La autoestima es la actitud que procura conocer el pasado colectivo, que no esconde sus errores ni disimula sus defectos, pero que, sobre todo, ama al país y no le da ninguna vergüenza reconocerlo, ni le produce esfuerzo alguno decirlo. Como actitud, procura acentuar positivamente y valorar constructivamente todas las posibilidades que tenemos, como nación y como sociedad, de no pasar desapercibidos en el resto del mundo, e incluso aspira a desempeñar un cierto papel líder en algún ámbito. Desde la derrota, la queja, el desprecio o el autoodio ni se adelanta ni se construye. Desde la voluntad tenaz de progresar y mirar hacia adelante, sí. Y toda autoestima comienza, siempre, por el autorrespeto. Si los catalanes no respetamos nuestro país, con hechos y palabras, no es imaginable que lo hagan desde fuera.
El catalanismo, el patriotismo de los catalanes, ha mirado siempre al mundo entero. Y ha buscado su sitio. Nada más alejado del provincianismo cultural, el autismo político, el separatismo del resto del universo, porque el proyecto nacional catalán es moderno y cosmopolita de nacimiento. Siempre hemos tenido un interés manifiesto por el exterior, viajamos por todas partes, y, vayamos a donde vayamos, siempre encontramos algún catalán, haciendo turismo, trabajando, cooperando, investigando. Sabemos idiomas, dos para empezar además del nuestro (español o francés, según el territorio), nos sentimos atraídos y cómplices de lo diferente, con una clara simpatía hacia grupos étnicos o nacionales minorizados y somos conscientes de que el mundo comienza aquí, pero que no acaba aquí.
En naciones de nuestro tamaño existe una apertura mental y una amplitud de horizontes constatable, resultado de la conciencia de nuestra magnitud real, mucho más elevada que la que se encuentra en países que cuentan los habitantes por decenas de millones, el territorio por decenas de miles de kilómetros y donde la mayoría se cierra y se limita a saber una sola lengua: la suya. Lástima que cierto cosmopolitismo, ‘progre’ o tampoco, haya confundido el interés por los demás, la simpatía por la diferencia, la complicidad con ciertas causas colectivas, con el desinterés por nosotros, la antipatía por nuestra identidad nacional y el autoodio por nuestra causa de libertad como pueblo diferenciado.
Tenemos una cultura de la solidaridad profundamente arraigada en nuestros hábitos colectivos y que pulveriza todos los tópicos españoles, perversos y falsos, y los prejuicios habituales sobre nosotros. Y una solidaridad que se manifiesta en el apoyo a iniciativas como el gran recaudo (1) y el Banc dels Aliments, el voluntariado -incluido el lingüístico-, la donación de órganos y mediante todo tipo de asociaciones de apoyo a las causas más variadas, desde el Sáhara al Kurdistán, o junto a organizaciones internacionales también solidarias, de Unicef a Amnistía Internacional. Y las Maratones de TV3 obtienen un éxito considerable, muy por encima de iniciativas similares en países de un peso demográfico más que superior.
Somos más ‘ciudadanos del mundo’ muchos catalanes que muchos británicos, norteamericanos, españoles o franceses, justamente porque nosotros tenemos necesidad de mirar más allá de nosotros. Y, a menudo, tenemos un conocimiento del mundo superior al suyo, instalados en una ignorancia notable de todo lo que no es su inmediatez, mientras reducen la riqueza del patrimonio cultural y lingüístico universal sólo a su lengua y cultura, desconociendo otras, por lo que son analfabetos en todas las lenguas del mundo, salvo la suya. Establecidos en su monolingüismo excluyente, teorizan sobre las bondades del bilingüismo y dan lecciones de multilingüismo a los que hablamos más de un idioma.
La sociedad catalana tiene un sistema de valores y formas de vida que nos singulariza como pueblo, como la voluntad de continuidad, la sensatez, la medida y la ironía, en palabras de J. Ferrater Mora. Pero también el trabajo, la ética de la responsabilidad, la creatividad, la imaginación, el trabajo bien hecho, el rigor, la constancia, la autoexigencia, el esfuerzo individual, la iniciativa de la gente, el ahorro, el huella emprendedora, la cultura industrial, el asociacionismo… Somos un país amante de la libertad y de espíritu abierto, lo que nos aleja del autoritarismo político y el estatismo ultraintervencionista y controlador, fragmentos de una vieja memoria libertaria, siempre latente. Es muy diferente pasear por una capital de Estado donde los grandes edificios son todos oficiales que hacerlo por la capital de un país donde las construcciones más emblemáticas son resultado del esfuerzo de la iniciativa privada y la ilusión de la gente.
Como país no aceptamos que la desdicha del pasado debiera ser nuestro destino futuro, porque éste sólo dependía de nosotros mismos. No nos cebamos en las derrotas sufridas, sino en la memoria de la tenaz recuperación, de la reconstrucción colectiva, de la voluntad de un nuevo renacimiento como pueblo, modernizador e inclusivo para todos los orígenes, con voluntad de superar obstáculos y rehacernos de adversidades. No nos resignamos, ni damos por vencidos, sino decidimos ser protagonistas de nuestro mañana y no víctimas pasivas del futuro sin horizonte hacia donde otros, por dejadez irresponsable, interés obsceno o simple ineptitud política, nos han querido empujar.
La Mancomunitat se esforzó por hacer del país una «tierra estructurada”, un país urbanizado y electrificado, con carreteras y ferrocarriles, teléfonos y bibliotecas, potenciando las enseñanzas técnicas, el acceso de la cultura y la sociedad catalanas a la modernidad y las conectó a las vanguardias de la época. La Generalitat republicana reforzó el sistema educativo y adoptó medidas sociales de las más avanzadas del continente. Y, en pleno franquismo, lideramos la pasión por la libertad, el compromiso con la industria y la identificación con la Europa de la democracia, la cultura y el progreso.
Joan Fuster decía que «Catalunya, los Països Catalans, somos una aglomeración sucesiva de gente que, finalmente, hemos decidido ser catalanes». Gente venida de todos los continentes, a los que debemos dar la oportunidad de incorporarse plenamente a una sociedad concreta, autocentrada, abierta, dinámica, inclusiva, orientada al futuro y ligada estrechamente a las libertades. Más allá de la diversidad de orígenes tenemos la posibilidad de construir y compartir el futuro que queramos. Felizmente, no somos una raza, sino una cultura con un vehículo claro: la lengua. Y una lengua puede aprenderse. Y los valores de siempre, también patrimonio a disposición de los nuevos conciudadanos, pueden verse enriquecidos y reforzados por los que acompañen a los nuevos compatriotas y que, sumados a los que ya teníamos, nos hagan sentir orgullosos de nuestro país, serenamente, sin ninguna tentación de superioridad colectiva sobre otros pueblos, pero sí con toda la firmeza nacional. Un pueblo capaz de la hazaña del 1 y el 3 de octubre se hace merecedor por completo de respeto y autoestima.
(1) https://www.granrecapte.com/
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