El filósofo madrileño José Ortega y Gasset escribió que «solo en mentes castellanas existen órganos adecuados para percibir el gran problema de la España integral». Quienes acusan a los catalanes de supremacistas harían bien en meditar cinco segundos sobre esta frase grávida de consecuencias políticas y militares. Que la España integral, es decir, la España homogénea y unitaria, es un problema grande, nadie puede dudar. Es el problema que envenena la vida española desde hace siglos. Problema que las cabezas castellanas urden y las cabezas catalanas sufren en forma de decapitación real o simbólica.
Pero los catalanes mismos deberían meditar la frase del filósofo español, maestro de falangistas, por la parte de razón empírica que tiene. Si expurgamos su ganga nacionalista, veremos que Ortega había captado correctamente que los castellanos entienden las ventajas de la unidad y los catalanes (contra los que escribía aquella sentencia), no. La tan citada frase de Aznar que antes se rompería Cataluña que España no debe interpretarse necesariamente como una previsión de «montar un Ulster» en Cataluña, al estilo de lo que prometió el excitado Jordi Cañas inspirándose probablemente en las imágenes del film ‘La Haine’ (1). Sin duda, de Aznar se puede esperar una actuación mefistofélica con panorama de violencia al fondo. Al fin y al cabo, ya era éste el trasfondo del discurso real del 3 de octubre de 2017. Pero fuera cual fuera la intención de aquella advertencia sobre una Cataluña frangible, Aznar tenía suficiente con la experiencia histórica para hacerla. Los catalanes no lo han entendido, no digo intelectual sino sentimentalmente, y por ello existencialmente, la importancia de la unidad. Y como no lo han entendida la remiten a los gestos simbólicos. La mata del junco, el pino de las tres ramas, la sardana son los símbolos compensatorios de una unidad idealizada justamente por inaccesible.
Ortega decía que el catalán es lo que queda del hombre antiguo en la península. Un hombre psicológicamente estampado por el modelo asociativo de la ciudad-estado, de las pequeñas repúblicas que durante siglos habían definido la vida en las costas del Mediterráneo. Con esta alusión al arcaísmo de lo que entonces en Madrid tildaban de particularismo y ahora de nazismo, Ortega respondía no del todo irónicamente a la bocanada de helenismo al novecentismo de la época. La voluntad de clasicismo de Eugeni d’Ors, quien se quejaba de que Barcelona fuera poco griega por falta de grandes obras de arquitectura pública, tenía la contraimagen de una realidad histórica de interminables guerras civiles entre los estados-ciudad helénicos. Al imperialismo orsiano, delirante reflejo de la ambición de una burguesía que creía posible traducir la pujanza económica en influencia política en una España preindustrial, Ortega oponía la anarquía que siempre debilitó la vida griega, incluso en el siglo culturalmente más frondoso, el de Pericles. Aquella incapacidad de unidad, intentada en vano con la formación de la liga de Delos, que reunió entre 150 y 330 estados-ciudad bajo el liderazgo de Atenas, llevó a la guerra del Peloponeso. El debilitamiento general hizo inevitable que otros estados más unificados y por lo mismo más poderosos aprovecharan la incapacidad helena de superar la discordia.
Como Grecia, Cataluña tuvo una fase expansiva que la llevó hasta Murcia y la proyectó sobre las orillas del Mediterráneo, a las que impuso una ley internacional de comercio, el Consulado de Mar, exactamente como después lo han hecho los imperios marítimos posteriores a una escala mucho mayor. Pero habiendo agotado la energía expansiva, que pronto topó con el límite de la fuerza demográfica, el incipiente imperio catalán comienza a desmembrarse. Ya Jaume I, monarca sin concepción de la unidad territorial como base del poder, fundó en Mallorca y Valencia reinos diferenciados con la intención de repartir los territorios de la corona catalano-aragonesa entre sus hijos. En la España interior, el rey Fernando III reunió definitivamente León y Castilla en una unión que, si en un primer momento no parecía decisiva por la hegemonía hispánica, con el tiempo se mostró determinante.
