Era un día milagroso de este verano ardiente: no hacía ni frío ni calor y el cielo lucía esplendorosamente azul. Una brisa fresca circulaba por el alto del monte Irulegi o peña de Lakidain, a casi 900 metros de altura, en el valle de Aranguren. Por invitación de Juantxo Agirre, Sociedad de Ciencias Aranzadi, admiré sobrecogida, desde la torre de Homenaje del castillo roquero, la bella geografía de Nabarra. A nuestros pies, entre otros, los hermosos valles de Egüés y Aranguren con sus pueblos diseminados, la fértil cuenca de Iruña y su crecida capital. Mas lejos, los altos Pirineos. Se atisbaba Aralar, la montaña sagrada y central del país de los baskones.
Permanecíamos sobre las torres rescatadas a la tierra y al olvido, a tempestades y vientos, de un castillo oteador del reino de Nabarra. Desde esa atalaya admirable, nuestros antepasados atisbaron peligros, previeron conquistas derivadas del sur y del norte, del levante y poniente, aunque no sirvió para desviar la última. Fue demolido en 1491 debido a las guerras civiles entre agramonteses y beaumonteses, que facilitaron al pujante reino de Castilla su invasión y conquista del debilitado reino de Nabarra.
Pensé en los 2.500 amaneceres y atardeceres que allí, donde permanecía como turista extasiada, fueron atisbados, y bajamos de las torres de vigía, abandonamos el patio de armas y recorrimos el sendero rocoso que lleva monte abajo aunque en su ladera, a la excavación emprendida por Aranzadi con un grupo de jóvenes estudiantes de Historia, trabajadores voluntarios, de las Universidades del País Vasco y la Pública de Navarra. Recortan sus vacaciones veraniegas para ampliar y favorecer la cultura, junto a sus maestros arqueólogos e historiadores, trabajando en conjunción admirable. Ante mis ojos asombrados vi cómo rescataban, balde a balde de tierra removida, los basamentos de un poblado baskon de la Edad de Hierro, hundido durante 2.000 años bajo la muralla romana que se izó sobre ellos.
Irulegi renació ante nosotros por las palabras precisas del director de la excavación, Mattias Aiestaran. Recobró voz y forma una comunidad tenaz, habitante de un pasadizo vital entre el continente europeo y la Península ibérica, cara al mar del Poniente y de espalda a la muralla pirenaica, que soportó el paso de Roma y de los demás pueblos invasores que se van sucediendo en el quehacer de Europa, milagrosamente vivo hasta hoy en el mantenimiento de costumbres, lengua y leyes.
Cuentan arqueólogos e historiadores, voceros de semejante resurrección, que han encontrado una pequeña fosa con los restos de un bebé, en lo que suponen fue cogollo de una vivienda de hace 2.500 años. La criatura no nata no sufrió la cremación que tocaba por costumbre, sino el enterramiento en la zona familiar diseñada alrededor del fuego. Careció de la oportunidad de vivir y procrearse, es decir, de eternizarse, pero viviría para siempre entre los suyos.
Revivió ante mí la criatura, sacudida del polvo del tiempo y del silencio al que ha estado sometida durante los avatares de su pueblo. De no haber muerto, en el poblado de Irulegi hubiera crecido cargando agua del arroyo cercano, arreado ovejas que significaban carne, leche, queso y lana, suplantando, si era varón, a su padre en el cuidado de la fortaleza comunal. Si era hembra ocupando los afanes domésticos no menos importantes: mantenimiento del fuego, cultivo de la huerta, manejo de los alimentos y, sobre todo, del cuidado de la nueva generación. Es probable, se han conservado los nombres baskones que hablaran un euskera primitivo semejante al de nuestros días.
La criatura de Irulegi, cual potente fantasma, pareció planear sobre nuestras cabezas, como si fuera un arrano beltza o un milano real, revolando sobre la calle excavada, sobre los restos de viviendas chamuscadas, pues hubo una lucha civil entre las dos facciones romanas en la que participaron los baskones, sobre la calzada de la muralla romana y la indiferencia de los siglos que siguieron hasta nuestros días en que queremos recuperar la historia arrebatada, que no hemos olvidado y que queremos recuperar.
Mi criatura no nata de Irulegi, convertida en ave en mi imaginación apurada ante la visión circundante, no pudo ser consciente de la grandeza y fertilidad del lugar primordial en que fue concebida, ni de su importancia estratégica, ni de la peligrosidad de la invasión de otros pueblos por esas mismas circunstancias. No pudo balbucear una palabra, ni ensaya una sonrisa, ni tan siquiera pronunciar un llanto. Conformó, a lo mas, una mínima parte de la vida de su madre, pero no fue protagonista de la misma. Permaneció oculta bajo tierra, hundiéndose en ella en el devenir de la historia agitada de su poblado, emergiendo a la luz de nuestro siglo para dar testimonio no tan solo de su existencia, sino la de los suyos.
Junto a los restos de la criatura no nata –dejó de volar y fue otra vez cenizas–, se han encontrado monedas que indican un tráfico comercial intenso con la zona mediterránea, puntas de hacha y herramientas guerreras, residuos de cerámica que contuvieron agua y conservaron alimentos. No hay rastro del lienzo húmedo por las lágrimas de la madre que entregaba a la tierra madre su criatura de carne y sangre que gestaron sus entrañas y en ellas murió. Sepultada en el hogar primordial, revive 2.500 años después para darnos una lección de vida pues Irulegi es en sí mismo símbolo de la peligrosidad de las luchas intestinas o guerras civiles, de los desgarros que procuran y de la derrota que suponen.
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