En diciembre, Der Spiegel hizo una entrevista interesantísima, traducida al catalán y publicada poco después por el semanario ‘El Temps’ a Francis Fukuyama. Para los lectores no ‘boomers’ (1), Fukuyama fue uno de los politólogos y personajes públicos más influyentes de la década de 1990. ¿Su principal mérito? Con la publicación de un artículo académico, fruto de una conferencia en la revista ‘The National Interest’ en el verano de 1988 vaticinaba la caída del comunismo y anunciaba una era en la que la economía de mercado y la democracia liberal se convertirían en el paradigma universal y hegemónicoen las décadas a seguir. El artículo tenía el título “El fin de la historia”, que daba a entender, de acuerdo con la visión dialéctica hegeliana, que este modelo liberal se convertía en la verdadera culminación de la historia, frente a la equivocada concepción marxista que consideraba el socialismo como destino inexorable de la humanidad.
Fukuyama se convirtió en una estrella entre los sectores neoliberales dominantes en la administración y las finanzas estadounidenses durante la década de 1990. Le invitaban a todas partes, su tesis era saludada como una verdad absoluta, sus ideas eran las que querían escuchar las grandes fortunas globales, y los conservadores veían en su artículo, ampliado cuatro años después a un libro muy grueso, como una especie de texto bíblico que confirmaba sus anhelos, mientras que paralelamente, la izquierda marxista entraba en descomposición a una velocidad similar a la que caía el muro de Berlín y el antiguo bloque oriental, sometido a una doctrina de choque que explica en buena medida el actual resentimiento del pueblo ruso. El propio Fukuyama contribuyó también a constituir, como ideólogo, el movimiento ‘neocon’ de aquella década concentrado en desmantelar las políticas de bienestar y en arrastrar el mundo global hacia la santísima trinidad de la desregulación, la privatización y los recortes presupuestarios.
Ciertamente, Fukuyama se desmarcó de estas ideas en los primeros años del siglo. De hecho, a lo largo de las últimas décadas ha hecho un gran esfuerzo por deshacerse de su propia herencia ideológica. Las consecuencias de las políticas neoconservadoras resultaban moralmente inaceptables con base en la profundización de las desigualdades, con la consecuente degradación de la democracia. Ahora es un detractor de Trump, al que considera un oportunista y populista peligroso, que ha perdido el control del monstruo que él mismo contribuyó a crear (y que vimos en acción durante la toma del Capitolio), y percibe que las políticas neoliberales se han llevado tan al extremo que han destrozado los nexos sociales o el sentido de comunidad, poniendo en peligro la propia democracia.
Sin embargo, en la entrevista, el politólogo nacido en Chicago, y de origen japonés, se muestra también muy preocupado por la deriva de la izquierda en su país, muy en la línea de lo que están transmitiendo varios observadores de todo el espectro político. Fukuyama hace referencia a lo que se ha venido a denominar la izquierda “woke”, que es un término, ya existente hacia la década de 1930, que se remite a la lucha contra el racismo, y que en los últimos tiempos se ha ampliado a otros ámbitos como las cuestiones relativas a las discriminaciones vinculadas a las opciones sexuales o de género. En otras palabras, lo que el politólogo describe, y esto es algo que puede detectarse claramente en Estados Unidos, aunque se está extendiendo por todas partes, es la deriva identitaria de una parte sustancial de la izquierda, que abandona la clase social como categoría, o la ausencia de igualdad de oportunidades como agravio y que pasaría a centrar sus esfuerzos en reinventarse de cualquier modo imaginable, en reivindicarse como constelaciones de grupos discriminados con base en distintas categorías vinculadas a la edad, la inteligencia, el aspecto físico, las opciones sexuales, y por supuesto, el color de la piel. En otras palabras, que se abandona la aspiración liberal a la igualdad para adentrarse en el mar de las definiciones como gay, afroamericano, LGTBI, y en centrar su ira, no tanto en contra de la desigualdad de la renta, el injusto reparto de la riqueza, el desigual acceso a la cultura, sino contra lo que consideran la fuente del mal absoluto. Un mal absoluto que se suele definir como hombre, blanco, heterosexual, de mediana edad, y otras características que le identifican como el opresor ‘per se’. O lo que es lo mismo, el bien y el mal no tienen que ver con las buenas o malas acciones concretas, sino por “ser” una cosa u otra. Un blanco es racista por naturaleza. Un afroamericano o un latino es víctima por naturaleza. Sin matices, sin pruebas, sin tener en cuenta las circunstancias concretas.
