Castigo y perdón, culpa y penitencia, falta y arrepentimiento, dolor y generosidad, intolerancia y reconciliación, fractura y concordia. Magnanimidad. Estas son palabras que acompañan la concesión de los indultos a los nueve presos políticos catalanes. Todas son palabras que se sitúan en el campo de la moral, por no decir en el religioso, y no en el terreno político o el del derecho. La gran coincidencia retórica de los actores implicados hace pensar en una operación concertada, con complicidades a ambos lados, bien estudiada y ejecutada con precisión.
Llevar el conflicto político al terreno de la moral tiene muchas ventajas. En primer lugar, convierte la intransigencia del poderoso en condescendencia hacia el débil, acentuando su superioridad moral. En segundo lugar, minimiza el impacto de las críticas políticas de los propios pidiéndoles comprensión hacia una estrategia que se presenta como el último paso en la desmoralización del enemigo. Y, además, hace muy difícil la respuesta del beneficiario de la fingida compasión por no aparecer como un desagradecido, un irreductible o un fanático ante la opinión pública.
El discurso moralista que acompaña a los indultos tiene, sin embargo, un punto débil en las razones que aduce. Si por un lado, sobre todo aquí, debe parecer un gesto de generosidad altruista, allí recurre al argumento del cálculo interesado. Han dicho que los sacaban de la cárcel porque ahora hacían más daño -a España- dentro que fuera; que era para ocultar la imagen internacional de Estado represor; porque el castigo no era útil -como antes- para la convivencia, o que había que sacarlos para asegurar la estabilidad económica que conviene al mundo empresarial que depende del BOE. Incluso, un antiguo consejero de Interior que ha vivido bien contra el Proceso ha dicho que los indultos eran para acabar con los que «han vivido muy bien del Proceso». La jeta no tiene límites.
Por el lado de los presos y el resto de represaliados políticos -porque, vistas las razones de los indultos, ya no hay ninguna duda de que eran presos políticos-, el argumentario que se esgrime a su favor sigue siendo estrictamente político. Se han lamentado las situaciones personales de los presos, de los exiliados y de los amenazados con perder la hacienda, claro. Pero las razones de fondo a las que recurren en defensa propia son las de los derechos fundamentales, la no imparcialidad del juicio, la debilidad del estado de derecho, la preeminencia de la justicia europea o las declaraciones de los organismos internacionales de derechos humanos o del Consejo de Europa. En definitiva, hablan de democracia y no de compasión.
Como toda estrategia hecha desde el poder esto de la concordia tiene muchas probabilidades de abrirse paso y acondicionar los futuros equilibrios políticos. José Luis Rodríguez Zapatero, el gran profeta del buen rollo, el del «talante», como era conocido en España, el de las falsas promesas -aquel «apoyaré»-, el que traicionó a Maragall en favor de Mas, en este sentido, ya ha pronosticado que los independentistas volveremos al Estatuto, bien entendido, al descabezado en 2010 por el Tribunal Constitucional.
Sin embargo, no hay nada más peligroso en una guerra que tener chivatos que pongan contentos a sus generales con informaciones complacientes más que exactas. Ya pasó hace justo una década cuando la corte española se fió de los informantes que les aseguraban que el independentismo era un suflé a punto de desinflarse. Hablo de banqueros ahora fracasados, de abogados de despachos de influencias, de constructores de obra pública, de dueños de grupos editoriales, de presidentes de patronales, muchos reunidos en el Foro Puente Aéreo. Y ahora, por lo que se ha sabido, cuentan con la misma nómina, con pocas incorporaciones, en una rara continuidad de los que entonces ya confundieron interés propio con realidad ajena.
Vamos, que no está todo perdido. Y, además, hay que esperar que el independentismo, en uno de los países más descreídos del planeta, no se deje embaucar por este lenguaje de meapilas. Amén.
ARA