Ha llegado un punto en que, poco resilientes a la incertidumbre y con la necesidad de buscar seguridades, parece que nos aferramos a tres únicas dimensiones de la realidad social para encontrar explicaciones a cualquier circunstancia adversa. Hablo, obviamente, del capitalismo en el terreno económico, del patriarcalismo en el terreno relacional y del cambio climático en la relación con el entorno. De modo que si algo pone en evidencia esta exclusividad hegemónica actual de las tres perspectivas mencionadas es que no se han hecho realidad -o sólo muy relativamente- los pronósticos sobre el fin de las ideologías de los años 60, de la supuesta postmodernidad de los 70, del pensamiento débil de los 80, del pensamiento único o el fin de la Historia de los 90 o el de una sociedad líquida del siglo XXI.
Para evitar los malentendidos habituales cuando se quieren tratar cuestiones que son vividas en términos doctrinales y ya forman parte de las indiscutibles evidencias colectivas, advierto que en las líneas que siguen no pretendo poner en entredicho la realidad de estos tres grandes modelos, ni entrar a hacer observaciones críticas. No porque no se le puedan hacer, o incluso porque no se le tengan que hacer, sino porque no es el objeto de esta reflexión. Lo que consideraré es qué papel social se les otorga y cómo en ocasiones se manipulan las capacidades explicativas.
No se trata, pues, de discutir si vivimos o no en una sociedad capitalista, patriarcal y en un grave proceso de cambio climático, que son hechos más que contrastados. La cuestión es observar hasta qué punto los modelos se convierten en ideologías que fundamentan una mirada -llamarle ‘pensamiento’ sería una exageración- dogmática sobre la realidad. Después de todo, si se trata de aproximaciones científicas a la realidad para dar cuenta de las lógicas estructurales que determinan nuestras vidas, no se puede olvidar que se trata de modelos que tienen una fuerte dimensión especulativa, que son objeto de controversia interna y que evolucionan porque también son hijos de su tiempo y, por tanto, son contingentes. Es decir, todo lo contrario a los dogmas.
En definitiva, el capitalismo, el patriarcado o el cambio climático dan cuenta de cómo funciona el mundo, ciertamente, con mucha eficacia. Sin embargo, cuando se convierten en doctrinas, se acaba creyendo incluso sin tener que saber gran cosa. Entonces se utilizan no ya como modelos de análisis crítico sino como teorías cerradas, simplificando cualquier complejidad a una sola causa. Así, por ejemplo, toda forma de desigualdad se atribuye automáticamente al capitalismo como si no pudiera tener otro origen; toda forma de violencia de género se considera consecuencia del patriarcalismo estructural como si no pudieran existir otras causas de orden psíquico, o se culpa de cualquier catástrofe natural el cambio climático, incluida una pandemia, como si nunca antes se hubieran sufrido.
Querer interpretarlo todo a partir de tres únicas doctrinas es una forma de reduccionismo grave que excluye otras aproximaciones teóricas y que paradójicamente, partiendo de teorías críticas, puede conformar un pensamiento acrítico. Y, con mucha facilidad, los análisis se convierten en propaganda. Además, como es el caso, estos tres modelos de análisis de la realidad, cuando se convierten en doctrinas, la reducción de la complejidad y de la incertidumbre se consigue a cambio de abocarnos a una perspectiva pesimista que ofrece pocas esperanzas de transformación futura. En los tres casos, por sólo señalar una de las muchas consecuencias no esperadas, la responsabilidad individual queda diluida en la perversidad de un sistema que se presenta casi invencible. Y las llamadas a hacer frente a la maldad intrínseca del sistema no consiguen pasar de ser rituales exorcizadores cuya eficacia, si la tienen, es muy escasa. El pensamiento, o es abierto, o no es pensamiento.
ARA