Vladimir Putin quiere recomponer total o parcialmente la Unión Soviética que Gorbachov y Yeltsin empezaron a desmantelar
Éramos unos cuantos periodistas compartiendo mesa con Boris Yeltsin en el clásico restaurante Finisterre de Barcelona el 29 de abril de 1990 con ocasión de una visita relámpago que el entonces diputado Yeltsin efectuó a Barcelona. Iba a participar en un programa sobre Gorbachov en TV3, donde iba a ser entrevistado por Josep Cuní.
En aquel célebre altillo del Finisterre recuerdo a Jaume Arias, Joan Granados, Lluís Prenafeta y tres o cuatro periodistas más. Era domingo. Josep Cuní le entrevistó el lunes en Catalunya Ràdio y de forma precipitada se sintió indispuesto y fue ingresado de urgencia en el Hospital de Barcelona, donde fue operado de una hernia discal. Permaneció ingresado unos cinco días y Cuní no pudo llevarle a TV3 porque se fue a Moscú con prisa.
Me pareció una cena muy intensa. Por lo mucho que habló, por las duras críticas a Gorbachov por su lentitud en otorgar la independencia a las repúblicas no rusas de la Unión Soviética y por la abundancia de vinos y espirituosos que consumía el personaje. Cuando, al final, le pedí que me dedicara un libro autobiográfico editado en inglés, Against the grain, rasgó con su pluma mi nombre, su firma y la fecha.
Lo interesante de la cena fue la facilidad con la que iba concediendo independencias si llegaba a suceder a Gorbachov, al que traicionó a pesar de haber sido promovido por él. Enumeró casi todas las 14 repúblicas que se escindieron de la URSS a partir de 1991 y recitaba los nombres de Moldavia, los países bálticos, Armenia, las hoy repúblicas de Asia Central, Bielorrusia y demás países que en un tiempo récord se desgajaron de la URSS. Tímidamente, le planteé lo que pensé que era la cuestión clave: ¿Y Ucrania? Ucrania, también, respondió tajante y resolutivo.
Pensé que la retórica había calentado la mente del personaje porque históricamente la relación de Kíev con Moscú, salvando naturalmente las distancias, era la misma de Aquisgrán para el sacro imperio románico germánico, es decir, indestructible.
La herida de la amputación de Ucrania de Rusia no ha cicatrizado. Gorbachov no tenía intención de desmembrar el imperio soviético. Lo cuenta muy bien Rafael Poch en su libro La gran transición, en el que relata el vuelo que compartió con Gorbachov desde Crimea hasta Moscú y cómo Yeltsin se hizo con el poder subido en un tanque y protagonizando un golpe de Estado en agosto de 1991.
El imperio zarista, heredado por Lenin a pesar de haber denostado lo que él denominó la cárcel de los pueblos, se desintegró sin disparar un solo tiro. Cayó como un castillo de naipes. Gorbachov y Yeltsin fueron los autores políticos de aquel derrumbamiento. Liquidaron una dictadura para dar paso a un régimen oligárquico y muy autoritario.
Putin, a sus 69 años, quiere pasar a la historia por haber corregido lo que él mismo ha calificado como la mayor catástrofe de la historia en el siglo XX: la desintegración de la Unión Soviética. No ha cedido con Chechenia, dio un zarpazo a Crimea en el 2014, ha ocupado prácticamente las dos provincias de cultura rusa de Ucrania, ha enviado tropas para pacificar Kazajistán y puede aprovechar las divisiones internas en Estados Unidos y Europa para practicar la política de hechos consumados. Occidente protestará e impondrá sanciones. Pero, ¿estamos en los preliminares de otra guerra en Europa? Es improbable. Tampoco nadie lo pensaba en 1914 ni en 1939. Rusia está herida y Occidente está cansado. Todo puede ocurrir.
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La Vanguardia