Entre 1933 y 1941, los años del crecimiento del nazismo, hubo doscientos corresponsales de prensa extranjeros en Berlín. Uno de estos periodistas se llamaba Edgar Mowrer y trabajaba para el Chicago News Daily.
Mowrer fue de los pocos corresponsales que fueron expulsados de Alemania. En septiembre de 1933 le obligaron a abandonar el país por haber escrito un artículo muy crítico con lo que él ya calificaba de «nuevo régimen». La inmensa mayoría de sus colegas no reaccionaron cuando hubo esta expulsión. Aunque trabajaban siguiendo los patrones democráticos occidentales, callaron ese día y ya continuaron callando a partir de entonces. Durante años. ¿Cómo es que no avisaron a sus países sobre lo que pasaba? ¿Cómo es que continuaron escribiendo todavía ocho años más sin concienciar al mundo de la monstruosidad que se fraguando? Es una pregunta que, por la excepcionalidad absoluta de aquel momento y las consecuencias que tuvo, hace años que me hago y me obsesiona. Pero un día me topé con un libro escrito por Daniel Schneidermann (1) que me sirvió para entender todo esto mucho mejor. No solamente mis colegas sino, en general, todos aquellos que tienen aversión a hacerse preguntas mientras crece la tormenta.
Schneidermann explica de una manera muy convincente las razones de aquel silencio. Algunas son muy profundas. Por ejemplo, el anticomunismo visceral de algunos periodistas o editores que veían en Hitler tan sólo un freno a la temida Unión Soviética. O el hecho de que se cernía también en el ambiente, como por desgracia vuelve a pasar ahora, una cierta condescendencia hacia el autoritarismo, que podía llegar a ser presentado como un remedio preventivo, tolerable según para qué intereses políticos o económicos.
Pero en su relato se destacan mucho los momentos en que se ponen sobre la mesa razones psicológicas o culturales, banales respecto de la información que había que cubrir, pero que en cambio tuvieron un papel determinante para justificar el silencio. A aquellos periodistas, simplemente, les gustaba vivir en Berlín, por ejemplo. Por los cabarets, los jardines, por la cerveza, por mil razones. O eran, bastante a menudo, germanófilos, culturalmente hablando. Gente que había aprendido durante años la lengua alemana, a quien gustaba la cultura alemana y que por eso mismo se sentía feliz viviendo cada día. Schneidermann señala muchas razones de este estilo, simplísimas y anodinas, que, sin embargo, tuvieron un gran papel a la hora de hacer que unos periodistas brillantes llegasen a ser un grupo de inútiles a la hora de hacer su trabajo. Incluso a la hora, simplemente, de ver la realidad que les rodeaba.
Este artículo que leen hoy lo quería haber escrito ayer. Pero las noticias del día me obligaron a cambiar de tema. Sin embargo, hoy lo recupero y por eso quiero enmarcarlo en el contexto en que fue pensado, que es el asesinato de Samuel Luiz, en Galicia. El asesinato de este joven, en un incidente que es percibido como homófobo y, para entenderlo, hace falta que miremos también algunas imágenes que todos pudimos ver en las redes, en las que grupos de jóvenes nacionalistas se encaraban con las manifestaciones del día del orgullo gay blandiendo banderas españolas y diciendo que aquello era «una guerra entre LGTBI y españoles». Blandiendo las mismas banderas -y es otra imagen que me impactó hace días- que enarbolaron también los jóvenes encerrados en un hotel de Mallorca después de haberse contagiado de Covid en una macrofiesta, aquellos irresponsables que, encima, pretendían haber sido secuestrados por el gobierno «catalanista» de Francina Armengol. Las banderas, en fin, que enmarcaban hace pocas horas la amenaza directa y brutal, pública e intolerable, contra el editor de El Jueves.
Se debería preguntarse, por ello, cómo es que alguien blande la bandera española contra la bandera del arco iris, qué contraposición más absurda e inconexa es esta. O cómo es que se enarbola la misma bandera contra la razón sanitaria, contra el sentido común. Y qué tienen en común editar una revista satírica y el hecho de hablar una lengua minorizada o amar a quien se quiere… Porque es un hecho que el enemigo de todo siempre, siempre, siempre, utiliza los mismos colores.
La respuesta es muy simple: esto que vemos es el nacionalismo español que crece sobre todo entre los jóvenes, convertido en el antídoto violento y agresivo contra cualquier forma de diferencia y de pluralidad. Cualquiera. Y descaradamente violento, porque bebe de la fuente de una cultura política, el nacionalismo español, que ha sido, es y será siempre profundamente autoritario, supremacista, racista y machista. No porque sí ni que fuera inevitable, sino porque esa es la esencia que incubó intensamente el colonialismo en el norte del Marruecos -donde se conformó la actual nacionalismo español-, después de la derrota de Cuba.
La cuestión importante, sin embargo, es que hoy, al igual que ocurría en el Berlín de 1933, hay gente que encuentra en sus placeres íntimos y personales, en sus simpatías más vagas y abstractas o simplemente en su comodidad, la excusa perfecta para a no tener que mirar la realidad de frente. Esta realidad que tenemos indudablemente delante. Y eso explica que una parte de la sociedad, incluso independentista, incluso de izquierdas, incluso anticapitalista, prefiera no entrar a fondo en todo esto que pasa, en las razones de este aumento acelerado de la violencia política. Para no tener que denunciar sin contemplaciones y en bloque un movimiento político, el españolismo, que es la raíz del problema y que puede contar que en causará muchos más problemas en los meses y los años venideros.
Pagamos así lo que desde una óptica sólidamente anticolonialista, el académico ugandés Mahmood Mamdani hace años que explica bien: que en los juicios de Nuremberg se impuso un esquema profundamente pernicioso para definir cómo es luchar contra un nacionalismo y un Estado de raíz y práctica violentas. Porque en aquel juicio en lugar de reconocer que el Holocausto era un proyecto político nacional, se optó por tratar aquel horror máximo como una acumulación de crímenes de guerra por parte de personas individuales. Y fue así como se estableció un precedente peligroso que aún hoy arrastramos. Sólo en el caso de la guerra de Yugoslavia y en algún otro similar pareció que se ponía en duda el paradigma de Nuremberg y se quería ir a fondo. Pero ahora y aquí mismo, queridos lectores, es el gran peligro al que nos enfrentamos, otra vez. Que nadie se engañe: estas no son cosas de individuos aislados. Hay un proyecto político real y creciente, nacional y nacionalista, detrás de estas banderitas enarboladas violentamente contra tanta gente diferente. Y por eso, precisamente por eso, combatirlo como tal movimiento, en su totalidad, completamente y prescindiendo de si los de este partido o aquella idea son mejores o peores que aquellos otros, más o menos suaves, es la única manera de evitar, ahora que la batalla ha comenzado y ya está viva en la calle, la repetición de la historia.
PS. Ya lo sé, que los manipuladores de siempre dirán que es una barbaridad comparar el ascenso del nazismo con el futuro de España. No lo hago, ¿pero qué me importa a mí lo que puedan decir esta gente? No es para ellos lo que yo escribo, ni quiero que nadie pueda reprocharme un día que me comporté como lo hicieron en Berlín aquellos colegas de Edgar Mowrer.»
(1) https://www.seuil.com/ouvrage/berlin-1933-daniel-schneidermann/9782021369267