Estos días hemos vivido un nuevo episodio de agresión a la lengua catalana y a la persona que la hablaba. No es que esto constituya sorpresa alguna ni noticia excepcional, desgraciadamente. De hecho, es la norma. El goteo de agresiones de las que son víctimas los catalanohablantes en su propio país se ha convertido en norma y se mantiene como una constante que muchos catalanes toman como muchas personas negras toman el racismo, como muchas mujeres toman el sexismo o como muchos homosexuales toman la homofobia. Pero que esto sea un hecho cotidiano no quiere decir que deba permitirse.
Nada es casual, sin embargo. Tres siglos de dominación forzada de un pueblo tienen una repercusión en este pueblo que va mucho más allá de la colonización identitaria, fiscal, cultural y lingüística, también la tienen en su marco mental, que a base de ver inferiorizada su lengua termina creyéndola realmente inferior. Hoy en día, en pleno siglo XXI, hay miles de catalanes que, aunque nunca lo reconocerán, creen que su lengua es inferior al español. Lo negarán sin mala fe si se les pregunta, claro, sin embargo lo creen. Observemos, si no, cómo borran su lengua en cuanto alguien les habla en español. Y es que la idea de inferioridad habita en el cerebro catalán como fruto del dominio arrollador de la lengua española en todos los ámbitos de la vida catalana. Por eso, en nuestro día a día, sin perjuicio del amor que sentimos por nuestra lengua ni por la emoción que nos provocan ciertos eventos o manifestaciones públicas, los catalanes nos comportamos de acuerdo con este principio: el español, lengua de autoridad; el catalán, lengua de voluntad. Es decir, el español debe saberlo todo el mundo, el catalán sólo quien quiera. En otras palabras, el catalán es la lengua que hay que borrar en el supuesto de que un hispanohablante no la hable, lo que, como recordaremos, Joan Oliver ejemplarizó muy bien en su “Romance del hijo de viuda”: “Pero soy catalanista y en casa, con mamá, si no hay visita, hablo siempre en catalán”.
Es importante que reflexionemos al respecto, porque esta autoinferiorización inconsciente es la raíz no ya de las claudicaciones del ciudadano anónimo en todo tipo de situaciones sino de las claudicaciones de las autoridades gubernamentales que, autoproclamándose catalanistas, independentistas y no sé cuántas cosas más, practican e imponen un españolismo militante. Éste es el caso de la consejeria de Igualdad y Feminismos, gobernada por Esquerra Republicana, con su prohibición del uso del catalán a una formadora que impartía clases sobre cómo detectar y combatir el acoso sexual. El caso se ha hecho público gracias a la denuncia presentada por la misma formadora en la Plataforma por la Lengua. No quiero pensar en el acoso laboral que esta formadora sufrirá a partir de ahora por haber tenido la osadía de denunciar la vulneración de sus derechos. De hecho, la coacción que recibió de sus superiores ya la convirtió en víctima de acoso.
En el curso, a pesar de saber que las clases se impartirían en catalán, se inscribieron cincuenta y una personas. Es importante resaltar que se inscribieron, para que entendamos que no se agarró a nadie de la oreja y se lo llevó a clase. Fue quien quiso. Y, claro, como ocurre siempre, no faltaron los alumnos que en el transcurso de la clase interrumpieron exigiendo: “No lo entiendo”, “Hable en español”. La formadora les replicó que se trataba de un curso formativo de la administración pública que estaba establecido en la lengua propia del país, el catalán, y que además era su propia lengua. Pues bien, inmediatamente, antes de la siguiente clase, todos los inscritos en el curso recibieron un correo electrónico de una técnica de la consejería comunicándoles que la lengua de la clase siguiente ya sería el español. ¿Ve el lector qué fácil? Quitas el catalán y se acaban los problemas. El catalán es una lengua muy problemática.
Las excusas de mal pagador que ha presentado la consejera son ridículas y demuestran la gravedad del hundimiento sistemático de la lengua catalana a manos de los propios políticos encargados de protegerla y normalizarla. Dice la consejería que había mujeres recién llegadas que «no habían accedido a clases de catalán» obviando que los alumnos se habían inscrito por voluntad propia y que, en el supuesto de que hubiera sido obligatorio, no les habría quedado más remedio que asistir al curso impartido en catalán de la misma forma que asistirían al curso en francés, si estuvieran en Francia, o en neerlandés, si estuvieran en los Países Bajos. Que la formadora, particularmente, sepa español, griego, italiano o ruso, no le obliga a cambiar la lengua de la clase. La lengua propia de la clase, como la del país, es el catalán, y los asistentes están en Cataluña, no en Ecuador, Grecia, Italia o Rusia.
Pero no perdamos el hilo. Nos encontramos ante un caso de discriminación lingüística flagrante impuesto no por ninguna empresa privada, sino por una consejería del gobierno de Cataluña, y esto es de una gravedad extrema. Por un lado, la lengua catalana, entendida, al parecer, como lengua inútil por la consejería de Igualdad y la secretaria de Feminismes, desapareció del curso; por otra, se prohibió a la formadora que la hablara, lo que la desacreditó ante los alumnos, obligándole a hablar en la lengua “que entiende todo el mundo”.
¿Se da cuenta, el lector, de hasta qué punto son profundas las raíces de la colonización mental que sufrimos y de cuáles son los parámetros del marco hispanocéntrico en el que vivimos? Siempre existe una excusa para borrar el catalán. No, no era Vox, ni PP, ni Ciudadanos, ni PSOE, ni el Gobierno de España, era Esquerra Republicana quien borraba la lengua catalana y transmitía a los inscritos, fueran quienes fueran y vinieran de dónde vinieran, la idea de que la lengua catalana es una pura ornamentación, una ornamentación que, si te molesta, tienes suficiente con levantar el brazo o mover una mano para que desaparezca de tu vista como si fuera una mosca. No estaría de más que la consejería de Igualdad y Feminismos, antes de predicar, se inscribiera en un curso sobre cómo detectar y combatir el acoso por el mero hecho de ser catalanes.
El Món