El problema de la normalidad es que nos hace inconscientes de los conflictos que la precedieron. Todo lo que hoy aparece fijado en instituciones, costumbres o consensos antes había sido objeto de polémicas, a menudo sangrientas. A pesar de que estos sistemas normativos sean el resultado de transacciones, la discordia queda en escorzo, difícil de reconocer por efecto de la perspectiva. Toda resolución de un conflicto conserva las resoluciones anteriores a su estructura profunda, aunque sólo sea porque el conflicto es el aspecto que presenta una solución anterior a su quiebra. El conflicto es dinámico por definición, pero la normalidad tampoco permanece estática, sino que es cada vez más coercitiva. Una solución hace inviables otras. Cada resolución de un conflicto estrecha el arco de las resoluciones futuras.
Con la actual constitución española se quiso resolver la anomalía del franquismo, que había sido la solución de los conflictos que llevaron a la guerra civil. Cuando digo que el franquismo fue una solución no quiero decir que liquidara la discordia y instalara un régimen armónico. Quiero decir que resolvió la cuestión de qué tipo de dictadura y qué clase de terror prevalecerían en España después de la guerra.
Que un régimen o un principio constitucional resuelva una determinada dialéctica no quiere decir que sea una solución justa o permanente. Simplemente significa que suspende la irresolución en que se encuentra la sociedad respecto a intereses antagónicos. Una manera de suspender la irresolución es mediante una acción impositiva y, en el extremo, bélica. Hablamos, evidentemente, de violencia, que se supone ser la ‘ultima ratio’ y es, en realidad, la más primitiva, cercana del pensamiento mágico. Pero incluso las soluciones pacíficas suelen tener un carácter impositivo, aunque se apoyen en una consulta previa o en un debate entre las partes. Ejemplos de esta forma resolutiva hay a montones. La universidad, por ejemplo, se jacta de gobernarse por el claustro. Y ciertamente hay un senado académico que debate y toma decisiones, los departamentos votan las propias normas dentro unos márgenes estrechos, disponen de una cierta autonomía, etc.; pero nada de esto puede disimular la existencia de una estructura jerarquizada que, cuando conviene, gobierna por decreto y a menudo sin transparencia.
La constitución española se forjó de una manera similar. Bajo la apariencia de consulta participativa de todas las fuerzas sociales de la época, la redacción fue supervisada por la monarquía y el ejército, instituciones de factura franquista. Acompañaba a estos y otros pilares del franquismo con una legislación formalmente democrática, la transición eliminó durante mucho tiempo y tal vez para siempre la forma republicana de gobierno. Así fue como España ingresó en la Unión Europea con un diseño de Estado divergente de las democracias europeas, que con el tiempo llegaría a tensar la Unión en lo más básico: el concepto del derecho. Del mismo modo, la fabricación ‘ad hoc’ del estado de las autonomías, lejos de resolver el pleito nacional, lo exacerbo. Con la invención del mapa autonómico se descartaba la solución más lógica del conflicto, consistente en singularizar las nacionalidades catalana y vasca, actualizando sus respectivos estatutos, los únicos que el precedente histórico aconsejaba recuperar. Pero esta solución ya se había ensayado en 1935 y había llevado a la guerra civil. Por eso no les pareció practicable a los poderes de 1976. Una vez más se comprobaba que con cada nueva transacción se reduce el abanico de las soluciones disponibles.
La dinámica autonómica se basaba en una irresolución de las relaciones entre el Estado y las nacionalidades históricas, en un tira y afloja fatigoso y enervante. La necesidad de negociar de una en una las competencias previstas por el estatuto cuando la matemática electoral lo permitía exigía de los catalanes una fe milenarista que con el tiempo se desvaneció. El Estado no sólo se resistía a transferirlas, sino que procuraba vaciarlas de contenido y recuperarlas tan pronto como las circunstancias lo hacían posible. La constitución, después de todo, tampoco era ninguna solución del conflicto heredado, porque ni satisfacía a los usufructuarios del centralismo ni a los hipotéticos beneficiarios de la apertura estatutaria. Los primeros habían votado en contra y se esforzaban por subvertir con lecturas cada vez más restrictivas, mientras los segundos, viendo cerrarse el horizonte estatutario, concluyeron que la constitución, irreformable si no era para limitarla más de lo que lo era, había caducado como instrumento de consenso social.
