Hay algo que se nos escapa. Cuando entramos en casa y pulsamos el interruptor se abre la luz, observamos fusiones de agujeros negros en el Universo remoto y sabemos que la humanidad forma parte de un vasto linaje a lo largo del cual hemos convivido con otras especies humanas. Pero más allá de los ámbitos de la ciencia básica que todavía no entendemos del todo (o nada), como la energía o la materia oscuras, a medida que aumenta la complejidad de un sistema se reduce su comprensión. Se ha dicho muchas veces que el cerebro es el objeto más complejo del Universo y, por tanto, sería también el menos comprendido. Pero si se juntan ocho mil millones de cerebros sale un compuesto aún más complejo e incomprendido: la sociedad humana.
¿Cómo se puede entender este grupo de organismos capaz de erradicar una enfermedad como la viruela y permitir que seis millones de niños mueran cada año como consecuencia del hambre, capaz de recrear el inicio del Universo en un anillo subterráneo y arrasar una ciudad de 400.000 habitantes con una sola detonación? Se pueden formular tantas preguntas de este estilo como se quiera, pero para darles respuesta es necesario un esfuerzo que amplifique el potencial humano para obtener conocimiento objetivo sobre el mundo, es decir, es necesario ampliar lo que llamamos ciencia. La empresa es colosal, por supuesto. Reimpulsar un corpus metodológico que funciona tan bien cuando se aplica a sistemas simples como un péndulo que cuelga de una cuerda, pero que se tambalea cuando se utiliza para estudiar las neuronas de un caracol no es poca cosa. En la persecución de este ideal grandioso se puede encontrar lo que Roberto Bolaño calificaba a la también colosal ‘2666’ de auténticos combates contra lo que nos atemoriza a todos, sangre, heridas mortales y fetidez.
Uno de esos combates lo libró el biólogo Edward Osborne Wilson, fallecido el pasado 26 de diciembre a los 92 años. Su obra es un verdadero ‘tour de force’ intelectual para sacar el entramado de la naturaleza humana que, al fin y al cabo, como todas las propuestas intelectuales trascendentes, parte de una idea muy simple: la humanidad no puede entenderse sin su historia, pero la historia no tiene sentido sin la prehistoria, y la prehistoria carece de sentido sin la biología. Wilson sugería, por tanto, una imbricación de las ciencias naturales en las humanidades para incluir los procesos cognitivos que unen la literatura y la religión, para relacionarlas con la naturaleza hereditaria humana y entenderlas a partir de un origen prehistórico dominado por las fuerzas de la biología. Y en la biología, tal y como apuntaba el genetista ucraniano, Theodosius Dobzhansky, nada tiene sentido si no es a la luz de la evolución, un proceso que muchas veces funciona, de nuevo, con un mecanismo sencillísimo que selecciona las mejores adaptaciones al medio. Cuando, tal y como hizo Wilson, se utiliza la evolución para explicar la sociedad humana, se descubre un conflicto entre la selección de grupo, que favorece a los grupos cohesionados en los que predomina el altruismo y la colaboración, y la selección individual que beneficia los comportamientos egoístas y competitivos. La humanidad, por tanto, es el fruto mestizo de dos fuerzas contrapuestas. Y para entenderla, según Wilson, es necesario este enfoque global que en ‘Consilience: la unidad del conocimiento’ (Galaxia Gutenberg, 1999) llamó ‘consiliencia’, un “saltar juntos” de las diversas disciplinas para crear un terreno común de explicación.
Algunas de las ideas que Wilson formuló durante su combate particular para ampliar los horizontes de la comprensión sobre la humanidad provocaron, efectivamente, sangre, heridas mortales y fetidez. El biólogo Richard Dawkins, y otros muchos, criticaron con saña los argumentos que exponía en ‘La conquista social de la Tierra’ (Debate, 2012). Hacía unos años, en un debate, una mujer había irrumpido en el escenario para verterle un vaso de agua con hielo encima. Sin embargo, a Wilson no hay que leerlo por la polémica, un mero daño colateral, sino por la capacidad de acometer uno de los retos intelectuales más ambiciosos de nuestro tiempo. Entró en la selva de la naturaleza humana con un machete hecho de literatura, arte, biología e historia y abrió un camino que puede ser inspirador. Pero debe leerse, sobre todo, para apreciar este machete prodigioso.
ARA