Dejemos clara desde el principio la tesis de este artículo: para que en nuestras ciudades el tiempo sea oro, su espacio no debe ser basura. Y vamos por este camino. Jamás podremos despegarnos, por muy virtual y digital que sea nuestro futuro, de las dos palancas de cambio que comandan nuestra existencia, que son el tiempo y el espacio. Ambas deben ser maniobradas con tiento. Un desequilibro en su empuje nos lleva al abismo. Y precisamente esto es lo que nos está pasando. En realidad, se está desarrollando una sigilosa batalla en nuestras plazas y calles. Sigilosa pero determinante. Día a día se están modificando los parámetros de producción de la ciudad que hasta ahora dibujaban nuestro paisaje urbano más íntimo. El “ataque de torpedos” que magníficamente describía el profesor Xavier Ferràs en este mismo periódico para explicar la disrupción en el mundo de los negocios puede hundir no solo a modelos tradicionales de ventas, sino a la misma ciudad que conocemos. Y hemos de evitarlo.
Permítanme una previa. Desde Henri Lefebvre sabemos que la ciudad se produce. Como si de un objeto se tratase, un huevo, una silla, un televisor. La ciudad no es un ente nacido de la nada, ni una condición pasiva propia de la existencia humana. Solo desde un desconocimiento de la primera ley del espacio urbano, alguien puede pensar que la ciudad crece y florece por generación espontánea, por alineación de astros y que su devenir es aleatorio e impredecible. No. Existen mecanismos subyacentes que permiten hablar de una producción social de la ciudad y también de una producción espacial de la realidad social.
Si esto es así, estamos asistiendo, con la proliferación de las llamadas cocinas oscuras o fantasma (dark kitchen) y los supermercados fantasma (ghost markets), a dos fenómenos entrelazados. En primer lugar, esos mecanismos de producción de la ciudad se ocultan. En mi Valencia de la infancia, los restaurantes de la playa, a la que íbamos endomingados toda la familia cuando había algo que celebrar, obligaban a pasar por las cocinas –bien a la vista– para acceder a las mesas donde se servían aquellos arroces machadianos que jamás volveré a probar. Hoy esas mismas cocinas se esconden a la vista de todos. Símbolo de nuestro tiempo. Algunos restaurantes, con su simpática estampa, se han convertido en meras fachadas donde el comensal no sabe de dónde viene la comida que digiere. Y cuando esta se solicita desde casa, no suele provenir de una cocina llena de trastos en la trasera de tu local favorito, sino que viene procesada desde asépticas cocinas donde, en cada rincón, se prepara un tipo diferente de menú: aquí asiático, allá italiano, en este lado mediterráneo, en aquel americano… Y si hablamos de los supermercados, la tienda de proximidad cede paso a herméticas cajas de acumulación de productos –siempre los mismos–, servidos hasta tu puerta en menos, eso sí, de diez minutos. La ciudad del tiempo sustituye así a la ciudad del espacio. Y lo más relevante de este proceso es la ocultación y el camuflaje. Ocultación y camuflaje que no quiere decir desaparición de los mecanismos que construyen y destruyen la ciudad. La innovación disruptiva que representa este tipo de modelo de negocio nos conduce en realidad a una oleada de destrucción nada creativa, por usar términos schumpeterianos un poco alterados.
Pero, junto al ocultamiento por inmersión y enmascaramiento, experimentamos otro fenómeno. Gran parte de la sociabilidad mediterránea se fundamentaba en lo que acompaña a los espacios y a la rutina pública generada por bares, restaurantes y casas de comida. De su presencia o de su ausencia dependen factores de extraordinaria importancia en la vida cotidiana, como la movilidad, el paisaje construido, la convivencia, la seguridad, la gestión de residuos, la iluminación, el decoro de plazas y calles, el orden de nuestro trabajo e incluso los horarios de nuestra vida… Todos estos elementos están saltando por los aires con la reformulación de la vieja máxima del “tiempo es oro”. Porque para que ello sea así, se está aniquilando el espacio de la ciudad.
El modelo de negocio de la comida a domicilio o producida en cocinas fantasma se ha multiplicado por tres en Estados Unidos desde el 2017 y por dos desde el estallido de la covid. Una cosa semejante ha sucedido en Europa. El protagonismo y la relevancia de nuestros restaurantes de calle se ven comprometidos por la irrupción de una multitud de nuevos jugadores y reglas, torpedos en ráfaga contra la línea de flotación de la ciudad.
Y como si la urbe fuera una nueva jungla, la competición despiadadamente geográfica por el dominio de zonas más amplias se erige en símbolo de este tiempo. Para ello, se sitúan estratégicamente cocinas y supermercados cual minas de contacto que hacen saltar por los aires los mecanismos que habían producido el espacio del que hemos disfrutado en nuestras ciudades. Estacas clavadas en el corazón de nuestros barrios que no solo dinamitan la sociabilidad mediterránea, sino que se erigen en fortines (invisibles, paradójicamente) para apropiarse de más territorio para el negocio. El espacio público resulta así devorado por el tiempo privado que tarda en llegar a tu casa el producto solicitado.
El viejo modelo de negocio del restaurante tradicional repartía sus costes casi al tercio entre el producto que transformar, el trabajo de sus empleados y el local, y permitía beneficios del 7% al 22%. Ahora, sobre estos costes y márgenes se debe lidiar con la exigencia de dedicar un 15% o incluso un 30% suplementario a pagar la comisión de la plataforma de reparto de comida. Así nuestros viejos locales se enfrentan a un dilema: mantenerse a su fiel principio de generadores de ciudad y de sociabilidad mediterránea, sumarse a la moda del delivery, total o parcialmente, o incluso rendirse al lado oscuro de la fuerza desprendiéndose de su elemento más preciado y público, su cocina.
¿’Dark kitchens’? No, en realidad estamos construyendo ‘dark cities’.
LA VANGUARDIA