La política es una práctica humana que se hace siempre en el tiempo, contando con el tiempo como una de las materias primas de que se dota. Por este motivo, el paso del tiempo es una de las herramientas, una de las armas, una de las técnicas más importantes en el arsenal de los políticos.
Cuando Charles Maier y Christopher Clark explican qué es la cronopolítica nos hablan del «tiempo politizado», que definen de una manera muy precisa, una definición que creo que es importante leer especialmente hoy: el «tiempo politizado» es la técnica de utilizar el tiempo como medio para legitimar el propio programa, para desafiar y desacreditar a los adversarios políticos o las opiniones políticas opuestas, o para hacer ambas cosas a la vez.
Y ahora observen como Pedro Sánchez ha hecho justamente eso. En la comparecencia, ayer, en el Palau de la Generalitat repitió una y otra vez que hoy estamos mejor que ayer, cuando se dictó la sentencia contra los prisioneros políticos, y que mañana todavía estaremos mejor que hoy. Lo que, traducido, significa que él cree que España está mejor situada hoy en Cataluña y que al independentismo cada vez, y cuanto más tiempo pase más, le será más difícil ganar.
La lógica del argumento es tan evidente que se puede ver por todos los descosidos. Sánchez cree que en 2017 sucedió algo -de lo que él, con esta cara que gasta, no se siente responsable- algo que el tiempo, el paso del ‘tiempo’, va arreglando solo. El tiempo, no la política.
Por eso su principal objetivo ayer era que el president Aragonés pasara por alto y olvidara, desmontara, aquella frontera de los dos años que había pactado con la CUP. Que la Generalitat aceptara que no hay ninguna prisa ni límite temporal alguno para la mesa. Si esto dura veinte años, que dure veinte. Mejor aún. Que él, en todo caso, continuará jugando con la carta de «dejar pasar el tiempo para ir normalizando y legitimando su programa» -como explica la definición de Maier y Clark.
La parte catalana, y desgraciadamente no puedo decir que esto me haya sorprendido, ha caído plenamente de bruces. Ya llegaban vendidos por esta vindicación acrítica del mecanismo, de la mesa, de la que hablaba en el editorial de ayer (1). Pero como, además, Sánchez cierra rotundamente la puerta a la política -no a la autodeterminación, no a la amnistia-, supongo que para Aragonés no hay nada más a reivindicar. Que se reunirán durante tantos años como sea necesario. ¿Para llegar a dónde?
Vuelvo a la gestión del tiempo. El equipo de Pedro Sánchez repartía ayer en Palau, a los periodistas, la llamada agenda del reencuentro. Pero leyéndola no costaba nada reconocer que esta propuesta presentada ahora como una gran idea del Gobierno era en realidad la de los 23 puntos que Artur Mas pidió a Mariano Rajoy en julio del 2014, completados por Carles Puigdemont hasta llegar a 45, entregados también a Mariano Rajoy en 2016. Siete años después vuelven los 45 puntos a Barcelona con la promesa -¡ay, señor!- de que ahora sí que los cumplirán. Pero con una advertencia solemne que ya hizo Rajoy. Podemos hablar de los 44 puntos primeros pero no del último, que es la autodeterminación. Lo dijo Rajoy en la Moncloa cuando le visitó Puigdemont y lo repitió ayer, palabra por palabra y exactamente igual, Pedro Sánchez en el Palau de la Generalitat.
Que en este ambiente de engaño la gente no tenga ganas ni de manifestarse en contra, como ocurrió el sábado -cuando nadie tenía interés alguno en la mesa- o como ocurrió con las convocatorias de ayer, a mi parece algo muy normal y lógico. Entre otras razones, porque es incomprensible, por ejemplo, que la CUP firmaré un acuerdo con ERC validando que se dejen perder dos años y que ahora de repente convoque a la plaza de Sant Jaume una manifestación contra la mesa. Francamente…
Todo esto aparte, la convocatoria ha servido para poner de relieve la dificultad con la que deberá moverse el president Aragonés de hoy en adelante. Con esta reunión ha ganado unos cuantos meses de respiro que permitirán a ERC hacerse valer, con este argumento inflado según el cual por primera vez un presidente español acepta que hay un conflicto político, por lo que a Pedro Sánchez le podrán aprobar el presupuesto español sin muchas discusiones internas ni problemas. Pero el precio para Aragonés es el nerviosismo cada vez más evidente de la CUP, cuya manifestación es un síntoma; y, sobre todo, la afirmación de Junts, que ha jugado muy fuerte y ha sabido marcar muy bien un perfil propio y diferenciado, cuando ya parecía estar dócilmente dentro del gobierno. La manifestación de la Diada y el renacimiento de la calle completa un panorama que, más allá de la inversión mediática y propagandística que nos querrá colar argumentalmente en estos días, es objetivamente más difícil hoy, para el president, de lo que lo era ayer.
