Proteger la sociedad civil y la democracia

Michelle Bachelet, expresidenta de Chile, es Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.

Darren Walker es el presidente de la Fundación Ford.

Mark Malloch-Brown es el presidente de Open Society Foundations.

Los líderes mundiales que se reunirán en forma virtual los días 9 y 10 de diciembre en la Cumbre para la Democracia convocada por el presidente estadounidense Joe Biden deberían hacerse una pregunta muy sencilla: ¿qué podemos hacer para ayudar a los más valientes defensores de la democracia, por ejemplo los manifestantes que están arriesgando sus vidas en Sudán?

Cientos de miles de personas llevan meses saliendo a las calles sudanesas para exigir un gobierno sujeto a rendición de cuentas y el final del régimen militar, a pesar de las balas de las fuerzas de seguridad, que provocaron la muerte de numerosos manifestantes.

No son los únicos que muestran tal coraje. De Bielorrusia a Bolivia, e incluso en el Reino Unido y en Estados Unidos, dirigentes y organizaciones de la sociedad civil encabezan audaces movimientos para oponer resistencia a la opresión estructural, el autoritarismo y la injusticia.

Lamentablemente, el trabajo que hacen no podría ser más urgente. En todo el mundo hay cada vez más amenazas contra los líderes de la sociedad civil y contra las instituciones democráticas. El nacionalismo, la desigualdad y la polarización política están en ascenso en todas partes, y las restricciones derivadas de la pandemia a las reuniones públicas, sumadas a tecnologías de vigilancia cada vez más avanzadas, han conferido nuevos poderes a regímenes autoritarios.

En Colombia, 65 activistas ambientales fueron asesinados en 2020. En junio de este año el gobierno nigeriano impuso un bloqueo local a Twitter que sigue vigente. Y en agosto, el gobierno ugandés suspendió las operaciones de 54 organizaciones de derechos humanos.

Estas medidas represivas, en democracias y en estados autoritarios, tendrán consecuencias duraderas. Con la restricción de las libertades civiles (incluidas la libertad de prensa, de reunión y de expresión) y el ataque a las organizaciones que las defienden, esos estados dejan nuestros derechos e instituciones inermes ante futuros ataques.

Por eso nuestros socios y las entidades de la sociedad civil a las que apoyamos están dando la voz de alarma. Organizaciones de muy diversos países dedicadas a una gran variedad de causas están siendo blanco de estrategias similares, que incluyen acusaciones de «interferencia extranjera» por colaborar con organismos internacionales y de beneficencia establecidos como los que dirigimos.

Hay que detener esos ataques, ya que ponen en riesgo no sólo las vidas y los medios de vida de miles de activistas y líderes de la sociedad civil en todo el mundo, sino la democracia misma. Mientras los regímenes autoritarios siguen desempoderando a estas organizaciones esenciales y obstaculizando su labor vital, sus cínicos representantes acusan a la democracia de ser «idealista» e «ingenua».

Rechazamos de plano estas ideas. Abrazamos el poder de la democracia precisamente porque exige mantenimiento, protección y participación constantes. La paz y la estabilidad que fomenta son obra de un contrato social inclusivo, no del puño de hierro.

Es con ese espíritu que la Cumbre para la Democracia convocada por Biden busca dar apoyo a la renovación democrática, la participación cívica y la colaboración multilateral. Es una importante oportunidad para que los gobiernos renueven el compromiso con los derechos fundamentales de reunión, asociación, expresión e información en sus respectivos países y los promuevan en todo el mundo a través de la diplomacia estratégica.

Pero el compromiso verbal no es suficiente. Los estados que participarán en la conversación virtual de esta semana deben mostrarse dispuestos a trascender la retórica y reafirmar la importancia de estos derechos acompañando las palabras con obras en la lucha por el espacio cívico.

En el ámbito de los derechos humanos, esto implica promover los mecanismos internacionales y nacionales de protección de la libertad de expresión y de reunión, para garantizar el derecho de cada persona a expresar disenso frente al autoritarismo. En muchos países, la protección de la libertad de expresión demanda derogar leyes de sedición y sancionar moratorias al bloqueo de Internet. Además, los gobiernos deben detener la exportación y transferencia de equipos de vigilancia a regímenes represivos.

Lo más urgente es que la dirigencia internacional ponga en práctica un aumento sustancial de la inversión en organizaciones civiles que ejercen un control crucial del poder estatal. Y deben comprometer recursos tangibles para defensores de los derechos humanos, periodistas locales, servicios sociales y centros comunitarios.

Esto demanda no sólo dar apoyo a estas organizaciones en tiempos de crisis, cuando ya enfrentan grandes dificultades para servir a sus comunidades, sino también invertir en su crecimiento a largo plazo, que es una inversión en mantener una ciudadanía activa preparada para hacer frente a futuras emergencias. Por ejemplo, la dirigencia democrática debe reforzar los mecanismos de protección que proveen a activistas en riesgo apoyo legal, médico, psicosocial, de seguridad digital y para la reubicación, con particular énfasis en aquellos programas que operan donde se están produciendo ataques regionales y nacionales a la sociedad civil. Es una de las formas más efectivas que tienen los estados para dar apoyo a quienes arriesgan sus vidas para defender la democracia.

Para finalizar, la dirigencia debe congregarse en torno de la causa democrática compartida y trabajar codo a codo en alianzas multisectoriales y multilaterales. Los gobiernos, el sector filantrópico, el sector privado y la sociedad civil tienen una oportunidad para poner sus fortalezas exclusivas al servicio de la expansión del espacio cívico usando como punto de partida las deliberaciones de la cumbre. Al fin y al cabo, la mejor protección para el espacio cívico es un espacio cívico más amplio y poblado de ciudadanos comprometidos y conectados, con recursos, protecciones y poder para defender sus derechos y medios de vida.

La ciudadanía comprometida puede ser un motor de transformación. En Moldavia y en Malasia, por ejemplo, las organizaciones de la sociedad civil ayudaron este año a derogar leyes de «estado de emergencia» represivas y prevenir una peligrosa erosión de las instituciones democráticas. Y a mediados de 2020, millones de personas participaron en las protestas de Black Lives Matter, que han sido probablemente el mayor movimiento de masas de la historia estadounidense.

Cualquiera sea el origen de la lucha o las distancias que atraviesa, cuando las personas se reúnen en forma pacífica para defender sus derechos humanos fundamentales, se produce un progreso enorme hacia la dignidad, la equidad y la justicia universales. De Jartum a Kuala Lumpur, debemos proteger y promover ese progreso, con las palabras y con los hechos, y garantizar su perdurabilidad para las generaciones futuras.

LA VANGUARDIA