Si bien es cierto que existe un pasado de explotación colonial, de racismo, de crímenes abominables, de discriminación, y que esto todavía tiene consecuencias perdurables, esta ira a menudo lleva a tomar decisiones inverosímiles, e incluso contraproducentes para los colectivos que afirman defender. Fukuyama explica el caso de algunas escuelas de California, que presionadas por estos grupos, han simplificado los currículos, por ejemplo, de matemáticas, «porque al alumnado afroamericano o latino le resultaba muy difícil», lo que se traduce con la renuncia al principio de «igualdad de oportunidades» y que provoca una fuga de familias con mayor capital cultural hacia escuelas que optan por currículos que les puedan favorecer en ulteriores carreras profesionales, y que, por otra parte, también generan un creciente rechazo entre personas que antes simpatizaban con ideas progresistas. De hecho, las simplificaciones curriculares que se están llevando también en Cataluña, con la intención de incrementar la tasa de graduación en un sistema fuertemente segregado, también parece que va por ahí. Y, efectivamente, esto se traduce en un incremento de las tasas globales de graduación, que contrasta con que las empresas, cuando quieren contratar a alguien, ya no miran las calificaciones, sino las escuelas a las que los aspirantes han ido.
En cualquier caso, nos encontramos con una izquierda que antes centraba su discurso y su agenda en el concepto de clase social, y hoy lo relevante es formar parte de una minoría étnica o una opción sexual o de género –en su propia terminología– “no normativa”, que abandona la globalidad o una alternativa al mundo desigual propiciado por el capitalismo para abrazar una dinámica de intereses de grupos, a menudo cerrados, dogmáticos y obsesivos. Y esto se acaba traduciendo en una susceptibilidad extrema y una agresividad contra todo aquél que disiente de sus teorías. De hecho, los campus universitarios de Estados Unidos se han convertido en un campo lleno de minas, donde varios profesores han sido presionados, y a menudo despedidos después de que algunos de los alumnos los hayan denunciado por no utilizar los pronombres personales como ellos quisieran, porque discrepan de sus teorías, o porque no han contextualizado correctamente algunas obras literarias o históricas que les parecían ofensivas para uno u otro colectivo. De hecho, la reciente gala de los globos de oro ha terminado de forma semiclandestina después de haber sido denunciada por la “poca inclusividad” del acto y de los nominados. De forma muy significativa, estos ataques, que rápidamente se convierten en acoso, boicot y demandas de cancelación, se han producido en contra de la escritora J.K. Rowling, la creadora de Harry Potter, cuando afirmó en un tuit que no compartía el principio de autodeterminación de género. Unos ataques que recuerdan directamente a la inquisición. Una inquisición de izquierdas.
Fukuyama, que no es un santo de mi devoción, como buen y cauto pensador considera que esta deriva representa la renuncia a conocer e identificar las razones profundas y complejas de la injusticia y la discriminación. La atribución de todos los males a una monocausa (el racismo, la transfobia, el machismo,…) puede confortar emocionalmente a determinados colectivos, sin embargo no aporta soluciones, y por tanto, genera tanto una frustración creciente que lleva a esta izquierda identitaria hacia un callejón sin salida y contribuye a una polarización social que es evidente en Estados Unidos y se está extendiendo al resto de occidente en progresión geométrica. El problema es que, a partir de estas premisas, en gran medida herencia del pensamiento posmoderno y las teorías de Michel Foucault, ha pasado de montar guerras culturales a lo que cada vez recuerda más a unas guerras de religión. Porque, efectivamente, ya no hablamos de ideas, sino de fe y creencias.
(1) https://www.nobbot.com/redes/que-es-boomer-ok-boomer/#:~:text=Son%20los%20nacidos%20entre%20mediados,a%20la%20Segunda%20Guerra%20Mundial.
EL MÓN