El concepto de la historia de Benjamin

La semana pasada mencionaba a Walter Benjamin en relación con la escritura del diario. Que existe una relación entre la recepción del texto periodístico en la era de las masas y el estatus de “la obra de arte en la era de la reproducción técnica” –título del ensayo más famoso de Benjamin– parece poco discutible. La novedad, para él, era que el arte, reproducido mediante las nuevas tecnologías, había perdido su condición de obra irrepetible. Por esta razón, el artículo anterior terminaba con una alusión a Baudelaire, y no a cualquier texto, sino precisamente al poema en prosa titulado “Pérdida de aureola” (1), del que Benjamin recordaba que, al revisarse el legado del poeta después de su muerte, había sido considerado indigno de publicarse. De este texto, Benjamin extrajo la idea central del famoso ensayo citado ahora: la pérdida de aura de la obra de arte moderna, sometida al criterio de accesibilidad, que era y es el motor de la producción y del consumo de arte (y de las letras) en la sociedad de masas.

También habría podido mencionar el papel que Hegel acordaba a la lectura del diario en la formación del sentimiento nacional. En el ritual de leerlo cada mañana, el filósofo alemán veía una especie de oración o de comunión secular que unificaba las conciencias. Y es evidente que el diario, como la radio y la televisión, genera un sentido de comunidad. Por eso estos medios suelen ser de propiedad estatal, y cuando son de propiedad particular el Estado los coacciona con decretos, como la ley del audiovisual que propone el gobierno español o, sin necesidad de rodeos legalistas, con la discrecionalidad de imponer y disponer de los periodistas. En Cataluña La Vanguardia ha sido siempre el paradigma clásico de la dependencia, sin que pueda apreciarse ninguna gran disparidad entre el dirigismo franquista y la actual complacencia borbónica. Pero este diario «de referencia» no es ninguna excepción. Mayoritariamente, el cuarto poder sirve de cuarta rueda al Estado, con los demás poderes ventrilocuaces tras el retablo de la libertad de prensa.

En la sexta tesis sobre la filosofía de la historia, Benjamin avisaba de que cada época debe volver a luchar contra el conformismo que subyuga a la tradición. Durante décadas una versión acomodaticia del catalanismo, que ahora pugna por reimplantarse, se esforzó por domesticar este movimiento que el Estado, desde principios del siglo XX, siempre ha definido como enemigo con muchas variantes semánticas según la conveniencia: rojo, separatista, desafecto, nacionalista (en sentido peyorativo), terrorista. La violencia semántica, preludio de la física, no es sólo cosa de la derecha, pues la izquierda (de allá y de aquí) suele despachar al catalanismo identificándolo con el enemigo de clase. Últimamente esta antigua leyenda impulsada por el periodista y provocador a sueldo del Estado Alejandro Lerroux ha llegado al extremo de asociar el independentismo, la principal manifestación de democracia radical en la península ibérica, con el populismo reaccionario de derecha. La izquierda inmovilista sólo sabe oponerle «lo que interesa a la gente», como si «la gente» fuera el alfa y el omega del materialismo vulgar, como si una vez satisfecha la necesidad de nutrir, vestir y cobijar el cuerpo, la gente no conociera necesidad alguna de orden superior; como si le fuera indiferente el derecho al idioma, la educación, la cultura y el espíritu de comunidad, cuya prueba histórica de relevancia es justamente la tradición.

Pero resulta aún más actual la décima tesis. Benjamin reprueba la postración de los políticos en los que habían depositado las esperanzas los oponentes del fascismo. Benjamin se refería a los socialdemócratas; el equivalente al actual contexto catalán serían los partidos proclamados republicanos, puesto que los socialistas ya hace tiempo que se convirtieron en represores y cómplices imprescindibles de la corrupta monarquía española. Los partidos republicanos, como la socialdemocracia alemana de los años treinta, «confirman su derrota al traicionar la propia causa». Benjamin sostenía que la fe de estos políticos en el progreso, la convicción de que su base eran las masas y la abyecta integración en un aparato incontrolable eran tres aspectos de una misma realidad.

La quiebra histórica del progresismo era inseparable del fracaso de la concepción lineal (o en espiral ascendente) de la historia. Aunque en un sentido arcaizante, el fascismo era más rompedor, y por lo mismo más moderno, que la socialdemocracia, producto al fin y al cabo del positivismo del siglo XIX. En los años treinta, la socialdemocracia todavía padecía la vieja idea de Auguste Comte de que con la llegada de la era científica la humanidad había entrado en la última fase de la historia, la del progreso ilimitado. Lúcido como pocos en aquellos años de crisis del continente europeo, Benjamin se daba cuenta de que, invistiendo a la clase trabajadora con la misión de redimir a las generaciones futuras, los socialdemócratas habían cegado el manantial de su fuerza principal: el odio y el espíritu de sacrificio. Pues estos impulsos se alimentan del recuerdo de los antepasados esclavizados más que de la idea de los nietos liberados (tesis duodécima).

La imagen de quienes han sufrido opresión es mucho más nítida y por tanto más eficaz para provocar rechazo que los abusos futuribles de víctimas inexistentes. Puesto que lo existente es superior a lo inexistente, es más sencillo y comprensible, más humano, solidarizarse con las víctimas reales, por remotas que sean en el tiempo, la geografía, la nacionalidad, la raza o el género, que no con unos descendientes imaginarios, de los que no sabemos nada ni tenemos motivo racional alguno de esperar correspondencia.

Benjamin expuso la idea de una historia redentora –él llamaba mesiánica–, que se esfuerza por proteger a los muertos del embate del enemigo. De la salvación del pasado él creía posible extraer una chispa de esperanza para sublevarse en el presente. De la tradición de los oprimidos había que aprender que la excepcionalidad en la que vivimos –que ahora no necesito detallar, pues todo el mundo sabe la violencia que practica lo que el poder llama justicia– no es una excepción sino la norma (tesis octava).

Políticamente, el precio a pagar por instaurar una idea mesiánica de la historia sería bastante alto, y esta es la principal razón de que los intelectuales afines a los partidos la rehuyan. El culto del progreso es tan dogmático en Cataluña, que atacar la tradición se ha convertido en la tradición por excelencia. Pero ese despotismo del progreso se muerde la cola y devorándose él mismo acaba siempre en una política de tierra quemada. De la insolidaridad con las víctimas de las pasadas luchas, incluso de las más recientes, viene la debilidad actual de los partidos. La impotencia crece con las claudicaciones, que son fruto de la insolidaridad con la causa que defendían cuando el enemigo les parecía menos enérgico o más quisquilloso.

La postración también proviene de la insolidaridad de algunas conspicuas individualidades consigo mismas, con sus relatos personales y sus biografías. De la insolidaridad, pública y privada, deriva el engaño de los partidos que, pensando en tener la base en unas masas fidelizadas, se prometen ampliarla indefinidamente. Estos partidos son víctimas de un espejismo, fiados como están en una imagen gráfica y demográfica de la fe en el progreso. Nada hay más inestable que los granos de arena de la voluntad popular. Como las dunas en el desierto, la voluntad se traslada de aquí para allá cuando el viento de la historia cambia. Habiendo traicionado a las víctimas y anulado el sacrificio que les inspiró el rechazo, los responsables de los partidos han acabado poniéndolos al servicio de un aparato estatal que nunca han controlado y que cada día que pasa controlan menos. Son los exponentes visibles de un concepto de la historia que magnifica a los vencedores y que ellos revalidan sometiéndose a sus herederos.

(1) http://poemasenprosa.blogspot.com/2014/05/xlvi-perdida-de-aureola.html

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