La quiebra de la constitución como pacto resolutivo del pleito catalán implicaba el fin de la irresolución de los individuos. Tras décadas de negociar pacientemente todo lo que el estatuto ya incluía -que era, pues, de ley- y soportar acciones anticonstitucionales, como lo son los ataques a la inmersión lingüística o a la legislación sobre la rotulación de los comercios, o el expurgo del estatuto vigente, muchos catalanes superaron la perplejidad de vivir con desconfianza en un estado desleal y se resolvieron a buscar la independencia. Por otro lado, muchos españoles también resolvieron las dudas en que la democracia les ponía respecto a las minorías nacionales y apostaron fuerte por el centralismo, la anulación de las competencias estatutarias, la extirpación del catalán y la represión ilegal e ilimitada de los díscolos con conceptos penales heredados del franquismo, como la sedición, o pervirtiendo conceptos garantistas, como los delitos de odio, al darle la vuelta contra las minorías. En definitiva, aceptaron instrumentalizar el estado de derecho en contra de los derechos. O, simplemente, anular el derecho en nombre de la razón de estado.
Lo que lleva a una persona a superar las dudas, ya sea arriesgándose a reivindicar el derecho de autodeterminación o a empeñarse en reprimirlo, es adoptar modelos de conducta ya socializados. La ola independentista entre 2010 y 2017 resultó de extender el modelo político de una minoría a una mayoría que, posteriormente y de buena fe, creyó que siempre había sido independentista, al igual que muchos homosexuales se dan cuenta que lo son cuando encuentran una comunidad de personas de esta orientación. Igualmente, la espectacular difusión del fascismo en España es el resultado de adoptar los rasgos ideológicos y las formas de conducta de esta orientación política muchas personas que los habrían rechazados unas décadas atrás, pero que han acabado adoptándolos al verlos prestigiados por su entorno social y mediático.
La detención del president Puigdemont el pasado jueves en Cerdeña es una vuelta de tuerca más en la dialéctica que España ha abierto en el seno de la Unión Europea. Considerando la situación jurídica del president en Europa y la resolución del Tribunal General de la Unión Europea del 30 de julio, el movimiento de la autoridad italiana es incomprensible. Como en los años 40, la detención de un president catalán en el exilio para satisfacer el anhelo español de venganza es un desafío a los preceptos democráticos y una prueba más que el fin de las dudas españolas sobre los límites de la justicia abre el conflicto en el corazón de Europa. España representa cada vez más la antítesis de los valores democráticos y un desafío a la estabilidad de estos valores en la Unión.
Aunque la detención de Puigdemont se pueda entender como una maniobra de la derecha española contra el gobierno de Pedro Sánchez, quien en caso de extraditar al presidente catalán se encontraría con un grave problema en las manos, máxime cuando el Consejo de Europa ha exigido a España que libere a los presos políticos y retire las órdenes de extradición contra los exiliados independentistas, esto no justifica, al contrario, la reacción desesperada de ERC de insistir en la mesa de diálogo, una defensa reproducida al día siguiente mismo por Pedro Sánchez en uno de sus usuales reflejos de superviviente.
Institucionalizar en forma de «mesa» la irresolución de los cuarenta años de autonomismo es repetir una hipótesis falsada. Y es reintroducir el conflicto en cada individuo y en el conjunto del independentismo. El enfrentamiento de estrategias nunca se resolverá en unanimidad, ni por tanto en un aumento de la fuerza colectiva, sin la derrota del una u otra opción en la voluntad de las personas. Desgraciadamente, la lucha fratricida va para largo, pues la voluntad está disociada entre el corto y el largo plazo, es decir, entre objetivos no sólo diferentes sino excluyentes. Pero no es sólo la resolución de la voluntad sino también la irresolución, mientras dure, lo que decidirá las opciones futuras del país. Ahora mismo, la unanimidad de indignación por la detención de Puigdemont queda instantáneamente falseada cuando se aprovecha para remachar la estrategia abortada en lugar de declararla caducada y advertir a Sánchez, con la credibilidad que sólo da la acción, que no proceden las condiciones para aprobar el presupuesto y que le bailan las opciones de mantener el gobierno.