Generalmente, tendemos a asociar el colonialismo o imperialismo, la acción llevada a cabo por un Estado para dominar política, económica, cultural y lingüísticamente un pueblo o pueblos concretos, en épocas pasadas, pensando en el caso de antiguas potencias coloniales como Gran Bretaña, Francia, España o Portugal, y también, más recientemente, los Estados Unidos de América del norte o la antigua URSS, hoy transformada en la Federación Rusa.
Los territorios sometidos al dominio global de una potencia foránea son llamados, habitualmente, colonias. Y es cierto que, hasta ahora, cuando hacemos referencia a colonias o antiguas colonias tendemos a pensar en países del tercer mundo, de África, Asia o, en ciertos aspectos o en tiempos más remotos, en América Latina, pero no, habitualmente, en países de Europa. India o Malta, por ejemplo, son antiguas colonias británicas, como fueron de Francia naciones como Argelia o Senegal, de España los Estados Unidos Mexicanos o Chile y de Portugal países como Angola, Brasil o Mozambique.
Parecía, pues, desacertado emplear palabras como imperialismo, colonialismo, colonias y, menos aún, metrópolis, en relación con situaciones de opresión nacional en el primer mundo. Es cierto, sin embargo, que la opresión nacional ha sido y es una realidad en el conjunto de los cinco continentes, aunque esta coincidencia fundamental no ha sido suficientemente considerada para homologar casos evidentes de colonialismo, a pesar de la diversidad de situaciones existentes, en cada caso, y también una pluralidad tan grande con respecto a la estructura económica, la cultura política y un peso determinado de cada idioma nacional.
Tengo que confesar que, hasta ahora, cuando se me preguntaba, en relación con el caso catalán, si éramos o no colonia de España, siempre hacía daño decir la respuesta, sobre todo si nos teníamos que limitar el uso de la terminología convencional, como también debe pasar lo mismo con respecto a Escocia en relación con el Reino Unido de Gran Bretaña o a Quebec en relación con el Canadá. Aparentemente y en una primera reacción, poco que ver comparándolo con la definición del vínculo colonial de Timor Oriental con Portugal o Indonesia, de Cabo Verde con Portugal, del Congo con Bélgica, de Kenia con el Reino Unido o bien de Madagascar con Francia, sobre todo por la manera tan bestia, violenta y depredadora de comportarse los estados oficialmente ‘civilizados’.
Las potencias coloniales eran estados, en todos los casos, más avanzados en todos los ámbitos que sus territorios coloniales y su capital, la metrópolis, ejercía también una incuestionable capitalidad supraestatal, imperial, pues. Se trataba de regímenes democráticos, industrializados, cosmopolitas, con una población viajera y, generalmente, plurilingüe, estados y metrópoli por donde habían penetrado y luego exportado todas las manifestaciones de la modernidad en todos los ámbitos: político, cultural, científico, técnico, filosófico, deportivo, religioso, etc.
No parece muy oportuno encajar en este estereotipo colonial el caso de nuestra nación, o sea el de los Países Catalanes, ya que, bien mirado, reunimos claramente, mucho más que el imperio y su metrópoli, todos los ingredientes característicos de la modernidad. Tenemos una inequívoca cultura democrática, una tradición industrial, una mentalidad abierta que nos hace saber más idiomas y viajar mucho más que en el resto de territorios del Estado, un talante innovador y emprendedor, unos tics anti estatistas que nos hacen confiar más en la sociedad que en la burocracia y ha sido siempre a través de nuestra nación por donde han penetrado en la península los grandes exponentes de la modernidad.
En cambio, sin embargo, España y su Estado, en pleno siglo XXI, siguen comportándose con nosotros, descaradamente, empleando todas las prácticas más abyectas del colonialismo de siempre: con un saqueo fiscal desatado y persistente, un freno permanente al desarrollo económico de las empresas en nuestro territorio, unas infraestructuras insuficientes e inapropiadas, la uniformización cultural supeditada a una matriz española única, la imposición de su idioma en todos los ámbitos en sustitución del catalán, una legalidad pensada no para la defensa de los derechos democráticos básicos y las libertades fundamentales sino para el mantenimiento de la integridad territorial, una estructura de Estado totalmente centralizada en su capital, un aparato estatal, administrativo, político, militar, policial, judicial, comunicativo, religioso y unas infraestructuras pensadas, exclusivamente, para el mantenimiento de los intereses y los privilegios de las élites improductivas que hace siglos que viven esta situación.
No sé cómo deberíamos denominar a nuestra peculiar situación de opresión nacional, con la correspondiente enajenación nacional de buena parte de los integrantes de nuestra sociedad, pero si a los que van a vivir a los pueblos llamamos neorrurales; neofranquistas, a los partidarios del antiguo régimen que ahora van saliendo del armario y, neoliberales, a los defensores del liberalismo económico más desatado, si España nos trata como una colonia y continúa con su mentalidad colonizadora de siempre, desde planteamientos propios de un colonialismo de manual, ¿no será porque practica un neocolonialismo que nos ha convertido, en suma, en una neocolonia?
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