El final solitario de la aristocracia del cambio

La dimisión de Manuel Castells es, seguramente, el efecto con retraso de un error personal, pero también un símbolo de la decrepitud de los comunes, de su pobreza final. Con su mandato fantasmal, su silencio y su miedo a los focos y decisiones, Castells siempre ha enviado un mensaje descarado: no estaba cómodo con el cargo. Y, ¿por qué lo aceptó? La sorpresa del nombramiento y su proximidad con Ada Colau propagaron la teoría que se había dejado nombrar para hacer un favor a la alcaldesa de Barcelona, ​​algo que incluso su entorno personal ha hecho circular en público. Pero Castells es uno de los académicos más citados del mundo, ha estado un cuarto de siglo enseñando en la Universidad de Berkeley, y Colau ha podido lustrarse y acicalarse con su prestigio tanto como ha querido y casi desde el principio. No creo que sea suficiente con el cariño personal para justificar los ojos de tortura que ha puesto estos dos años. En cambio, es mucho más probable que Castells accediera porque se sentía responsable de un proyecto que él mismo había hinchado como el hígado de un pato y que ahora se iba al garete.

Podemos y todos sus satélites fueron el juguete de una élite intelectual que creyó que el sistema se podía cambiar sin ruptura, sin hacerse daño, desde las conferencias y los manifiestos; que su lucidez era suficiente para hacer política. Fue la aventura política de un grupo de profesores universitarios que se aburrían en clase porque no les daba suficiente épica, y que cuando les ha tocado gobernar se han acabado yendo porque se aburrían todavía más en los despachos, empezando por el mismo Pablo Iglesias, a quien también se ve mucho más cómodo de tertuliano que de vicepresidente. En el poso también había un complejo histórico de la izquierda académica, que es la fascinación por el poder, siempre insatisfecha porque la autoridad y el orden son incompatibles con el lenguaje predicador de la revolución permanente. Por eso el 15-M les vino como anillo al dedo: detectaron una sed popular de transformación para la cual ya no podían esgrimir ni el comunismo ni la socialdemocracia, y la compraron con retórica vacía sobre la ética, el civismo y el cambio, como si fuese el fruto de una larga fórmula que habían encontrado en la pizarra de clase, después de meses de investigación.

El juguete de cuatro intelectuales despeinados acabó siendo el juguete del Estado español, para el que, en ese momento, era mucho más prioritario frenar el proceso de cambio auténtico, que respondía a una lógica histórica mejor definida, que sí que podía acabar requiriendo la ruptura y que, por tanto, podía alterar de verdad la distribución del poder en la península Ibérica: el independentismo. Castells mismo admitió siempre el rupturismo inherente al proceso independentista, aunque nunca se declarara partidario del mismo. En 2016 afirmaba: «El independentismo es un movimiento con un arraigo social profundo, y no una confabulación política». Y escribió: “Un movimiento social de este tipo no entiende de constituciones. Busca sus vías de paso hasta encontrar salidas, múltiples salidas. Como el agua… Lo imposible se hace posible”. Si el Estado español ha dejado hacer a los comunes y, en cambio, ha arrasado al independentismo, es porque vio enseguida que la indignación era un fenómeno reactivo y amorfo, muy fácil de parasitar, y el proceso era la evolución de algo antiguo que no se lo llevaría el viento. El cambio en España es un castillo de naipes, si tocas el eje nacional cae todo, y si no lo tocas, no cambia nada.

Cuando la última gota del jugo del 15-M fue sorbida por Iglesias y Podemos, la retórica del cambio se marchitó por dentro y empezó a caer a pedazos. En el momento de máxima ruptura, Podemos eligió claramente su lealtad al Estado español, y así confirmó que la “confabulación política” que había por detrás nunca desharía sus lazos profundos con el Estado, porque combatirían siempre la independencia de Cataluña. Por eso su arraigo territorial por todo el Estado ha acabado fracasando estrepitosamente, y por eso no sólo se hunden en los sondeos sino que hoy, que ya no queda nada del espíritu de los indignados, Iglesias ha tenido que dejar el partido en manos de Yolanda Díaz, que niega literalmente que esté a la izquierda del PSOE y que sólo ha recalentado el discurso de la civilidad con menos carisma y sin la épica de las plazas.

