La polémica de la semana pasada sobre la candidatura para representar a España en Eurovisión podría parecer banal. Y sin embargo, resulta más que significativa. La evidencia de que el grupo Tanxungueiras, no sólo era el que tenía la propuesta musical más atractiva, sino que el voto popular debería haber servido para enviarlas a Turín, a ese concurso musical, máximo exponente del kitch europeo, chocó contra el Estado profundo. Porque resulta más que obvio que la intervención del jurado supuestamente profesional alteró, no sólo el resultado sino el sentido común de lograr una buena clasificación en el concurso.
El esperpento valleinclanesco del 29 de enero, con todas las polémicas sobreactuadas de los días posteriores, sí ha dejado al descubierto algo indiscutible. Las lenguas que no son el español, en España, son un tabú. Hay una guerra desatada contra el gallego, el euskera, y por supuesto, el catalán. Cualquier español medio, independientemente de su condición social, nivel de estudios u orientación política se niega a reconocer, en plano de igualdad, lo que en la legislación general, incluida la constitución, aparece bajo el eufemismo “otras lenguas cooficiales”, como si hubiera un terror a llamar por su nombre a catalán, euskera y gallego, como si su simple pronunciación invocara el fantasma de los “enemigos de España”.
De ahí que el nacionalismo español, cuyo máximo exponente político, heredero de la peor versión del lerrouxismo, Ciudadanos, tuvo su razón de ser en la persecución del catalán, su presencia pública y su estatus social. A todo esto, y cualquier lector se habrá encontrado en más de una ocasión, buena parte de los habitantes de la España monolingüe opina con naturalidad que el catalán o el gallego son dialectos, que debe ser cosa “de los pueblos”, que no entienden la manía esta de mantener algo arcaico, que les molesta su presencia pública, y que piden –con mirada exigente– que la clase de una asignatura de la facultad que se imparte en catalán, como el 60% de los grados, se haga en español ‘que así lo entendemos todos’. Ciertamente, existen excepciones individuales honorables, sin embargo, y sólo hace falta remitirse a los medios monolingües o la composición de instituciones representativas, el español tipo Lambán es más frecuente que eruditos como Moreno Cabrera.
No va sólo de la normalizada catalanofobia a pie de calle, de medios y de instituciones. Hace algunos meses, la posibilidad de pedir la oficialidad del asturiano desató una tormenta en el Principado, con la aparición de plataformas contra la oficialidad y unas campañas muy duras protagonizadas especialmente por Ciudadanos y Vox. El intento de normalizar aquella lengua minorizada parecía como una forma judeo-masónica de ‘romper España’. La existencia de un movimiento independentista en Galicia, significativo, aunque en la actualidad minoritario, también ha implicado varias “Operación Garzón” con acusaciones inventadas de terrorismo, encarcelamientos y represión arbitrarias. Esto denota un pánico al que las periferias no españolas, las mismas que otorgaron en la votación popular de Eurovisio los votos a las Tanxungueiras, y que cada vez más se desmarcan del bipartidismo del régimen (hacen de Vox una fuerza marginal, votada mayoritariamente por policías, funcionarios trasladados o inadaptados). En cualquier caso, está claro que laboratorios de ideas como el Instituto Elcano o la FAES describen estas periferias como una amenaza a combatir y a la que es necesario presionar identitariamente. Esto explica también operaciones políticas como las de Ciudadanos, las de Vox, o las del jurado del festival de Benidorm.
