en que el requerimiento de la JEC es una injerencia indebida y un ataque a la soberanía del Parlamento. Sin embargo, no está de acuerdo en la respuesta que debe darse a la agresión. Y este desacuerdo se convierte en el objeto dominante, casi único, del debate político en las redes y medios que, por cierto, no parecen estar en los mejores términos. Toda la obsesión, el tema de los análisis y el eje de las tertulias y entrevistas es averiguar quién ha actuado de buena fe, quién de mala; quién y cuándo comunicó o dejó de comunicar una u otra decisión; quien sabía qué, o decía que sabía; quién pactó qué y cuándo y cómo y por qué.
Hay miles de formas menos pobres de perder el tiempo. El lío de las normas, las interpretaciones, los precedentes, los recursos y contrarrecursos, las votaciones, los quórums, las abstenciones, etc., no lleva a ninguna parte. Y no lleva a ninguna parte porque la cuestión no es cuál sea la respuesta a lo que todo el mundo está de acuerdo en considerar un ataque a la soberanía del Parlamento. La cuestión es que esta soberanía es ficticia en sentido legal, pero no político y, por tanto, el acuerdo general es una pura ilusión.
Ni el Parlament de Cataluña ni el pueblo al que representa son soberanos dentro de la Constitución española, art. 1,2: “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”. Se pueden realizar las logomaquias que se quieran, pero algo está claro como el cristal: en España no hay más soberanía que la del pueblo español, residenciada en las Cortes generales. Esto significa que no hay posibilidad alguna de que Cataluña vea reconocida su independencia dentro de la legalidad española. Insistir en proponerla por esta vía es perder el tiempo y hacerlo perder al prójimo, que quizá sea lo que se pretende.
No existe la vía legal a la independencia salvo una reforma de una Constitución con una rigidez que se diría cadavérica, sin ánimo de ofender a nadie. Prometer que se darán pasos hacia la liberación de Cataluña aprovechando “inteligentemente” unas rendijas dentro del marco legal español sin sufrir sus consecuencias gracias a las habilidades forenses de unos charlatanes es una tomadura de pelo y un abuso de la paciencia de la gente independentista.
El Parlament de Cataluña no es un órgano de representación de la soberanía popular catalana, sino un órgano constituido con poderes atribuidos y, por tanto, delegados por una autoridad superior. Si la cámara tuviera la voluntad de proclamar la independencia unilateral, en cumplimiento del mandato del 1-O, algo que no parece muy probable, el acto sería ilegal, nulo de pleno derecho.
Ilegal, pero no necesariamente ilegítimo desde el punto de vista catalán. El Parlament no es legalmente soberano, pero sí lo es políticamente para la implementación de la voluntad de la mayoría social traducida en mayoría parlamentaria independentista. Y esto se hace proclamando la independencia de Cataluña en sede parlamentaria que es donde consuetudinariamente se produce este tipo de proclamaciones, tanto si cuentan con la aprobación de la metrópoli como si no.
El pueblo de Cataluña es políticamente soberano porque tiene la voluntad mayoritaria de serlo, como dejó claro el resultado del referéndum vinculante del 1-O. El ordenamiento jurídico español excluye de raíz esa posibilidad. La independencia, pues, debe declararse aparte de la legalidad española, como un acto de desobediencia en sede parlamentaria que provoque un conflicto constitucional.
Si el pueblo debe defender el Parlament, el Parlament debe hacerse merecedor, debe encabezar el movimiento popular hacia una independencia que el MHP Aragonés prometió “culminar” en las últimas elecciones. Y que debería ser la etapa final de la larga marcha a través de las instituciones.
EL MÓN