Estados Unidos y China están compitiendo por el dominio tecnológico. El primero de los dos siempre estuvo en la vanguardia del desarrollo de las tecnologías (bio, nano, informática) centrales para el crecimiento económico en el siglo XXI. Además, las universidades de investigación estadounidenses dominan la educación superior en todo el mundo. En la Clasificación Académica de las Universidades del Mundo que publica cada año la universidad Jiao Tong de Shanghái, 16 de las 20 instituciones principales están en Estados Unidos; no hay ninguna en China.
Pero China está haciendo grandes inversiones en investigación y desarrollo, y ya compite con Estados Unidos en campos clave, en particular la inteligencia artificial (IA), donde aspira a ser líder mundial en 2030. Algunos expertos creen que está bien situada para lograrlo, en virtud de la enorme cantidad de datos a su disposición, la falta de restricciones motivadas por la privacidad al modo de usarlos y el hecho de que para obtener avances en aprendizaje automático es más importante tener ingenieros entrenados que científicos de primera línea. Por la importancia del aprendizaje automático como tecnología multipropósito con incidencia sobre una multitud de otros ámbitos, las mejoras de China en el área de la IA son muy significativas.
Además, el progreso tecnológico chino ya no se basa solamente en la imitación. El gobierno del expresidente estadounidense Donald Trump sancionó a China por el robo cibernético de propiedad intelectual, la imposición de transferencias tecnológicas y el uso de prácticas comerciales desleales. El argumento estadounidense, centrado en la reciprocidad, era que si China puede vedar a Google y Facebook el acceso a su mercado por razones de seguridad, Estados Unidos puede tomar medidas similares contra gigantes chinos como Huawei y ZTE. Pero la innovación china no se detuvo.
Después de la crisis financiera global de 2008 y de la Gran Recesión que le siguió, la dirigencia china se convenció de que Estados Unidos estaba en declive. China abandonó la política moderada de Deng Xiaoping de mantener un perfil bajo y esperar el momento adecuado y adoptó una postura más asertiva que incluyó la construcción (y militarización) de islas artificiales en el Mar de China Meridional, presiones económicas sobre Australia y la anulación de las garantías antes dadas a Hong Kong. En respuesta, algunos en Estados Unidos comenzaron a hablar de la necesidad de un «desacople» general. Pero aunque desarmar las cadenas de suministro tecnológicas con incidencia directa en la seguridad nacional es importante, sería un error pensar que Estados Unidos puede lograr una desconexión total entre su economía y la de China sin incurrir en enormes costos.
Esta profunda interdependencia económica es lo que diferencia la relación de Estados Unidos con China de la que tuvo con la Unión Soviética durante la Guerra Fría. Con los soviéticos Estados Unidos jugaba un ajedrez unidimensional en el que ambas partes eran muy interdependientes en la esfera militar pero no en lo referido a las relaciones económicas o transnacionales.
Con China, en cambio, Estados Unidos juega un ajedrez tridimensional en el que hay grandes diferencias en la distribución de poder en los niveles militar, económico y transnacional. No tener en cuenta las relaciones de poder en los tableros económico y transnacional, por no hablar de las interacciones verticales entre tableros, supondría grandes perjuicios. Una estrategia acertada frente a China debe evitar el determinismo militar y abarcar las tres dimensiones de la interdependencia.
Habrá que revisar las reglas que gobiernan las relaciones económicas. Ya mucho antes de la pandemia el capitalismo de Estado híbrido de China seguía un modelo mercantilista que distorsionó el funcionamiento de la Organización Mundial del Comercio y contribuyó al ascenso del populismo disruptivo en las democracias occidentales.
Hoy los aliados de Estados Unidos son mucho más conscientes de los riesgos políticos y de seguridad implícitos en las prácticas chinas de espionaje, transferencia forzosa de tecnología, uso estratégico de interacciones comerciales e imposición de acuerdos asimétricos. El resultado será un mayor desacople de las cadenas de suministro tecnológicas, en particular allí donde esté en juego la seguridad nacional. Para prevenir dicho desacople, puede resultar útil negociar nuevas reglas comerciales. Una posibilidad en este contexto es que potencias de nivel medio se unan para la creación de un acuerdo de comercio para el ámbito de las tecnologías de la información y de las comunicaciones, al que luego podrán sumarse aquellos países que cumplan requisitos democráticos básicos.
Pero no es posible aplicar un mismo modelo a todos los temas. En áreas como la no proliferación nuclear, el mantenimiento de la paz, la salud pública y el cambio climático, Estados Unidos puede hallar un terreno institucional común con China; pero en otras tiene más sentido fijar nuestros propios criterios democráticos. Podemos dejarle la puerta abierta a China con vista al futuro, pero aceptando el hecho de que ese futuro puede ser muy lejano.
A pesar de la creciente fortaleza e influencia de China, una colaboración con actores afines puede mejorar las chances de que prevalezcan las normas liberales en el ámbito comercial y tecnológico. Establecer un consenso transatlántico más fuerte en relación con la gobernanza global es importante. Pero sólo la cooperación con Japón, Corea del Sur y otras economías asiáticas permitirá a Occidente influir en la normativa internacional de comercio e inversión en el área tecnológica, de modo de lograr un terreno de juego más parejo para las empresas que operan en el extranjero.
Sumadas, las economías de los países democráticos superarán a la de China por buena parte de lo que queda del siglo; pero sólo si todas tiran para el mismo lado. Ese factor diplomático será más importante que la cuestión del desarrollo tecnológico de China. A la hora de evaluar el futuro del equilibrio de poder entre Estados Unidos y China, la tecnología importa, pero las alianzas importan todavía más.
Finalmente, el éxito de la respuesta estadounidense al desafío tecnológico de China dependerá no sólo de las acciones externas, sino también de las mejoras internas. Es importante aumentar el apoyo a la investigación y el desarrollo. La autocomplacencia siempre es peligrosa, pero también lo son la falta de autoconfianza o la sobrerreacción guiada por temores exagerados. Como sostiene el exdecano del MIT John Deutch, si Estados Unidos hace realidad sus mejoras potenciales en capacidad innovadora, «puede que el gran salto adelante de China no sea más que dar algunos pasos en la dirección de achicar el diferencial de liderazgo en innovación que hoy posee Estados Unidos».
Un elemento muy importante para que Estados Unidos conserve su delantera actual en tecnología será la inmigración. En 2015 le pregunté al ex primer ministro de Singapur Lee Kuan Yew por qué en su opinión China no iba a superar a Estados Unidos, y me señaló la capacidad de Estados Unidos para aprovechar el talento de todo el mundo, una posibilidad que a China le está vedada por su nacionalismo centrado en la etnia han. No es casual que muchas empresas de Silicon Valley tengan fundadores o directores ejecutivos de origen asiático.
Con tiempo y viajes suficientes, la difusión de la tecnología es inevitable. Si Estados Unidos permite que el miedo a la filtración de tecnologías le impida importar recursos humanos valiosos, estará renunciando a una de sus mayores ventajas. Una política migratoria demasiado restrictiva puede ser un gran obstáculo a la innovación tecnológica. No hay que perder de vista este hecho en el fragor político de la competencia estratégica.
Traducción: Esteban Flamini
Joseph S. Nye, Jr. is a professor at Harvard University and author of Do Morals Matter? Presidents and Foreign Policy from FDR to Trump (Oxford University Press, 2020).
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