Corredor mediterráneo, corredor de la energía y corredor 5G. Eurorregión Pirineos-Mediterráneo y hub aeroportuario de Barcelona dentro de una red de aeropuertos (de Girona a Alicante y Palma). Fachada portuaria mediterránea y sistema de ciudades encabezado por Barcelona y València. Red interuniversitaria Joan Lluís Vives y puentes lingüísticos entre el Institut d’Estudis Catalans y la Acadèmia Valenciana de la Llengua. Relaciones entre À Punt, TV3 e IB3 e intercambios de experiencias entre cámaras de comercio. Jornadas entre gobiernos y entre organizaciones empresariales… Hay una expresión especialmente apropiada en el momento actual: dime con quién irás y te diré qué harás. El refranero popular nos resuelve algunos de los problemas conceptuales que tenemos planteados, no en vano es resultado de la sedimentación de las experiencias acumuladas durante generaciones. Esa frase recoge un principio aplicable también a las sociedades y a las naciones. A Catalunya también. Los países no son solo un mapa finito en un atlas, ni un determinado nivel de gobierno dentro de una ordenación de jerarquías administrativas y políticas. Los países son también relaciones.
Es habitual caer en la trampa de juzgar un país como el resultado de un doble ejercicio entrecruzado. El primero lo sitúa en el mundo: nos habla de su área y extensión, pero también de sus fronteras, de límites, nos dibuja la forma del territorio. La silueta del país se nos hace reconocible y lo define, como su nombre y su historia. Las lindes y los mojones, montañas y ríos, mares y llanuras, se nos muestran y nos ayudan a saber hasta dónde llega. Delimitado por los cuatro puntos cardinales, lo tenemos ya preparado para plasmarlo en un mapa. La dimensión horizontal domina. Pero también los países se sitúan en un eje vertical de clasificación política. Un país se puede convertir en una suma de municipios o bien una región, una comunidad autónoma o una nación, un Estado federado, confederado o independiente. El ascensor político y administrativo de la soberanía política puede conducir a los países de un piso a otro dentro de una ordenación de jerarquías, como si fueran un Dante moderno en un paraíso de cielos sucesivos. Es cierto que, a veces, el ascensor se detiene entre dos pisos y entonces quizá es el momento de cuestionar si la división jerárquica de la finca es demasiado rígida para la realidad de la vida y si no habría que coger la escalera que nos permite una mayor flexibilidad de rellanos intermedios.
Catalunya es un mapa. Catalunya es una estructura de gobierno. Pero Catalunya también es –y ha sido– una relación. Me permitirán que articule, un poco atrevidamente y desde fuera, una hipótesis: Catalunya trabajó de forma intensa en su reconocimiento como país durante los gobiernos de Jordi Pujol. El proceso de construcción nacional iba acompañado de otro de voluntad de identificación. El activo papel de la Generalitat catalana en la Europa de las Regiones (todavía recuerdo aquella gran campaña de 1988 de ser uno de los cuatro motores del continente, junto con Lombardía, Baden-Württemberg y Auvernia-Ródano-Alpes, que era tanto como decir Barcelona, Milán, Stuttgart y Lyon) marcó la política exterior del país durante mucho tiempo. A esta fase la ha sucedido una segunda que se ha centrado en la definición de Catalunya en el continuo jerárquico que el canon de la teoría política occidental ha acuñado. La pretensión de que el ascensor político subiera a Catalunya del piso de las naciones al de los estados ha caracterizado los últimos años. Quizá ha llegado ya el momento de pensar en una tercera dimensión en que, sin necesariamente dejar de aspirar a que el ascensor pueda moverse algún día, Catalunya también dedique un cierto tiempo a pensar en sus relaciones, empezando por las más próximas.
Asumir Catalunya como una relación implicaría un extraordinario despliegue de voluntad: la perspectiva altera siempre el resultado. En realidad, la embarcaría en un proceso de construcción de nuevas dinámicas diferentes a las que se han conocido hasta hoy. ¿Qué políticas puedo y quiero compartir y con quién y qué papel pueden tener en una nueva fase política? Catalunya así deviene más que un producto de la historia y de la voluntad política e, incluso, mucho más que la forma de un mapa y las funciones asociadas a un estatus jerárquico determinado. Al grito de Catalunya es una nación, habría que añadir el de Catalunya es una relación. Porque las redes de relaciones no son solo conexiones, sino productoras reales e inesperadas de una amplia variedad de resultados, a la vez que un movilizador de oportunidades formidable. Las implicaciones políticas de la nación y de las formas de gobierno son evidentes, pero las de las redes de relaciones aún están por explorar. Es el momento de constituir un gran experimento territorial europeo de relaciones que, articulado sobre una geometría variable, prepare nuestros territorios para tener mayores posibilidades en la reordenación territorial del poder demográfico, político y económico que se vislumbra en España y en Europa. Viva la nación, sí, pero viva también la relación.
LA VANGUARDIA