(1) https://www.vilaweb.cat/noticies/puix-taula-dialeg-deu-lin-do-gloria/
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Silbados
Vicent Partal
Los silbidos e increpaciones que algunos políticos catalanes tuvieron que escuchar durante la Diada parece que les han molestado mucho. Para proseguir con sus juegos partidistas y demostrarnos, si era necesario, que no han sacado ninguna lección positiva del Once de Septiembre, ayer trataron de exprimir jugo, haciendo ver que se silbaban unos a otros o que lo era algo organizado para hacer daño al otro, y vuelta tras vuelta. Pero más bien lo que se vio, lo vi yo en persona, lo que vieron los periodistas de VilaWeb y la otra gente con la que he hablado, fueron manifestaciones espontáneas de enojo. Silbaba gente que simplemente se encontraba de cara con alguien que opina que no lo hace bien y que se lo recrimina así. A gritos, sí. Y con insultos, si lo consideraba conveniente. La gente, en definitiva, está muy enfadada con la clase política y por ello expresa la decepción o la rabia también encarándose a los que son más representativos. No creo que sea tan difícil de entender. Si de estos gritos y silbidos se quiere hacer un problema es para tapar el problema verdadero: que ellos, los políticos, no han llevado a cabo la parte que les correspondía.
Tradicionalmente, los políticos sabían, eran conscientes, de que los silbidos iban con el cargo -esta era la cantinela que todo el mundo repetía con resignación-. Y lo tomaban todo siempre con una cierta calma. Incluso con respuestas brillantes a veces. Es famosa aquella escena en que De Gaulle, sin inmutarse ni dejar de caminar, respondió «¡Buf! ¡Qué trabajo que me dais!» a un señor que le increpaba violentamente por los Campos Elíseos, gritando: «¡Eliminemos a los imbéciles!» O aquella ocasión en que Jordi Pujol, al comienzo de su presidencia, recibió una pedrada en el coche oficial en el que iba y, sin pensarlo dos veces, bajó a dialogar con los que la habían lanzado -y también a regañarlos-.
Sin embargo, ahora parece que los políticos sean intocables y ya no se les pueda ni silbar. O que silbarles, si te apetece y crees que es razonable hacerlo, te convierte en una especie de elemento asocial peligroso, que hay que descalificar y aislar, digno de ser arrinconado. De manera que se desprecia, o se esconde, que la protesta es el sonido de la democracia y que sólo faltaría que la gente no pudiera protestar siempre que quisiera ante quien quisiera y de la manera que considerara más conveniente.
La cosa me resulta aún más sorprendente cuando constato que la descalificación de los silbidos proviene, muy especialmente, de partidos y personas que se reclaman, dicen que son, de izquierdas. Y digo esto porque desde la izquierda de verdad, la que piensa y no se deja arrastrar, el filósofo franco-argelino Jacques Rancière explicó de una manera insuperable cómo las actuales instituciones políticas, incluidos los partidos, han asaltado la política, con la intención expresa de limitar a la población el campo, alcance, de lo que se considera político. Para restringir la libre opinión de los ciudadanos, controlando la protesta. Rancière ha dejado claro que es precisamente con la intención explícita de limitar nuestro derecho de hacer política cotidianamente, en los gestos pequeños del día a día, como los políticos se han otorgado derechos antes impensables. Tales como el de definir según su voluntad qué forma de protesta es legítima y cuál debe ser criticada -silbar, en este caso. O como decirnos si algo es constitucional o legal, prescindiendo de que diga la constitución o la legalidad. O como apropiarse el derecho de definir qué es violento y qué no lo es -que eso ya lo han dejado convertido, no en un hecho objetivo y objetivable, como había sido siempre, sino en una pura conveniencia instrumental.
Es cierto que, por ahora, ellos aún no dicen que silbar sea un ejercicio violento, pero que las izquierdas catalanas se hayan vuelto tan, tan, tan de derechas es algo a lo que no me sé acostumbrar…
- Cabe decir que Rancière, como Wollin, es muy interesante de leer a la luz del Primero de Octubre. Es muy conocida aquella tesis suya que dice que la democracia sólo existe de verdad en los momentos en que el orden establecido es reimaginado «de manera caótica» por un acontecimiento único e inesperado.
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