Terry Eagleton examina lo que los filósofos han dicho a lo largo del tiempo sobre la risa en ‘Humor’
Paciente: ¿Cuánto tiempo me queda de vida? Médico: Diez. Paciente: ¿Diez qué? ¿Años? ¿Meses? ¿Semanas? Médico: No, no: diez, nueve, ocho, siete… Hay cierto placer en reírse de la muerte. La risa compensa un poco nuestra mortalidad, y también nuestra fragilidad en general. Y ayuda a desahogarnos, a reducir el pesar por el desasosiego que nos provocan, señala Terry Eagleton en su nuevo libro, Humor (Taurus), en el que examina qué nos hace reír, por qué funciona un chiste, con la ayuda de un buen puñado de grandes pensadores.
Eagleton, profesor de Teoría Cultural en la Universidad de Manchester, recuerda que la risa es un fenómeno universal, pero no uniforme. Y que genera con frecuencia ruidos cercanos a los relinchos, los cacareos y los rebuznos: es animal y, a la vez, indiscutiblemente humana. En su estudio sobre las emociones, Charles Darwin apuntó que la risa puede confundirse fácilmente con la tristeza, y que ambos estados pueden ir acompañados de abundantes lágrimas. Para el antropólogo Desmond Morris la risa quizá evolucionó a partir del llanto.
Y no siempre es saludable: ha habido epidemias letales de paroxismo histérico en las que han llegado a morir personas. En 1962 se produjo uno en Tanganica, la actual Tanzania, que obligó a cerrar 14 escuelas y afectó a un millar de personas, alguna de las cuáles rio… 16 días. Y el novelista victoriano Anthony Trollope sufrió un derrame cerebral por la risa que le provocó una novela cómica, una desgracia que, asegura Eagleton, afectará a pocos de sus lectores.
NIETZSCHE
Nietzsche decía que sólo el animal humano se ríe porque sufre de manera atroz y ha tenido que inventar un paliativo. Es la teoría de la descarga. Por su parte, Kant afirmaba que era «un afecto que resulta de la súbita transformación de una expectativa alta en nada».
FREUD
Y para Freud, la risa es una bofetada al superyó. Una descarga de energía psíquica que normalmente invertimos en reprimirnos, en mantener ciertas inhibiciones sociales básicas. Que los chistes sean placenteros a nivel formal por sus juegos de palabras, la aplicación del sinsentido, las asociaciones absurdas que generan, pueden ayudar a que el superyó se relaje, suspenda su vigilancia por un momento y el anárquico ello pueda situar en primer plano una emoción censurada. El placer preliminar de su forma nos ablanda para que aceptemos su contenido sexual o agresivo. Reírse es el resultado del fracaso de la represión… a la vez que tomamos conciencia de su fuerza. Un bufón al que se le permite bromear no puede hacer ningún daño. Y su irreverencia casi puede demostrar lo resilientes que son las reglas sociales.
HEGEL
Hegel creía que lo ridículo es el resultado de la colisión entre un impulso sensual ingobernable y el más elevado sentido del deber. Un conflicto que puede provocar sonoras carcajadas, aunque tal vez la mayoría de los chistes, subraya Eagleton, generan más bien un murmullo, una risita incómoda ante la perspectiva de perderle el respeto al padre. Temerosos de recibir un castigo por nuestra insolencia, el placer de contemplar al patriarca destronado se acompaña de unas risitas nerviosas provocadas por la culpa… que nos estimulan a reír más abiertamente para defendernos del malestar que genera toda esta situación. Un triunfo provisional, igual que cuando el carnaval llega al día siguiente y se reanuda la vida cotidiana hay una ligera sensación de alivio.
LA VANGUARDIA