El puente de Mostar sobre el río Neretva no ha tenido un narrador como Ivo Andric, premio Nobel de Literatura, que contase su historia con tanta emoción como con la que escribió sobre el otro puente del río Drina.
Viajé a Bosnia y Herzegovina, la Cenicienta de los Balcanes, para vivir también lo que había sido el desmoronamiento del imperio otomano en Europa como lo había sido en Oriente Medio, su derrota por los Habsburgos y sus guerras intestinas. Su grácil puente, construido por Suleiman el Magnífico es de un solo arco, no como los ocho que configuran el del Drina, con su kapia en el centro. Un día de noviembre de 1993 tropas croatas destruyeron su elegante fabrica de mármol blanco, tesoro que habían guardado serbios, musulmanes y croatas durante siglos.
Ando despacio sobre sus travesaños de mármol, su renovado adoquinado resbaladizo, sobre el que juega con los pies desnudos una hermosa niña rubia hija de una gitana mendiga. Desde el puente se arrojan al río, como atracción turística, alegres muchachos.
Como en Sarajevo y en otras ciudades de esta frágil república cuyo poder ejecutivo con tres presidentes (un serbio, un croata y otro musulmán o bosnio) ha quedado bloqueado.
Hay numerosos turistas procedentes de los ricos estados árabes del Golfo. Aunque domina Mostar una prominente cruz erigida sobre una alta colina, los estrictos atuendos de las mujeres musulmanas son cada vez más patentes. Las dificultades que encuentra Bosnia y Herzegovina para cruzar el umbral del sancta sanctorum de la Unión Europea, como ya ha conseguido Croacia, con sus bellas ciudades adriáticas, la orienta cada vez más hacia Turquía y Arabia Saudí.
Bosnia Herzegovina apenas cuenta con veinte kilómetros de costa mediterránea. Encajonada entre Dubrovnik y otras bellas poblaciones portuarias italianizantes, viajar por esta martirizada población multiconfesional es un interminable cruzar de fronteras, un entrar y salir de la república croata.
La historia de Bosnia y Herzegovina ha sido un forcejeo entre sus vecinas Serbia y Croacia para dominarla y sojuzgar Sarajevo, su tan cosmopolita capital.
De noche la iluminación del puente hace de Mostar una joya entre sus ajardinadas orillas. El otro gran puente, el del Drina, fue frontera entre Oriente y Occidente. Los nacionalistas serbios que asesinaron al archiduque anhelaban erigir puentes “más grandes y sólidos no entre estados diferentes sino entre nuestras propias tierras de un estado libre e independiente”.
Por el dominio de los puentes, como describió Tolstoi, se han librado grandes batallas de la historia.
LA VANGUARDIA