El debate y la acción política, más que ceñirse a su dimensión racional, a los hechos y a la evaluación objetiva de las decisiones que toma -como sería de esperar-, cada vez más deriva hacia sus dimensiones emocionales. Los actores políticos quieren responder a “lo que ‘importa’ a la gente”, es decir, satisfacer nuestras manías subjetivas más que atender a “lo que ‘necesita’ la gente”. Y la ideología política, en el sentido fuerte, se va disolviendo ahogada por un abrumador sermoneo moralizante. La acción política, a menudo, parece propia de unas Hermanitas de la Caridad, eso sí, antisistema. Y los liderazgos se convierten en las direcciones espirituales que ahora llamamos ‘coaching’.
En medio de esta escalada retórica que habla más de felicidad que de bienestar, más de proteger a los vulnerables que de crear riqueza, más de entrenar emociones que de transmitir saberes, más de garantizar los derechos individuales que de hacer cumplir los deberes e intereses colectivos, el tono moralizador se impone con unos aires de superioridad que pueden llegar a hacerse irrespirables. Ahora es más habitual encontrarlo en una izquierda empoderada y políticamente hipercorrecta, tal y como antes había sido patrimonio de una derecha conservadora y ultrabienpensante. Pero, al fin y al cabo, se trata de un mismo moralismo que se cree con el derecho a obligar a todos.
Sin embargo, hay que ir alerta de que de la crítica legítima a los excesos de la superioridad -si no supremacismo- moral con la que se presentan determinados discursos políticos no se vaya a parar a un relativismo moral que niegue la posibilidad de defender la bondad de las propias ideas y prácticas. La superioridad moral es particularmente dañina cuando se convierte en desconsideración hacia las posiciones discordantes, y sobre todo si pretende imponerse autoritariamente. Para entendernos: los padres tienen el derecho y la responsabilidad de defender y transmitir su manera de entender el mundo a sus hijos, al igual que después deben respetar la evolución propia de los hijos a medida que se hacen mayores. Convicción y respeto no deberían ser contradictorios.
Quiero decir que se tiene todo el derecho a considerar que una determinada concepción de la vida y su traducción en unas prácticas sociales, en una moral, no sólo son legítimas, sino que son mejores que otras alternativas. Digo ‘mejores’, pero no ‘superiores’. Porque si digo que mis prácticas son ‘mejores’, debo poder defender en qué sentido lo son, por qué razones sus consecuencias para la vida social son preferibles a otros estilos de vida. En cambio, si las considero ‘superiores’ esto me ahorra justificar su valor y entonces es casi imposible no caer en la tentación autoritaria.
Así pues, del análisis precedente creo que se pueden sacar tres conclusiones. En primer lugar, sería de agradecer que el debate político y social pusiera en un lugar preferente los hechos y la correcta evaluación de las consecuencias de sus decisiones, antes de dedicarse a moralizar. Ya se sabe que el infierno está empedrado de buenas intenciones… En segundo lugar, debería contenerse el actual moralismo político emocionalmente sobreactuado. Es necesaria una moral menos arrogante y más reflexiva, sometida a una ética bien fundamentada y capaz de ser puesta a discusión. No basta con apelar a las desigualdades, a los desvalidos, a las víctimas de todo tipo de injusticias para justificar cualquier acción política pretendidamente reparadora. Éste es un recurso fácil. Es necesario que la forma de atender las necesidades sea éticamente digna y a la vez socialmente eficaz.
Finalmente, es fundamental que los poderes públicos no traspasen los límites de dónde termina su legitimidad para imponer estilos de vida. Los gobiernos no están para hacernos felices según su ideología y a decretazo. Es cierto que las fronteras no siempre están claras, pero por eso hay que ser cuidadosos y exigentes para impedir las intromisiones que ahora mismo vulneran la libertad personal.
ARA