La furia desplegada por el Tribunal de Cuentas contra ex-altos cargos del gobierno y personas relacionadas con la acción exterior seguramente persigue más de un objetivo pero tiene una causa eficiente: el escándalo internacional por la conducta del Estado español, con los jueces de protagonistas del asalto a la democracia. Los gastos millonarios que este tribunal imputa al Diplocat y a los delegados exteriores por haber promovido el referéndum es una fabulación retrospectiva. Como las acusaciones de rebelión y sedición que se mantienen para los presos indultados, este castillo de naipes también acabará cayendo cuando los afectados puedan defenderse en Europa. El Tribunal de Cuentas no sólo no puede probar la malversación, sino que tiene en contra el testigo, difícilmente rebatible, de Mariano Rajoy en el Congreso negando tajantemente que la Generalitat hubiera gastado ni un solo euro en el referéndum. La acusación de que el govern, a través del Diplocat y las delegaciones, dilapidara millones para promoverlo en el extranjero tiene tanta sustancia empírica, o tan poca, como la rebelión. El Primero de Octubre la violencia necesaria para que hubiera la puso íntegramente el Estado; ahora el Estado pone la contabilidad creativa.
Conozco de primera mano cómo lo hacen los aparatos represivos para abonar el terreno para las inculpaciones. Hace varios años El País me puso en un mismo saco con Andreu Mas-Colell y más académicos como miembros de un supuesto «lobby catalán» en Estados Unidos, una asociación de la que nunca había oído hablar y dudo que exista más allá de los designios de quien mueve los hilos de aquel rotativo. Faltó poco para que el diario icónico de la izquierda nacional nos caracterizara de banda ideológicamente armada. Que aquello no eran palos de ciego de un columnista despistado sino terrorismo periodístico lo demostró poco tiempo después otro colaborador de ese mismo diario dedicándome especial mención en otra publicación y, al estilo nazi más puro, advirtiendo de la aparición inminente al que entonces era director de mi departamento. Tampoco era la primera vez que Stanford recibía presiones para hacerme callar. Por canales diversos, también consulados y embajadas, suelen hacerlo, con más éxito, en universidades europeas. Ahora mismo el presidente de la Academia Europea, David Coates, se ha disculpado por haber pedido en un correo interno firmar una carta de apoyo a Mas-Colell.
Mientras que el secretario general de la ONU, António Guterres, felicita a Sánchez por haber perdonado los nueve presos más visibles, la represión se extiende con el concurso del gobierno socialista. Si el Tribunal de Cuentas, instancia de control descontrolada, se empecina en perseguir la proyección exterior de la Generalitat, podría incluso «empapelar» a la universidad de Stanford por haber reunido un tiempo «el Observatorio Catalán» del Patronato Cataluña Mundo, la entidad que precedió el Diplocat. Y de paso podría reclamar también a la London School of Economics, sede del otro Observatorio Catalán, este integrado en Cañada Blanch Centre for Contemporary Spanish Studies, una filial de la Fundación Vicente Cañada Blanch, entidad valenciana escasamente sospechosa de veleidades independentistas.
Durante la corta pero intensa vida del Observatorio de Stanford, recibí una visita de Andrew Davis, el delegado de la Generalitat en Estados Unidos, y puedo asegurar que no hablamos de nada remotamente relacionado con ningún referéndum. Al contrario, los responsables del patronato demostraron una prevención enfermiza ante cualquier interpretación de la actividad del Observatorio en este sentido. Tanta, que llegaron a presionarme para apartar del programa de una conferencia a Mark Tushnet, profesor de la Facultad de Derecho de Harvard, porque el título de su ponencia hacía referencia a Kossove. Más papistas que el papa, los gestores del ente que precedió el Diplocat se anticipaban a censurar la posible insinuación de un paralelismo que acabaría imponiéndose por la terquedad del Estado. España todavía no reconoce el Estado de Kossovo y Tushnet, quien por cierto ha escrito sobre el constitucionalismo autoritario cosas aplicables al Estado español, no cayó del programa.
