un febrero de 1894 cuatro hombres caminaban por la plaza del Castillo de Iruña, cubiertos con gabanes de lana. El ambiente era frío peo en sus corazones latía una urgencia de calurosa rebeldía y festiva resolución. Presenciaron de niños la Guerra de los Cinco Años, sufrieron su derrota, 1876, padecieron destierro por la ideología carlista familiar, en el que se hicieron amigos. Formaban parte de una generación desvalida sin la coraza del Fuero. Eran Estanislao Arantzadi Izkue y Daniel Irujo Urra, cuñados, de Lizarraldea, Koldo y Sabino Arana Goiri, hermanos, de Abando, Bizkaia. Mantenían el propósito de allegarse a Castejón, en la soleada Ribera Nabarra, antaño camino real a Madrid, entonces novedosa estación ferroviaria, para recibir a la comisión de representantes nabarros que lidiaron en las Cortes un digno combate jurídico e histórico, tratando de salvaguardar el control de la hacienda local, residuo último del auto gobierno perdido.
Encabezaba el Gobierno de España, Práxedes Sagasta y su ministro de Hacienda, Germán Gamazo, desde una óptica centralista y con afán recaudatorio, manotear la Ley Paccionada de 1841, logro único de la Guerra de los Siete Años. Antonio Cánovas, presidente de las Cortes, intentó apañar el asunto en 1877 tras la siguiente derrota bélica, aceptando Madrid un Concierto económico que sin gustar a la descalabrada por vencida Euskal Herria (muerta parte de su juventud en el campo de batalla, exiliados los otros, epidemias agudizadas por el conflicto) lograba mantener al menos tal prebenda. Gamazo, como políticos actuales, detestaba semejante excepcionalidad, ignorando que el régimen foral procuraba cierto bienestar, controlando la corrupción, aportaba fielmente su tributo al estado central, pese al arrollador y salvaje capitalismo de finales del S.XIX. La idea era, sigue siendo, tabla rasa aunque sea para peor.
La repulsa popular, ante semejante desmán, comenzó en Gasteiz, se extendió a Bilbao y Donosti, donde hubo disturbios, y se concentró en Nabarra. En el Fuerte Infanta Isabel, Obanos, el alzamiento cuartelero del sargento López Zabalegi, al grito Vivan los Fueros, fue sofocado, logrando escapar López vía Valcarlos, ayudado por Arantzadi. La Diputación y el diario El Eco de Navarra, la ciudadanía en general, condenaron el delirio bélico –que llevaban casi un siglo en ese padecimiento–, prevaleciendo el propósito de manifestación pacífica y multitudinaria como la del 4 de junio de 1893, Plaza del Castillo, donde gentes de todos los estamentos sociales, vitoreaban a Navarra, sus Fueros y Diputación Foral. A poco se publicó El libro de honor de los navarros con 120.000 firmas de hombres y mujeres mayores de edad (se estima la población de Nabarra por ese tiempo en unos 300.000 habitantes), disidentes con las pretensiones de Gamazo, cuya pretensión fue abortada por la inminente guerra de Cuba, golpe final al imperio español de ultramar.
Regresaba sin mas éxito que su buen hacer, la Comisión de diputados, parlamentarios y prohombres nabarros. Acudían a homenajearlos por su labor y valentía, miles de nabarros y nuestros cuatro hombres. Castejón rebosaba de gente: algunos hicieron caminata, otros se transportaron en autobuses, coches y trenes. Los ayuntamientos exhibían su estandarte, bordados para la ocasión, testimonio de su presencia. Se celebró misa. Se cantó como himno popular, el Gernikako Arbola, zortziko del bardo Iparragirre, militante de la guerra carlista. Arturo Campion, político y escritor, pronuncio un discurso que estremece hoy al leerlo: «… Aquí estamos los diputados nabarros cumpliendo la misión tradicional de nuestra raza, que tanto en la historia antigua como en la moderna y aún contemporánea, se expresa con el verbo resistir… Aquí estamos escribiendo un capítulo nuevo de esa historia sin par que nos muestra a los baskones defendiendo su territorio, su casa, su hogar, sus costumbres, su idioma, sus creencias, contra la bárbara ambición de celtas, romanos, francos, árabes y efectuando el milagro de conseguir por luengos siglos su nacionalidad diminuta a pesar de todos…».
Nuestros cuatro hombres lucían en las solapas, insignias colores y símbolos, preámbulo de lo que al poco en Bilbao tomó forma: la ikurriña, elaborada por Sabino Arana, que en menos de diez años ondeó como enseña de los vascos en el país y en el mundo. Bordó el boceto Juan Irujo, esposa de Arantzadi, quien iba aclarando aquello tan vanguardista para los carlistas de su generación, Fueros sin rey. Sabino Arana propugnaría poco después Jaungokoa eta lege zarra, acorde a la religiosidad de su época. Daniel Irujo iba preparando su defensa, consciente de lo que vendría a su generación y a la siguientes ya que eran revolucionarios de una vieja idea. Querían seguir siendo como habían sido: hombres y mujeres de acuerdo a su Ley. No súbditos. Cada uno, comandaba el Fuero, era igual al rey, todos, mas que un rey.
En la alborada de Castejón un cantor, José Jarauta, agricultor conocimientos históricos, poseedor del don de la canción y de la representación teatral, al calor de los sucesos que conmovían a su pueblo, escribió en un cuaderno de 38 hojas su Paleotado de Monteagudo, que incluía introducción, primer diálogo, monólogo del diablo, victoria del ángel, introducción al paloteado y paloteado. En la segunda parte introduce el Gernikako Arbola y un discurso foral cuyas estrofas se han cantado entre nosotros, síntesis de la Gamzada, representando el anhelo que hubo entonces y el que nos mantiene, con fuerza resistente: «…Vivan las cuatro provincias/ que siempre han estado unidas/ y nunca se apartarán aunque Gamazo lo diga…».
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