El primer tropiezo de Biden y el declive de los Estados Unidos

El avance relámpago de los talibanes, tomando las grandes ciudades en dos semanas y entrando en Kabul con la misma facilidad con que el general Yagüe entró en Barcelona el 26 de enero de 1939, ha desatado las críticas contra Estados Unidos. En Cataluña, donde la incapacidad de acción suele compensarse con el angelismo, el antiamericanismo nunca falla porque siempre está a flor de piel. Cuando no se asumen responsabilidades, es cómodo de reprochar a otros que no las ejerzan a gusto del espectador. Desde las gradas, todo el mundo sabe cómo se debía hacer para colar el balón en la portería. En Cataluña, todo el mundo es demócrata de lo más, todo el mundo «lucha» por los derechos humanos, todo el mundo está en el lado correcto de la historia, sin consecuencias. Y cuando la historia se pone difícil, porque hay que decidir entre valores y arriesgar algo más que una opinión, el acta catalana de los hechos no dice mucho de bueno sobre la defensa de la libertad, la democracia y el resto de cosas que hacen muy buen papel en el discurso. Parafraseando a Unamuno, que combatan otros.

Si alguien de verdad defiende la democracia, no puede aceptar un régimen como el talibán sin procurar de sustituirlo por otro más humano. En el bien entendido, claro, de que la intervención sea querida por una gran parte de la población, como fue el caso en Afganistán cuando Estados Unidos depusieron el gobierno talibán, digan lo que quieran los detractores de este experimento fallido de ‘nation-building’.

Hay muchas razones por las que ha sido fallido. Hay que recordar el comienzo. En su campaña contra el «terror global», George W. Bush destinó tropas para castigar a los culpables del ataque del 11 de septiembre. Se las envió sin un plan definido ni una estrategia de salida, como si la guerra, que por cierto nunca fue declarada por el Congreso de Estados Unidos, debiera ser permanente. Poco a poco, las operaciones se fueron ampliando y descontrolándose. La administración Bush toleró la tortura -Abu Ghraib queda como un oprobio para el ejército americano- y numerosas transgresiones de la legalidad, creyendo efectivo de combatir el terrorismo con sus armas. El resultado fue deslegitimar la coalición internacional mientras los talibanes extendían su influencia por el territorio y creaban una administración paralela con un servicio de inteligencia eficaz.

Se puede discutir sobre la legitimidad o inmoralidad de esa intervención, sobre la soberanía de las naciones y el principio de guerra justa, y se puede, evidentemente, condenar la laxitud de Bush con los preceptos internacionales por la conducta de la guerra. Pero no vale censurar a los Estados Unidos por intervenir al tiempo que culparles por retirar las tropas precipitadamente. Veinte años de presencia deberían haber dado otros resultados, pero nada indica que veinte años más hubieran dado otros diferentes. Los países son como son durante mucho tiempo, mientras que la democracia es un bien muy frágil.

Tan frágil que el ejército y la policía afganas, armados y entrenados por los Estados Unidos durante dos décadas, se han venido abajo como un castillo de naipes ante el avance de los talibanes. Si el régimen hubiera resistido y el gobierno hubiera acordado una transferencia de poder condicional, hoy nadie se atrevería a censurar la intervención americana. Pero nadie sospechaba el vacío moral de aquellas fuerzas y menos que nadie los mandos americanos que las habían formado. En realidad, más que la intervención en sí, lo que da carnaza a los críticos es el derrumbe repentino del ejército afgano, agravado por el dramatismo de las imágenes en el aeropuerto de Kabul. Pero la sensación de desastre tiene más que ver con la salida de los Estados Unidos que con la conducción de la guerra, a pesar de que se daba por perdida desde 2009. En la crítica de Estados Unidos como potencia militar en quiebra hay una buena dosis de hipocresía, una especie de duelo inconfeso porque Europa ya no podrá fiarse de la protección americana y tendrá que tomar decisiones adultas. En este sentido, es bastante revelador que el gobierno alemán haya reconocido que, para repatriar a su personal, necesita que los Estados Unidos mantengan el control del aeropuerto de Kabul en los próximos días.

