Un pueblo que esconde su lengua es un pueblo que se avergüenza de sí mismo, y un pueblo que se avergüenza de sí mismo no sólo no inspira ningún respeto, sino que, en el mejor de los casos, es tratado con condescendencia por aquellos a quien pretende halagar. La lengua es el rasgo idiosincrásico más definitorio de toda colectividad humana, ya que es la expresión de su intransferible concepción del mundo y de su actitud ante la vida. Ocultar, por tanto, la lengua catalana, en beneficio de la lengua española, como hicieron Pere Aragonés y su consejera de Exteriores, Victória Alsina, en la recepción a los cónsules extranjeros celebrada en el Palau de la Generalitat, constituye, además de un acto de autoinferiorización, una exhibición de raquitismo, de servilismo y de pusilanimidad vergonzantes.
La lengua propia de Cataluña es el catalán, señor Aragonés y señora Alsina. Es el catalán. Ustedes tienen todo el derecho de esconderla a título personal en la intimidad, pero no en los actos oficiales, porque en estos últimos, de acuerdo con el cargo que les ha sido confiado, ostentan una representación institucional, lo que significa que cada vez que inferiorizan la lengua inferiorizan el país. Es decir, lo humillan. Y no están autorizados a inferiorizarlo y humillarlo. No tienen derecho alguno a hacer extensivos a todo un país sus complejos de inferioridad relativos a Cataluña y a su lengua. No lo tienen. Y si no se ven con fuerza de superarlos deberían ceder los lugares que ocupan a personas que no arrastren este pesado y enfermizo lastre psicológico.
No vale la pena entrar en el terreno de la comprensión de la lengua por parte de los presentes, porque no es esa la cuestión. Estamos hablando de un acto oficial, no de la cita posterior con los canapés y las croquetas. Con una croqueta en la mano, cada uno habla en la lengua que quiere. Pero no en el turno de la declaración institucional. Por ello, dedicar unos descasos segundos a la lengua catalana, mostrándola como una lengua meramente ornamental, como un simple florero que no tiene otra función que hacer bonito, supone un desprecio que adquiere la máxima magnitud cuando es, ni más ni menos, el presidente del país quien lo protagoniza. Porque, si es el mismo presidente quien actúa así, ¿qué se puede esperar de quienes están jerárquicamente por debajo?
Hay que resaltar que hay cónsules que son catalanes y también otros que, sin serlo, ya hace tiempo que viven en Cataluña. Pero, en el supuesto de que haya alguno que no entienda el catalán, es obvio que su obligación es aprenderlo. Es el requisito básico de todo miembro de un cuerpo diplomático conocer la lengua del país donde ejerce. No estamos hablando de personas analfabetas o que han llegado en patera por razones de subsistencia, sino de personas con estudios superiores que se pasean en coche oficial. Sin embargo, aún hay otro detalle que hace más vergonzante el arrinconamiento de la lengua catalana por parte de Pere Aragonés y Victória Alsina, y es que tanto el discurso del uno como de la otra estaba escrito y, por consiguiente, podía ser entregado después a todo el mundo traducido al inglés.
La señora Alsina habló treinta y siete segundos en catalán y seis minutos y medio en español. Y Pere Aragonés habló un minuto y veintiocho segundos en catalán y seis minutos y tres segundos en español. Sumando el tiempo de ambos, encontramos que presidente y consejera hablaron dos minutos y cinco segundos en catalán y doce minutos y treinta y tres segundos en español. Para simplificarlo a números redondos: catalán, dos minutos; español, doce y medio.
Son bien sabias estas palabras de un señor de la antigua Roma que se llamaba Tácito: «La marca del esclavo es hablar la lengua de su señor». Ha transcurrido más de medio siglo desde que Miquel Martí i Pol escribió aquella sátira que decía:
«El papá, que es fabricante,
cada mes da un tanto
para el Òmnium Cultural
y el despacho dice que hará
escribir en catalán
cuando todo vaya como es debido.»
Y también hace medio siglo que Pere Quart ridiculizaba a los catalanes que consideran ofensivo hablar su lengua ante toda persona que no sea catalana por completo. Era el «Romance del hijo de viuda» que cantaban Els Tres Tambors:
«Pero soy catalanista
y en casa, con mamá,
cuando no hay visita,
hablo siempre en catalán.»
La parte más servil y humillante vino al final, cuando Pere Aragonés dijo (en español): «Permítanme terminar con unas palabras en catalán». ¡No sea se que ofendieran por la osadía de hablar en catalán en Cataluña! Y le dedicó 24 segundos. El presidente de Cataluña, en un acto oficial en el Palau de la Generalitat, pedía que se le dejara hablar en catalán el 14 de julio de 2021. ¿Comprende, el lector, por qué este país no es libre y será muy difícil que lo pueda ser con dirigentes así? ¿Lo comprende? Un presidente de 38 años, nacido después de la muerte de Franco, exhibía ante los representantes internacionales en Cataluña su hispanocentrismo y su acomplejamiento como catalán.
Estoy contento de que Miquel Martí i Pol y Pere Quart ya no estén, sentirían vergüenza ajena al ver la espeluznante vigencia de sus sátiras dos generaciones después. Las escribieron en pleno franquismo y todavía estamos igual. La diferencia es que ahora es mucho más grave, porque no hay excusa. Ahora tenemos el govern de Pere Aragonés, un gobierno que en casa habla siempre en catalán. Si no hay visitas, claro.
EL MÓN