El proceso independentista catalán, por sus implicaciones jurídicas y filosóficas, es uno de los más interesantes que se puedan encontrar desde un punto de vista académico. Básicamente porque el catalán es un movimiento pacífico y democrático que ha sido capaz de ganar varias elecciones consecutivas, y pese a todo España ha bloqueado cualquier camino legal y democrático hacia la independencia. El Estado sigue negando cualquier valor a estas victorias electorales y se ha enrocado en la posición tradicional que tiende a negar el derecho de autodeterminación en estados democráticos y respetuosos con los derechos humanos.
Esta idea de que la secesión sólo es aceptable como remedio a situaciones de opresión o vulneraciones de derechos humanos (es decir, cuando existe una “causa justa”) fue desarrollada y defendida por primera vez por el profesor Allen Buchanan. Eran los años 90 del siglo pasado y Europa saludaba a una ola de nuevos países tras el hundimiento del muro de Berlín.
Sin embargo, la idea de que los estados razonablemente democráticos, liberales y justos (en definitiva, los estados plenamente representativos de toda su población sin discriminaciones), deberían tener su unidad protegida ya se encontraba en la Resolución 2625 de la ONU, aprobada en 1970. En ambos casos, esta presunción a favor del ‘statu quo’ se justifica más o menos explícitamente apelando al carácter disruptivo o desestabilizador de cualquier cambio en las fronteras estatales.
Antes de que la independencia estuviera en la agenda política de nuestro país, ya se podía advertir que este enfoque -que la secesión debería ser el último recurso para remediar graves injusticias- tiene dos defectos principales. En primer lugar, porque existe una evidente correlación positiva entre las injusticias reales y la inestabilidad potencial que puede generar la secesión. En otras palabras, cuanto más justificado sea un caso de independencia más probable es que sea conflictivo y provoque inestabilidad. De la misma forma, los casos en los que la secesión parece estar menos justificada –como en algunas democracias liberales occidentales, por ejemplo– son mucho menos propensos a provocar tanta inestabilidad. Quebec o Escocia lo demuestran bien.
En segundo lugar, legitimar que un Estado opusiera resistencia a la separación de una parte de su territorio cuando no está totalmente justificada puede provocar un uso desproporcionado de la fuerza contra la minoría independentista. De hecho, la única forma de evitar que se produzca la secesión seguramente implicará la violación de los derechos civiles y políticos, como prohibir los partidos independentistas, limitar la libertad de expresión o destituir y perseguir cargos electos. Y también puede requerir la conculcación de los derechos de la minoría, como intervenir, suspender o suprimir las instituciones autónomas gobernadas por los independentistas.
Esto plantea una dobla paradoja. Por un lado, es probable que la negación de las reivindicaciones de autodeterminación alimente, más que desincentivar, la movilización independentista. De hecho, si la unidad estatal se percibe como voluntaria, en realidad es menos probable que la gente se movilice por la independencia. Y por otra parte, la línea dura que sostiene que «no se puede permitir la secesión en países democráticos» es contraproducente. Porque la única manera de aplastar una reivindicación democrática de independencia es socavar en serio la democracia y el estado de derecho. Si la población de un territorio vota por independizarse, el Estado sólo puede impedirlo violando los principios democráticos y los derechos humanos de las minorías. Precisamente con el tipo de violación que –diría la teoría– constituye una causa justa para la secesión.
Tras lo ocurrido en Catalunya, la paradoja ya no es teórica, sino que se ha demostrado en la práctica. España utilizó una fuerza desproporcionada para impedir un referendo pacífico, y después empezó a destituir e inhabilitar cargos electos catalanes y cerrar las instituciones de autogobierno. Esta respuesta dinamita la credibilidad de España como país que se autodenomina «democrático y respetuoso con los derechos humanos». Por eso en su momento propuse identificarla como «la paradoja española».
Este escenario en el que se ha situado el proceso de independencia es el más favorable para mantener la movilización y obtener soporte y reconocimiento internacional. Básicamente porque la separación entre Cataluña y España deja de ser el problema catalán y se convierte en la solución al problema español. España no puede seguir siendo a la vez una democracia y un país unido y esto está socavando la propia idea de Europa.
En definitiva, si los líderes españoles no cambian su posición intransigente y siguen tratando la independencia de Catalunya como cuestión penal, entonces a la comunidad internacional no le quedará más remedio que aceptarla como un caso de secesión por causa justa. Por eso es un error tan colosal que parte del independentismo haya cedido a la represión y aplazado el objetivo a un futuro lejano. El contexto represivo debería ser la palanca para culminar la independencia. Es nuestra causa justa. Y se debería decir mucho más y sobre todo, es necesario que nos lo creamos.
EL MÓN