Se conmemoran los 30 años de la descomposición de aquella versión del Imperio Ruso llamada Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Para entender bien todo aquello no hay que fiarse de las palabras. A la dictadura que los rusos impusieron en el Este de Alemania, por ejemplo, le llamaron República ‘Democrática’, mientras que el nacionalismo expansionista ruso más exacerbado recibía el nombre de ‘internacionalismo’. En todo caso, la grandiosa farsa no se desvaneció debido a la caída del Muro de Berlín en 1989 sino a que los mecanismos represivos propios del Estado, entre los que destacaba el KGB que entonces daba trabajo a Vladímir Putin, se quedaron sin fuerzas en 1991. Como si de algo poco honorable se tratara, Putin aclaró hace poco que durante un tiempo no le quedó otro remedio que hacer de taxista (es bastante más probable que un experimentado miembro del KGB con rango de teniente coronel se dedicara a hacer otras cositas, pero aquí ya nos pondríamos en modo especulativo). Putin considera que el desmantelamiento de la URSS fue «una tragedia». Esta percepción de la realidad tiene consecuencias, obviamente: cuando se ha roto algo supuestamente bueno y valioso de un modo «trágico» hay que rehacerlo, reconstruirlo. Dicho así, en abstracto, la declaración puede parecer inocente, pero resulta que Putin la pronuncia mirando muy fijamente a Ucrania, de la que ya se ha anexionado una parte.
La mayoría de los grandes imperios europeos han estado separados por los océanos. La distancia entre Londres y Bombay, o entre Lisboa y Maputo, era tan enorme como llamativa, y la resaltaba aún más el azul del mar de los mapas. La distancia entre Moscú y Vladivostok es igual de enorme, pero siempre ha sido percibida de otro modo debido a la continuidad territorial, al hecho de no haber agua salada de por medio. Así es como Rusia ha sido desde finales del siglo XVIII hasta la fecha un imperio invisible. Durante la época de la URSS, sin embargo, financió la mayoría de movimientos «antiimperialistas» de todo el mundo. Eran tan y tan antiimperialistas que acabaron imponiendo la enseñanza del ruso como segunda lengua en Cuba. También lo intentaron en Afganistán hace 40 años, pero no tuvieron tiempo. En el resto de repúblicas exsoviéticas, sí. En Ucrania la lengua propia vive hoy una competencia desigual con el ruso. En Bielorrusia, el dócil Lukashenko ha promovido descaradamente una estricta rusificación lingüística. Etcétera. Todo ello genera tensiones, por supuesto. ¿Y cuál es la solución? Pues que todos vuelvan a estar bien juntitos y felices en el seno de la enésima versión del imperio ruso posterior a la URSS, que es el objetivo último de la acción política de Vladimir Putin desde el primer minuto de su mandato.
Si observamos con atención el mapa actual del último imperio del mundo –por el hecho de ser invisible no deja de ser un imperio– observaremos algo que siempre me ha llamado la atención, y que hoy resulta más significativo que nunca: los estrechísimos vínculos entre Rusia y Alemania al menos desde Catalina II la Grande (1729-1796), que naturalmente no tenía ni una sola gota de sangre rusa, sino prusiana. Si se fijan en el extremo occidental verán hoy el enclave de Kaliningrado, que fue un territorio históricamente alemán hasta 1945. Allí, en Königsberg, donde nació, vivió y murió uno de los filósofos más importantes de la historia, Immanuel Kant (1724-1804), viven ahora los rusos que repoblaron la ciudad. La historia de este enclave nos lleva a la Segunda Guerra Mundial, y más concretamente al tratado de no agresión más vergonzoso del siglo XX, el protagonizado por Hitler y Stalin para repartirse Polonia y anexionarse otros territorios, conocido como Pacto Molotov-Ribbentrop.
Observen ahora el extremo oriental de Rusia, a miles de kilómetros de Kaliningrado, cerca de Vladivostok. Allí está la muy poco conocida Oblast (provincia) Autónoma de los Hebreos, que es algo mayor que Cataluña (mide 36.244 km2). Un territorio autónomo judío en el fin del mundo. En realidad, la población hebrea actual es sólo un 1,22% del total del censo, pero el alemán medieval hablado por los judíos (el yidish) todavía es visible en la rotulación urbana. En la página web de la región autónoma, sin embargo, una de las lenguas disponibles es el hebreo moderno, no el yidish. Resulta que en 1924 el imperio ruso aún comandado por Lenin decidió combatir el sionismo trasladando la idea de Israel… ¡cerca de Japón! El actual mandatario de la región se llama Rostislav Goldstein. Sí, el imperio invisible siempre acaba tropezando tortuosamente con Alemania. También ahora: al canciller socialdemócrata Sholz parece que la fría mirada de Putin no le impresiona demasiado.
ARA