Pues sí, parece que bastante gente ha recuperado de la buhardilla o del altillo las pancartas del «¡No a la guerra!», les ha quitado el polvo y espera con impaciencia la primera oportunidad de exhibirlas por las calles como en los buenos viejos tiempos de 2002-2003, cuando nos manifestábamos tan a gusto contra Aznar y contra la guerra de Irak.
Es necesario admitir que la situación actual no resulta tan diáfana como hace una veintena o una treintena de años. Entonces, la movilización militar occidental en Oriente Medio se hacía para proteger impresentables satrapías petroleras (Kuwait, Arabia Saudita…); y era muy fácil denunciar el descarado trasfondo económico de las operaciones bélicas (aquello tan gráfico de ‘no blood for oil’, ¿recuerdan?); y el trío de Azores invocaba como pretexto para la intervención unas armas de destrucción masiva invisibles y que, encima, resultaron inexistentes… Ahora, en los confines entre Rusia y Ucrania, las cosas son bastante más complejas.
De todas formas, para esa izquierda española –y catalana– a la que le sigue costando admitir que, como experiencia histórica real, el comunismo ha sido un trágico fracaso (en Europa) o un trágico fraude (en China); para aquellos que todavía miran a Moscú con un punto de nostalgia y a Washington con una fobia irredimible; para los que recuerdan con ternura el «¡Otan no, bases fuera!»… Para todos estos se comprende sin dificultad que la suerte de Ucrania resulte indiferente y que –como decía no hace mucho Pablo Iglesias– la ampliación de la OTAN hacia el este parezca una cuestión absolutamente ajena, cuando no una temeraria provocación para con Putin.
Otra cosa es –o debería ser, me parece– la actitud del nacionalismo / independentismo catalán, de todas aquellas personas, organizaciones y sensibilidades que, en 1989-1991, experimentaron la llamada fiebre báltica, celebraron el hundimiento de la orden de Yalta y se reflejaron en la emancipación nacional de estonios y ucranianos, lituanos y armenios. Digo que estos sectores deberían pensárselo un poco antes de correr a empuñar el cartel del «¡No a la guerra!», porque de hecho lo que Vladímir Putin pretende hoy es restaurar en la medida de lo posible el orden de Yalta. Es decir, transformar todos los antiguos territorios más occidentales de la Unión Soviética en un glacis protector de la actual Federación Rusa. Bielorrusia ya es desde hace décadas un siniestro títere de Rusia, ni más ni menos que Vietnam del Sur lo era de Estados Unidos hasta 1975. Ahora se trata de hacer lo mismo con la crucial Ucrania –o al menos de ‘finlandizarla’– , de mantener la coacción militar sobre Moldavia, de atemorizar a los países bálticos, etcétera.
Los dirigentes de Esquerra y Junts, ¿por qué creen que Estonia, Letonia y Lituania, una vez recuperada su independencia, tuvieron tanta prisa por incorporarse a la OTAN? ¿Por fervor atlantista? ¿Porque en lugar de ser ‘gente de paz’, como nosotros, estaban impacientes por involucrarse en alguna guerra? Lo hicieron porque querían, necesitaban una póliza de seguros que disuadiera a Rusia de recuperar por la fuerza su fachada imperial báltica. ¿Y por qué creen que, el día pasado, Tallin, Riga y Vilna enviaron armas de sus modestos arsenales a Kiev? ¿Por ‘ardor guerrero’? No, por temor a un efecto dominó: si Ucrania (un país de la talla de Francia) cayera bajo la tutela rusa, ¿cómo podrían las pequeñas repúblicas bálticas evitar la misma suerte?
Decir todo esto no es querer volver a la Guerra Fría ni cultivar un antisovietismo póstumo; es tener un mínimo conocimiento sobre la historia y la geopolítica de la Europa centrooriental. Al fin y al cabo, la URSS no fue más que un avatar ideológico temporal de aquella realidad multisecular que el general De Gaulle llamó siempre ‘la Russie’. Y el Imperio Ruso pretendió abrirse camino hacia el centro de Europa desde mucho antes de que Lenin o Stalin –o incluso Marx– hubieran nacido. El primer reparto de Polonia data de 1772, los cosacos del zar Alejandro I estaban en París en 1815 y los soldados de Nicolás I ocuparon Budapest en 1849.
El independentismo catalán, pues, debería reflexionar antes de apuntarse cándidamente al «¡No a la guerra!» Porque, en este caso, «¡No a la guerra!» significa dejarle a Putin las manos libres para recolonizar las antiguas posesiones occidentales del imperio rusosoviético. Eso que el dueño del Kremlin reclama (que las repúblicas exsoviéticas sean reconocidas como “zonas de interés vital” de Rusia) es una flagrante versión remasterizada de la infausta doctrina Bréjnev, que establecía la “soberanía limitada” de los países satélites.
Y bueno, ¿este es el tipo de independencia que JxC y ERC querrían para las pequeñas naciones como Cataluña? ¿Una independencia bajo coacción, con un ejército hostil concentrado en la frontera y animando movimientos secesionistas internos, mientras nosotros fuéramos repitiendo que ‘somos gente de paz’?
Huir del simplismo ideológico, pensar y decidir con criterio propio, es siempre una buena política, aunque en ocasiones pueda situarte fuera de circunstanciales ‘mainstreams’. A condición, por supuesto, de saberlo explicar.
ARA