La victoria de los talibanes y todos nuestros fracasos

Afganistán es un país imposible de invadir. En los tiempos modernos, lo intentó tres veces el imperio británico, y fracasó. Lo intentó la Unión Soviética, también tres veces, y fracasó. Hace veinte años, los Estados Unidos y buena parte de occidente decidieron que con ellos la historia sería diferente, pero también han fracasado. El problema no es que no hayan conseguido lo que nadie ha conseguido. El problema son todos los fracasos que esta guerra de veinte años deja tras de sí, hasta haberla convertido en una derrota universal enorme que tendrá consecuencias durante muchos años.

El primer fracaso de todos, y el más importante, es el regreso de Afganistán al oscurantismo. Las imágenes de los afganos intentando huir como sea de Kabul, incluso colgando de los aviones, ejemplifican bien la desesperación de una sociedad que sabe que le espera un futuro indigno, de sometimiento a una secta de fanáticos religiosos crueles.

El segundo fracaso es haber decepcionado de nuevo las esperanzas de los afganos. Durante estos veinte años, les han prometido mil veces que un sistema democrático y laico les haría vivir mejor. Pero, en cambio, no se ha hecho nada para que fuera así. Simplemente porque para los invasores era secundario si había libertad o no. La «libertad», en definitiva, tan sólo era un eslogan. La imagen del hasta ayer presidente huyendo del país en un helicóptero lleno de dinero y dejando en el aeropuerto billetes que ya no cabían dentro es muy gráfica. Si hablas de democracia, pero sólo creas corrupción y nepotismo, el fracaso está asegurado. Un fracaso que llega a ser crueldad cuando se constata, además, que nadie se ha preocupado ni un solo minuto por proteger la sociedad civil, que es la primera barricada de una guerra que en teoría era por los valores universales, de lo que vendría si el resultado era el que ha sido.

El tercer fracaso es el de la violencia y la brutalidad americanas. Bajo el impacto del 11-S, los Estados Unidos decidieron que no había ningún freno moral a su contraataque. De ahí nacieron el horror de Guantánamo, el uso cotidiano de la tortura, casi sin originar sentimientos y la práctica del asesinato aséptico, como si fuera un videojuego, desde los drones. Todo ello para nada. Porque veinte años después vuelve al poder un movimiento que, aunque no es el mismo de entonces, es igual. Y, además, que vuelve legitimidad y reforzado ante la opinión pública de una parte del mundo, precisamente por las barbaridades cometidas por los invasores.

Por ello, el cuarto es el fracaso mundial de Estados Unidos. Un fracaso que traerá cola porque fortalece a países a los que los defensores de los derechos humanos y la democracia debemos temer, como China, Pakistán, el Catar de Messi y el PSG y Turquía. Medio siglo después de las imágenes de Saigón, los Estados Unidos parecen haber entrado, ahora sí, definitivamente, en el camino del declive como superpotencia mundial.

Un camino en el que Europa parece quererlos acompañar. Este es el quinto fracaso. La irrelevancia de la Unión Europea es aterradora. También lo es el cinismo al que nos ha habituado, muy especialmente a los catalanes, en su retórica vacía sobre la libertad, la democracia y los derechos humanos. En los campos de refugiados de Turquía hay, según los datos de la Organización de las Naciones Unidas, 200.000 afganos por lo menos, algunos miles de los cuales han conseguido llegar a Grecia y están en campos como el de Moria. La cifra ha crecido significativamente en las últimas semanas y, si nos importan tanto las mujeres afganas y su futuro, la medida más fácil es abrir las puertas de Europa a las que están en estos campos. Hoy mismo. Y ayudarlas a reconstruir su vida.

El sexto fracaso es el del sistema internacional basado en la intangibilidad ciega de las fronteras de los estados. Porque es cierto que uno de los motivos evidentes del fracaso de la invasión americana es la imposibilidad de controlar el territorio de un Estado especialmente difícil en términos geográficos. Pero el otro es el peso de las afiliaciones nacionales que no deja crear un Estado viable. Los talibanes son, sobre todo, pastunes y viven a caballo entre Afganistán y Pakistán, sin fidelidad a ninguno de los dos estados. Obsesionarse por mantener unidos estados que no lo están es un error cada día más demostrable y que tiene un precio altísimo.

Y el séptimo fracaso: el de la opinión pública mundial. Cuando los Estados Unidos comenzaron las guerras de Irak y Afganistán, el mundo vio las manifestaciones más grandes de la historia, que rechazaban la guerra como método y clamaban por una manera diferente de entender las relaciones internacionales. Pero no lo pudieron impedir. Y la máquina monstruosa de lo que el presidente Eisenhower definió, preocupado por su influencia, como ‘complejo militar-industrial’ se ha impuesto. Poca broma con lo que quiere decir esto: según la Universidad de Brown (1), el coste de la guerra ha sido de 54.329.280.000.000 €, una cifra pavorosa, de espanto. Que no ha impedido que el conflicto vuelva a la terrible casilla de salida, pero que ha hecho funcionar muy bien los negocios de unos cuantos.

(1) https://watson.brown.edu/costsofwar/files/cow/imce/papers/2019/US%20Budgetary%20Costs%20of%20Wars%20November%202019.pdf

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