Otro episodio muy significativo de estas últimas semanas fue la visita del Borbón a Puerto Rico, donde sin tener en cuenta los elementales principios de la vergüenza ajena, no dudó en defender el modelo español de colonización. Servidor de ustedes que hizo todas las materias de historia de América mientras estudiaba en la UAB podría hablar de las «encomiendas”, una especie de campos de concentración que implicaba el suicidio colectivo de los indígenas, el uso de perros para devorar a los indios que se oponían a su esclavización, el uso intensivo de esclavos africanos (con una esperanza de vida que no iba más allá de los seis años), las prácticas salvajes y los campos en la guerra de Cuba u otras atrocidades que hacen de la “leyenda negra”, pese a Elvira Roca Barea, una versión infantil de una realidad aún más abominable. En un momento en que las antiguas potencias coloniales, quizás con mayor hipocresía que sinceridad, hacen autocrítica y piden perdón sobre el pasado imperial (lo ha hecho la monarquía británica, o los estados de Francia, Portugal Holanda o Alemania), las palabras del monarca español, o bien son fruto de una ignorancia suicida, o bien son un obsequio para Vox, que por ahora parece el depositario del nacionalismo español militarista y rancio del siglo XX, y depositarios del reaccionarismo tradicional español.
De hecho, la historiadora Gemma Torres, recientemente publicó un libro imprescindible, ‘La virilidad de España en África. Nación y masculinidad en el colonialismo en Marruecos (1880-1927)’ donde explica la articulación del nacionalismo español moderno a partir de su fracaso colonial, primero a inicios del siglo XIX, cuando pierde la mayor parte de su imperio a partir de su fragilidad política y militar, y sobre todo, cuando pierde de forma vergonzosa Cuba y Filipinas en 1898, después de chocar con la realidad de su subdesarrollo económico y social. La manifiesta inferioridad española y la condición de potencia de segundo orden generó una necesidad de reivindicar un papel entre las distintas potencias coloniales europeas y vio en Marruecos la posibilidad de redimirse.
Allí, un núcleo de militares, los mismos que habían perdido por goleada frente a los estadounidenses generaron una ideología reaccionaria que veía en el control colonial de Marruecos una especie de masculinidad agresiva, que hacía considerar como inferiores, no sólo a los marroquíes, sino también aquellas propuestas alternativas de identidad: gallegos, catalanes, vascos, que pasan a ser considerados enemigos. Porque, de hecho, este tipo de nacionalismo acomplejado, se fundamenta sobre la supremacía de la España de raíz castellana, que pretende también tratar a sus propios ciudadanos y disidentes, como a la población subyugada de las colonias norteafricanas. Ésta era la idea del falangismo, y esa es la idea que pervive entre buena parte de los españoles monolingües.
Y llegamos aquí, donde el nacionalismo español no ha cambiado mucho desde la época de militarotes al puro estilo Primo de Rivera o Franco. Un supremacismo como sublimación de una profunda sensación de fragilidad. Pese a que haya un esfuerzo bastante grande, y con gran cantidad de recursos (la industria audiovisual, sin ir más lejos), la realidad es que el Estado profundo parece sentir terror por tres chicas con panderetas, cantando en gallego. Un hecho así es contemplado como una mancha en la continuidad de la hegemonía español-castellanocéntrica. Y, la realidad, más allá de la propaganda, es que en los últimos cuarenta años, la España monolingüe castellana (aunque alguien se me cabree, esto incluye las Castillas, Cantabria, La Rioja, Andalucía, Extremadura, Murcia y un Aragón prácticamente asimilado) ha puesto la mayor parte de los huevos en la cesta de Madrid, cada vez hace más evidente un desequilibrio territorial.
La fortaleza de la capital, con ansias de hacer un París, aunque con estilo de México DC, en realidad ha propiciado una desertización demográfica, económica, social y cultural, que ha desestructurado la propia nación española (quizás con la excepción de una Andalucía costera más dinámica). La España vaciada es la consecuencia de un Madrid grande que, a partir de las políticas estatales, se ha convertido en un agujero negro con peligro de colapso, que puede parecer muy fuerte y poderoso, y que sin embargo, ve cómo la periferia se le rebota. El autoritarismo rancio que desprecia y discrimina a los más de quince millones de ciudadanos que no tienen el castellano como única lengua, además de las áreas geográficas más dinámicas, muestra una profunda y casi freudiana fragilidad. En el fondo, España no ha superado el desastre del 98.
EL MON