Del autor de ‘Walden’

Una única frase en la entrada correspondiente al 19 de enero de 1841 del diario de Henry David Thoreau dice: «Cada golpe fuerte que damos con estas manos externas mata a un enemigo interior». Es una frase profunda que no puedo evitar relacionar, quizás trivializándola, con el movimiento catalán por la independencia, actualmente decaído. Si a pesar de la aparente inadecuación la relaciono con el mismo, es porque las verdades iluminan, aunque la ocasión no sea especialmente brillante.

Tan espectacular como fue el impulso entre 2012 y el 2017 lo ha sido el retroceso. El compromiso de ERC con el gobierno español con el pretexto de expulsar al PP y evitar su retorno recuerda a los matrimonios malavenidos pero indisolubles. La alianza se ha convertido en pegajosa como un chicle en la suela del zapato y es causa de una política desmañada, sin perspectiva, pues a diferencia de CiU Esquerra no puede cambiar de zapatos en medio del baile. Esta alianza basada en la entrega absoluta no sólo no tiene recorrido alguno en el ideario independentista, sino que lo vacía de contenido y paraliza su aplicación. A la independencia se suele llegar aprovechando una crisis del Estado o si es necesario provocándola; nunca ayudándole a remontarla y menos aún cooperando a reequilibrar las fuerzas respectivas en detrimento de la propia. Hablo, claro, no de la fuerza bruta sino de la fuerza de legitimación, en que el Estado era deficitario debido a la exhibición de violencia el Primero de Octubre. Una deslegitimación acentuada por la derrota en las urnas del diciembre del mismo año.

El independentismo acababa de dar un golpe al 155 y el Estado, que había puesto todos los medios para evitar tal resultado, quedaba aturdido. Pero la fuerza de uno y dos referéndum-elecciones empezó a disiparse cuando ERC rechazó invertir al president restituido por las urnas. Desde entonces no ha parado de desahogarse.

Lejos de ampliar «la base», auxiliar a uno de los responsables del 155 tenía como consecuencia inevitable e inmediata tonificar al Estado. Tomando partido por los socialistas sin ninguna perspectiva de transacción -pues nadie negocia con el enemigo arrodillado-, ERC contribuía a restaurar la imagen del Estado. Con la ficción de la mesa de diálogo, han dado la vuelta al escándalo de reprimir las urnas con porras y encarcelar la libertad de expresión. Sánchez se ha podido retratar gratis como un estadista capaz de apaciguar un conflicto que, si agoniza, no es precisamente por la negociación sino por el incremento de la represión. En ausencia de una respuesta proporcional a la represión desatada, el conflicto se ha convertido en opaco en los medios internacionales. Últimamente ha reaparecido un breve instante cuando el ex-consejero Andreu Mas-Colell ha sido amenazado de expropiación por el Tribunal de Cuentas. Pero no todos los perseguidos por éste y otros tribunales gozan del reclamo de treinta y tres premios Nobel y veinte prestigiosos economistas en defensa de su colega. El resto son castigados en el anonimato, invisibles a la opinión internacional, como cualquier otra víctima de un sistema político que a nadie interesa cuestionar.

Es gracias al silencio cómplice de los medios como, a pesar de estar informada de la persecución, la Comisión Europea lo remite a un asunto interno español. Europa, que tras muchas dudas finalmente ha amenazado a Hungría con alguna medida punitiva para defender los derechos LGBT en ese país, permanece ciega, sorda y muda ante los ataques a los derechos de una minoría nacional, que, a diferencia de las sexuales o religiosas, no tiene adeptos ni, por tanto, defensores en otros estados.

Si a veces la violación de los derechos de minorías nacionales provoca que otros gobiernos intervengan, esto suele ocurrir cuando la opresión bordea el genocidio o cuando la desigualdad es evidente. La simpatía popular siempre estará del lado de David y contra Goliat. Pero, a pesar de la desproporción de los medios, tanto en calidad democrática como en capacidad de coacción, empleados en el conflicto del Estado con Cataluña, la minoría no despierta mucha solidaridad. Una razón de la indiferencia es, ya se ha dicho, la invisibilización del conflicto en los medios; otra, que contribuye al encubrimiento y dificulta la persuasión, es la falta de convencimiento. La declaración espasmódica del 10 de octubre del 2017 y la salva del 27 defraudaron las expectativas del mundo convocado en Barcelona. Mucho ruido y pocas nueces. La credibilidad resultó dañada y desde entonces no ha parado de hundirse. Muchos catalanes quedan hipnotizados por una imagen fija del pasado, pero el mundo ya ha pasado página.

Sin embargo, la frase de Thoreau se aplica a nuestro problema, pues el peor enemigo es el enemigo interior. Para vencerlo no sirve de nada el remordimiento o la autocrítica, para decirlo con la palabra habitual en la lengua maltratada. El obstáculo que alzamos como un pretexto para retroceder del salto que nos llevaría a un estadio superior, pero que también nos podría romper la crisma, sólo podemos salvarlo golpeando con las manos externas un objeto real. Para conseguir la independencia política, el único camino es golpear políticamente al Estado. El enemigo exterior es el correlato de un miedo interno; la gigantez de Goliat es una proyección en la distancia de la pequeñez de David. Y a la inversa, la dureza y la duración de la represión están en proporción inversa a la impunidad de su práctica. Si las manos externas lanzan la pedrada con fuerza y ​​acierto, los filisteos no desaparecen con este solo golpe y la lucha continúa, pero ellos pierden un héroe y nosotros un fantasma que nos aterraba e inmovilizaba.

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