Un 25 de septiembre de 1891 nació Manuel Irujo Ollo, primogénito de Daniel y Aniana. Los vientos del principio del otoño bañaron su frente ancha y rosada y le imprimieron la movilidad que gozaban: podían venir del norte o del sur, del este o del oeste, pero siempre eran vitales y precisos, removiendo las copas de los robes de la sierra de Urbasa, troquelando las aguas turquesas del Urederra, agitando las del Ega que tramita por Lizarra. Nació entre aguas y vientos, al abrigo de Urbasa y Andia.
Eran tiempos de depresión porque la derrota de la última guerra carlista, 1872-76, eliminó por las fuerzas de las armas y de la legislación derivada, lo que antes fue energía de Nabarra, reducto activo de su conquista a sangre y fuego en 1512 y 1521. El carlismo derrotado pero soterrado se mantenía en el corazón del pueblo y en el de la familia Irujo. Se le impone el nombre de su abuelo Manuel, imagen de esas vivencias, y se le bautizó en la iglesia de San Juan Bautista de Lizarra. Pero en su nacimiento y bautizo cabían aires de la Bizkaia donde su Daniel ejercía como profesor laico de la Universidad de Deusto, y también brisas cosmopolitas de París, donde sus padres fueron en luna de miel, enfrentándose a los 300 metros de la Torre Eiffel, construida para la inauguración de la Feria de 1890, emblema de una nueva vivencia republicana y democrática, y bajo cuya sombra vivió Manuel los cuarenta años de su exilio.
Nació también en los años en los que, cual temblores anunciadores de una futura explosión volcánica, tienen presencia en la Gamazada de 1893. Ante los avances cada vez más audaces del centralismo peninsular de un imperio español donde se ponía el sol, y en que los pueblos de toda Euskadi, en especial de Nabarra, se levantaron, de forma pacífica, en marchas desde cada lugar hasta el de la de reunión central, Castejón. Allí llegaban en tren los diputados que defendieron en Madrid su foralidad, entre ellos Arturo Campion, reclamando viejos derechos históricos y preciosos, oponiéndose a nuevas medidas fiscales dictadas por el ministro Gamazo.
Manuel era un bebé cuando esos sucesos tremolaron sobre su cabeza, pero formaron parte esencial de su personalidad como patriota vasco, político nacionalista en los diversos frentes a los que accedió en su dilatada existencia. Su padre Daniel, su tío Estanislao Aranzadi Izkue y los hermanos Arana Goiri, Sabino y Koldo, a quienes les unía amistad desde la infancia por su exilio en Iparralde, estuvieron en esa hora máxima y precursora del nacionalismo vasco, en Iruña, en casa Aranzadi. Trataban de definir los avatares del día siguiente de aquel febrero de gracia de Castejón. Sintieron la necesidad de llevar algo que materializase aquella fuerza de pertenecer a un territorio histórico que podía tener fecha de más de mil años y más lejos aún, llegando al amanecer de Europa. Habían sido y querían seguir siendo.
En aquella reunión antecedente, los hombres reunidos en casa Aranzadi, Iruña, se dieron cuenta de que necesitaban un símbolo de su afirmación y aparecieron los colores de la futura ikurriña, y de las manos de Juana Irujo, la bordadora, se creó un avance de la bandera que se hizo alegoría moderna de las viejas emociones de un pueblo hermanado en sus seis territorios históricos. Desde la infancia de Manuel Irujo los versos del Paloteado de Monteagudo, propios de aquel movimiento popular, le fueron acompañando en sus casi noventa años, con su estrofa inicial: Antiguamente Navarra/ era un reino independiente/ de pagos y de soldados y de otras cosas urgentes… y que culmina: … vivan las cuatro provincias/ que siempre han estado unidas/ y que nunca se apartaran/ aunque Gamazo lo diga.
Pero otras cosas fueron formando al niño haciéndole padre del hombre Manuel: la defensa de Daniel de Sabino Arana en Bilbao, su actuación como político en Nabarra, su afiliación al Partido Nacionalista, de cuyos estatutos, con José Antonio Agirre, fue redactor, de su trayectoria en la guerra donde al aceptar cargo de ministro de la República, «fui el precio del Estatuto», afirmó siempre y no sin amargura, su magnífica labor como hombre de paz en la guerra, y su exilio de cuarenta años en los que se entregó a la causa de Euskadi, cual si hubiera hecho un voto de pobreza y trabajo que lo llevó, al final de su vida, con ochenta años, al regreso de su exilio, a seguir trabajando. No le cupo descansar en el paseo de los Llanos, el parque fluvial de su ciudad natal, bajo sus chopos, alisios y tilos y laureles, o respirar a bocanadas el aire de Urbasa. Siguió hasta el final ejerciendo en la política para grabar el mensaje vital de que por Euskadi merece la pena morir pero no matar, y clamando desde su corazón lastimado pero invencible Nafarroatik Euskadira.
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