A los americanos, esta guerra nos ha costado un billón de dólares solamente en armamento y operaciones. Sumando los gastos médicos y otros conceptos que afectan a los veteranos, el coste podría doblarse. Estimado no en vidas y mutilaciones, que hay que poner en la balanza moral, sino estrictamente en términos de la deuda, este precio, que ya pagamos, lo tendrán que seguir pagando nuestros hijos y nietos. Nos hemos hecho responsables no porque ellos o nosotros seamos especialmente violentos -nadie nos consultó si accedíamos a esta guerra y somos muchos los que hace tiempo que queríamos salir de ella- sino porque al americano medio le indigna saber que un gobierno masacra a la oposición y persigue a las minorías, comercializa el opio y la heroína que deshace las vidas de nuestra juventud, retira a las mujeres de la vida pública, desescolarizado las niñas y las quita a sus madres para darlas en bodas a los muyahidines. La diferencia con el europeo es que, a la indignación, el americano suele añadir la voluntad de intervenir, de hacer algo. Y es cierto que la facilidad con que pasa a la acción, como si fuera un sheriff de película, lo hace manipulable y lo expone a desengaños. Pero, a diferencia de los que más van a sufrir estos reveses, pero los critican desde una hipócrita conformidad con las dictaduras, no se podrá reprochar nunca a los americanos ser complacientes en la crítica interna.

No han tardado nada en denunciar el abandono de muchos afganos -especialmente los traductores- que colaboraron con el ejército y que serán represaliados por no haber sido evacuados a tiempo. Ni se han privado de escuchar la reacción de la comunidad afgana en Estados Unidos, por más duros que sean los reproches por abandonar el país que ahora ven definitivamente perdido. Ni han dejado de reflexionar, empezando por el ministro de Defensa, que les ha faltado un sentido claro de la misión a cumplir, pues cambiaba con el paso del tiempo y las circunstancias. Ni han sido negligentes en reconocer que no se ha hecho el esfuerzo cultural necesario para entender la mentalidad autóctona, condición prioritaria para moverse en un país extranjero donde distinguir entre amigo y enemigo puede ser un juego de adivinanzas. Ni han tardado un segundo en preguntarse qué lecciones hay que sacar de un fracaso de esta magnitud.

La crítica interna es inevitable, en primer lugar porque la oposición republicana ya se apresta a atacar a la presidencia de Biden, hasta ahora bastante exitosa en política doméstica, para colgarle la vergüenza de una derrota que ha heredado. Esta crítica interesada oculta que Donald Trump se había reunido con los talibanes, había liberado cinco mil y pactado la retirada de tropas estadounidenses para el mes de mayo de este año. Biden ha alargado el plazo en unos meses. Pero la crítica más amarga no vendrá del lado de los halcones, que asumen que la suerte de un presidente va ligada con el resultado de una guerra, sino de quienes reprochan a Biden no haber calculado las posibilidades de un colapso repentino de las fuerzas afganas y no haber continuado hasta haber obligado a los talibanes a aceptar una victoria más limitada. Si el primer reproche alcanza a la incomprensión de la baja moral del ejército afgano, el segundo implica aceptar la dinámica puesta en práctica por Nixon de escalar la guerra para favorecer una retirada honorable que finalmente no ocurrió.

Que Biden sufrirá las repercusiones de la derrota heredada es cosa segura. Y no o no sólo porque la guerra haya sido inútil, sino por la constatación de deslealtad con los afganos que, confiados en la protección americana, se habían comprometido en la lucha y ahora se ven abandonados. No es una conducta para inspirar confianza a los futuros aliados de Estados Unidos y disgusta profundamente el americano tradicional, educado en el respeto a la palabra dada.

Mientras tanto, la Unión Europea, que en general ha quedado al margen del esfuerzo de democratización mundial que han intentado los Estados Unidos, puede cuidar su imagen aceptando un puñado de refugiados -o, mejor aún, de refugiadas-. El gesto, que los políticos locales no han tardado ni un minuto en apuntarse al currículo electoral, equivale a poner un parche, pues en Afganistán quedan treinta y ocho millones de afganos bajo el yugo talibán. Y así, cada conflicto, dado que matemáticamente es imposible acoger a todos los desplazados de las guerras en curso y de las que vendrán a un espacio tan reducido como la Unión Europea. Pero los gestos simbólicos permiten desgarrarse las vestiduras y continuar disfrutando de un estado de bienestar que es el soborno y el opio de las conciencias. Más vale que el europeo no tenga que despertar nunca más de su sueño dogmático a la pesadilla de un poder enemigo que, entrando por la puerta del candor bienpensante, se le meta hasta la cocina.

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