Como asunto interno español, el pleito catalán no tiene ninguna perspectiva; nunca ha tenido. La única esperanza consiste en remover la conciencia internacional. Sin este contrapoder, la represión sería despiadada, como lo es en China, en Bielorrusia, Irán o Turquía, países que pueden desestimar las presiones de Occidente por su potencia o la de sus aliados. España quiere y no puede. Para comprobarlo, basta con la reacción colérica los indultos, no ya de la derecha sino de los propios socialistas. No cuesta mucho imaginar hasta dónde llegaría la revancha en un entorno más propicio, como el de los años cuarenta. Poco o mucho, el ambiente conforma, así como la presión atmosférica impone un equilibrio entre el interior y el exterior del cuerpo, la presión democrática europea estrangula las manías más salvajes de los justicieros españoles.
Por sí sola, la confrontación no será nunca el desatascador del conflicto. Tampoco lo será el diálogo, que en España es siempre un diálogo de sordos. Pero la confrontación no violenta tiene de corolario que las represalias alocadas erosionan el Estado cuando la autarquía es impensable. Es por esta razón por la que, herida en el orgullo, la bestia golpea incontinente, sin darse cuenta de que los coletazos dañan la fachada con que disimulaba la decrepitud. La verdad imperdonable que el independentismo ha destapado es que la extrema derecha no era excéntrica sino integral al sistema y penetra los medios, las instituciones y la sociedad.
La semana pasada hablaba de la insolvencia de los intelectuales. En plena regresión a estadios pre-democráticos de la sociedad española, vale la pena recordar las memorias de Franz Schoenberner, último editor del semanario satírico Simplicissimus hasta la llegada de Hitler al poder. En aquel semanario colaboraron muchas de las mejores firmas de la literatura alemana antes de marchar al exilio, como lo hizo el editor mismo. En ‘Confesiones de un intelectual europeo’, Schoenberner recuerda que la destrucción del centro intelectual de resistencia que representaba la clase media educada fue una de las condiciones necesarias para que Hitler subiera al poder. Hombres como Hess, Goebbels, Otto Strasser y muchos otros eran desertores de la clase media educada. Antes de que la pesadilla se convirtiera en real, confiesa Schoenberner, a él y la mayoría de personas de educación superior la idea de que el nazismo pudiera convertirse en un movimiento de masas les habría parecido ridícula.
Quienes durante años trataron a los franquistas como un puñado de nostálgicos chabacanos, o quienes no hace mucho aseguraban, con una pedantería que los delataba por el exceso, que el franquismo yacía enterrado con el cadáver de Franco, eran ciegos a una realidad de inmenso alcance y duración interminable. Pasados varios años de la pequeña satisfacción de haber vetado el artículo de un autor en quien ya intuía el nazi en el que efectivamente se convirtió, Schoenberner reconocía que aquella victoria había sido provisional. Era sólo un éxito esporádico en la lucha interminable contra una mentalidad ubicua y eterna, que en Alemania -dice él- representaba el nazismo. Y que en otros países, pues, se encarna en ideologías diferentes sin dejar de ser la misma mentalidad.
Que esta mentalidad, actualmente compartida por una parte creciente de la sociedad española, se convierta en un peligroso fenómeno de masas no depende de si las elecciones las gana la derecha o la izquierda. La mentalidad que configura el tipo de régimen que Tushnet bautizó como ‘constitucionalismo autoritario’ se encuentra en las filas socialistas con tanta intensidad, si no más, que en las filas conservadoras. Que triunfe depende de si hay o no un centro intelectual de resistencia que se oponga al deslizamiento moral por la pendiente del prejuicio enquistado y que rechace la muerte anímica que sobreviene cuando se justifica lo injustificable. El riesgo es manifiesto en el espectáculo de multitudes consolándose de la devastación de la personalidad con la proximidad de la manada. Pero tanto si la dictadura constitucional triunfa como si topa con resistencia interior, el desenlace del conflicto vendrá del comportamiento del entorno internacional. En 1945 los exiliados alemanes vieron su trabajo coronado por el éxito, mientras que los republicanos españoles asistieron amargamente al consentimiento de Franco por las democracias. Es cierto que en el caso español las motivaciones geopolíticas eran complejas y la alternativa aparente no era especialmente seductora, como lo había advertido George Orwell. Pero no se puede desestimar el hecho de que el exilio intelectual alemán era mucho más consistente, influyente y decisivo que el español; que Thomas Mann, por poner un ejemplo, pesaba mucho más en la opinión liberal que Salvador de Madariaga, por citar uno de los más elevados en el escalafón del exilio republicano español.