Ahora que se pierde toda chispa de cambio, Podemos y los comunes tratan de suplir su vacío de cuadros o bien con renombre o con socialistas. Por eso las dos apuestas de Ada Colau han sido Manuel Castells en Madrid y Jordi Martí en Barcelona. Y por eso Joan Subirats, mentor original de la alcaldesa, será quien sustituirá a Castells. El experimento de un puñado de intelectuales y activistas no se basaba en ninguna razón, en ningún proyecto más allá de sí mismos, sus libros y sus aulas. Por eso su espacio político no ha aguantado el bache de 2017 hasta el punto de que ellos mismos deben ir a cubrir los agujeros de poder que España les deja, como retribución por el trabajo que han hecho, aunque lo hicieran accidentalmente. Mientras que los políticos que primero dieron alas al independentismo están todos retirados o represaliados, los comunes deben acudir a su embrión fundacional para sobrevivir.

VILAWEB

 

 

 

 

El relato

Manuel Castells

LA VANGUARDIA

Actuamos según percibimos el mundo. A partir de los relatos que nos llegan. Es decir, historias que cuentan experiencias según el autor del relato. Cualquier otro hecho es un epifenómeno transformado en material narrativo. Bien lo saben los políticos que hacen de esa narrativa el centro de su atención porque si algo no comunica no existe en el espacio público. La cuestión es que hay varios relatos en torno a una misma experiencia. Su efecto condicionante depende de la influencia de los medios por los que transita y de nuestra predisposición a aceptar una versión determinada. De ese sencillo mecanismo dependen las creencias, los comportamientos, los hábitos de vida y el poder.

Un ejemplo. Si nos cuentan la historia de una familia que quiere que su niño de cinco años se eduque en su lengua propia y cuando un juez obliga a hacerlo el niño sufre acoso social, la reacción de cualquier persona es de conmiseración con la familia. Pero en ese relato faltan hechos esenciales que deberían formar parte de la historia. Resulta que, tras décadas de inmersión lingüística en catalán, todavía la lengua predominante en la práctica social en Catalunya es el castellano, o sea, que no parece que se haya excluido de la educación de las nuevas generaciones. También resulta que la lengua propia del pueblo catalán, expresión de una cultura, fue sometida durante casi tres siglos, y sobre todo durante los cuarenta años del franquismo, a una represión política que impidió a mi generación (por ejemplo, a mí) ser capaces de escribir en catalán.

Las lecciones de la historia también cuentan, como en nuestra vecina Francia. En el momento de la Revolución Francesa, tan solo el 13% de la población hablaba el francés oficial (el de Île de France). La acción deliberada de homogeneización cultural a través de la escuela y de la comunicación determinó que las otras lenguas autóctonas (occitano, bretón, alsaciano, piamontés…) fueran reducidas a dialectos, estigmatizadas y condenadas a su casi desaparición. Eso hubiera sucedido con la lengua de los países catalanes de no haber sido por la resistencia cotidiana de familias y comunidades que no se resignaron y que articularon la reivindicación de su cultura en movimientos políticos, como en la II República y en el movimiento antifranquista, hasta conseguir su reconocimiento constitucional.

Claro que la hibridación de lenguas y culturas con otras naciones ibéricas condujo a una sociedad multicultural y plurilingüística, con el enriquecimiento mutuo que ello supone. Con escasas tensiones, puesto que fue un proceso gradual en que cada escuela gestionó las diferencias culturales hasta ir acoplándose. Nada que ver con la experiencia de conflicto lingüístico en países como Bélgica o en Quebec. O en realidades más complejas, como India, Pakistán, Indonesia o Sudáfrica.

De modo que si se introduce la historia y la experiencia en el relato, surge la hipótesis de que hay una estrategia política de lo que siempre fue la derecha centralista española, incapaz de respetar la Constitución conforme pierde poder, que no duda en utilizar a buenas familias y niños pequeños para restaurar su dominación tradicional, erosionada por el despertar democrático de las naciones de la Piel de Toro.