Jordi Pujol, año 2011: “Después de muchos años de tratar de disuadir a quienes optaban por el independentismo, ahora me encuentro con que no tengo argumentos para rebatirlos”. Y concluye: «Residuales o independientes». No hace falta decir que España, que consideraba a Pujol un freno contra la creciente toma de conciencia nacional del pueblo catalán, no le perdonó estas declaraciones y puso manos a la obra para dinamitar su figura. Desde entonces, han transcurrido diez años, diez años durante los cuales Cataluña ha experimentado una evolución portentosa de la conciencia de su identidad y de sus derechos y ha vivido hechos sobrecogedores e imborrables que ya forman parte de la historia de Europa.
Sin embargo, mira por dónde, es ahora, en el umbral del año 2022 del siglo XXI, cuando Esquerra Republicana presenta como programa de futuro un regreso al pasado, un regreso a 1982 del siglo XX. Es decir, un retroceso de cuarenta años que devuelva el país a su condición de lo que entonces, de manera muy orgullosa, se llamaba “hecho diferencial”. Éramos tan sumisos que meneábamos el rabo si España nos decía que tal vez, quizá, hilando muy delgado, con benevolencia, aceptando algún detalle, algún matiz, se podría vagamente llegar a aceptar, aunque fuera con la boca pequeña, que éramos un “hecho diferencial”. ¡Oh, qué alegría! ¡Besos, abrazos y recuerdos a la abuela! Pero poniendo los pies en la tierra y dejando de lado que todo ser humano es un hecho diferencial en sí mismo y que toda colectividad también lo es, no me sé imaginar a España, Francia, Italia o Alemania definiéndose como “hechos diferenciales”. Ni siquiera Escocia.
Pues bien, el borrador de la ponencia política para el próximo Congreso Nacional de ERC, prevista para marzo del próximo año, traslada algo ambiguo denominado “retos nacionales” (ni siquiera se atreve a llamar “independencia”) en el año 2050. Y no como fecha ejecutiva de nada, sino como fecha a partir de la cual, si hace buen tiempo, si no hay ninguna nube en el cielo y los días son limpios y despejados, podría empezar a hablar. Hablar, ¿eh? Que nadie piense mal. Sólo hablar. Es lo que se espera de un partido conservador y posibilista que ha asumido como propio el ideario del pujolismo y que, a base de cuatro caras nuevas, quiere impulsarlo de nuevo para anestesiar a Cataluña y devolverla al redil del conformismo y la sumisión. Somos rebaño y nos conviene estar calladitos, no enojar a España y obedecer a las sabias divisas inmovilistas de Esquerra Republicana.
Ni que decir tiene que estos planteamientos han puesto los pelos de punta al sector no sectario de las bases del partido. Pero basta oír cómo hablan Pere Aragonès, Oriol Junqueras, Roger Torrent, Marta Vilalta, Marta Rovira, Sergi Sabrià…, así como toda la recua de tertulianos con nómina pública que tienen colocados en radio y televisión, para darnos la sensación de estar escuchando al Jordi Pujol de los años ochenta y noventa. Pujol tenía ante sí una Catalunya muy diferente a la que tiene hoy Esquerra, lo que hace inviable un pujolismo de nueva generación. Inviable y grotesco.
Todos los ‘remakes’, todas las segundas versiones cinematográficas se ruedan con una única intención: ganarse el pan. Absolutamente todas. Y esta segunda versión del pujolismo, que encarna a Esquerra, responde a la misma finalidad. Mientras, Catalunya se hunde sometida al proyecto español de aniquilamiento del país. El agravante es que, a diferencia de Jordi Pujol, los nuevos pujolistas tienen en Madrid el peso de una hormiga. Por eso Pujol, el de verdad, logró los Mossos d’Esquadra y TV3 mientras que los nuevos pujolistas mendigan una cuota de Netflix. Cabe decir que no suena mal, como nombre de partido, llamarse ‘Pujolistes d’Esquerra’. Es un nombre fácil de retener. Sólo tiene un problema: el posibilismo y el inmovilismo pueden ser muchas cosas pero nunca izquierda.
EL MÓN