El perdedor de una guerra no impone condiciones y, por lo tanto, no decide la suerte del país que ha abandonado con una derrota a cuestas. Las guerras del siglo XXI en territorios lejanos no se ganan por la superioridad militar ni por la estrategia de los estados mayores. Veinte años han transcurrido desde que una coalición internacional, con la aprobación de la ONU, derribara el régimen de los talibanes de Kabul. En Afganistán se desarrolló un odio irrefrenable a Occidente en general y a Estados Unidos en particular que desembocó en los trágicos atentados del 11 de septiembre del 2001 en Nueva York y Washington.
La reacción global ante aquella carnicería humana en los centros más emblemáticos del poder de Estados Unidos se resumía en el titular con que Le Monde abría la edición del día siguiente: “Nous sommes tous américains”. Todos somos americanos.
Un asustado presidente George W. Bush anduvo dos días desconcertado hasta que puso en marcha el castigo de los autores del atentado que derribó las torres gemelas de Manhattan, que representaban el poder financiero de la primera potencia occidental. Reunió una coalición internacional aprobada por la ONU y se derrocó a los talibanes, se instaló un gobierno prooccidental y se enviaron miles de soldados de más de veinte países.
Entre la seguridad y la libertad se decidió por la seguridad y por el recorte de derechos de movilidad que todavía perduran. El presidente Obama permitió que se le filmara en un búnker de la Casa Blanca mientras el autor intelectual de aquella masacre, Osama bin Laden, era abatido por las fuerzas especiales norteamericanas en un escondite de Pakistán. Se eliminó al inspirador de la matanza de Manhattan del 2001, pero la causa de los talibanes sigue social y políticamente vigente hasta el punto que varias ciudades afganas han caído en manos de los llamados “señores de la guerra”, que pueden volver a tomar Kabul en cuanto los soldados norteamericanos y de la OTAN abandonen el país, tal como ha anunciado el presidente Biden.
De Afganistán huyeron despavoridos los británicos de las tres guerras del siglo XIX que perdieron una detrás de otra. En las montañas y planicies de Afganistán se estrelló el ejército soviético cuando entró triunfalmente en las Navidades de 1979. Visto en perspectiva, fue el comienzo del fin de la Unión Soviética, que actuó con más frivolidad que realismo militar.
El abandono de las tropas norteamericanas de Afganistán equivale a una derrota con muchas similitudes con el abandono de Vietnam en 1973 tras once años de conflicto bélico, dejando al gobierno de Saigón en manos del ejército de Ho Chi Minh que operaba desde Hanói.
El Gobierno prooccidental de Kabul no podrá resistir la presión de los talibanes que pretenden instalarse nuevamente en el poder persiguiendo a cuantos colaboraron con los ejércitos occidentales. Como en Vietnam del sur al caer Saigón.
La derrota en Afganistán se ha producido también en Irak, donde el Gobierno prooccidental no puede garantizar la seguridad ni mantener el control cuando se vayan todos los soldados occidentales. Con el agravante de que aquella guerra que dividió a Europa y al mundo en el 2003 fue decidida sin que existiera una causa justificada. No hace falta recordar cómo Bush, Blair y Aznar decidieron en la tristemente célebre foto de las Azores que invadirían Irak sin haber comprobado que había armas de destrucción masiva. Bush y Blair se han disculpado por aquel fatídico error. Aznar no ha querido reconocer que mintió a los españoles y que tiene una deuda política y moral con nosotros y con la historia.
Unos veinte años de ocupación militar y de guerra con los talibanes y las distintas facciones islámicas radicales, tanto en Afganistán como en Irak, no han conseguido imponer la democracia imperial –así se hablaba en Washington en aquellos tiempos en los que se pensaba que la fuerza lo podía todo–, ni pacificar una sociedad dominada entonces por fanáticos iconoclastas en Afganistán ni llevar las libertades a Irak tras la captura y muerte del dictador Sadam Husein, que fue derribado de todos los pedestales del país.
Era inevitable abandonar militarmente aquellas tierras de Asia Central, que no pueden ser dominadas con tropas llegadas de fuera. Por allí han pasado todas las civilizaciones y muchos ejércitos que han acabado siendo expulsados. Sus habitantes son fieros, orgullosos, tercos y pacientes. El tiempo y la historia juegan a su favor.
BLOG DE LLUIS FOIX
Publicado en La Vanguardia el 4 de agosto de 2021