En un estadio poco desarrollado de la economía, en el que la producción se consumía localmente, aquellos reinos podían subsistir independientes unos de otros mientras no fueran codiciados por una potencia superior. Las mezquinas disputas de preeminencia que llevaron a la entrega de la corona a una dinastía castellana a las puertas del Renacimiento impidieron la formación de un Estado catalán moderno, vale decir nacional, precisamente cuando el comercio revolucionaba la economía y la exportación exigía más colaboración política entre las diferentes entidades de la corona catalano-aragonesa. Al final la colaboración se realizó, sí, pero a favor de las oligarquías castellanas y facilitando la castellanización de los territorios añadidos a la corona hispánica. El orden político internacional que los catalanes habían iniciado con el Consulado de Mar, pero que fueron incapaces de afianzar, finalmente se lo impusieron desde fuera, primero con la doble dinastía de los Trastámara consolidando la unificación de la península bajo la férula castellana y después con la incorporación de los reinos peninsulares en el imperio de los Habsburgo.
El pecado original de la desunión, perpetuado con la adopción local de gentilicios diferenciados, se enconó en rivalidades adventicias que, en lugar de promover la excelencia en las artes y la filosofía que compensó Atenas por su torpeza política, acabaron hundiendo a los países catalanes en el vicio que Freud llamó el narcisismo de las pequeñas diferencias. El mantenimiento de diferencias morfológicas en la lengua culta como referente identitario en un espacio lingüístico tan reducido como el del catalán, la afirmación diferencial en la denominación del idioma según el lugar donde se habla, vanamente compensada con afirmaciones «científicas» de la unidad, hacen de la lengua, no el cemento de una comunidad nacional, sino un disolvente constantemente aplicado por quienes la quieren reducida a un habla de campanario. Con el prejuicio contra la denominación de origen, de raíz étnica y no geográfica, muy pronto se abrió la brecha para la cuña que astilló el tronco del idioma.
Con esta flaqueza congénita la tala no se detendrá nunca. El último episodio ha sido el ataque a la muestra de libros de la Biblioteca Nacional Española. Y curiosamente, los mismos que en Valencia vociferan porque los clásicos valencianos del siglo XV se expongan en Madrid en la categoría de literatura catalana, son los que en Barcelona quieren hacer del castellano una lengua genuinamente catalana, pero ni aquí ni allí se les ocurre protestar contra la «subordinación» a la literatura española de los escritores que escriben en castellano. Si tiene dudas del daño causado por la vanidad nominalista, compare el ahogamiento de la potencia medieval catalana, ya herida de muerte cuando culminaba en el brillante siglo XV de Valencia, con la fuerza expansiva del pueblo anglosajón. Un síntoma palpable de la energía y fortaleza de su cultura es la unidad incuestionable de la lengua inglesa en todos los continentes, conocida con el nombre de origen y con «autoridades» lingüísticas compartidas, a pesar mínimas variantes ortográficas y unas cuantas prioridades lexicográficas. Esta unidad espiritual tiene equivalencia política y económica en la Commonwealth por un lado y en las relaciones privilegiadas entre el Reino Unido y los Estados Unidos por otro. Por el contrario, en la estrecha franja de setecientos cincuenta kilómetros escasos de longitud entre Salses y Guardamar, en las Islas Baleares, con cinco mil kilómetros cuadrados de superficie, y en el Alguer con doscientos veinticuatro kilómetros cuadrados, no se conserva un nombre único para el idioma común y en consecuencia no hay una autoridad lingüística compartida, ni una televisión de ámbito territorial, ni colaboración política, ni estrategias económicas para racionalizar la productividad y aumentar la competitividad del conjunto.
Este trasfondo es necesario para entender por qué el narcisismo de las pequeñas diferencias acorrala al independentismo desde el inicio del proceso. En plena recesión política, ERC quiere el poder, o los desechos de poder que aún pueda haber en una Generalitat desarbolada. Y a pesar del empate técnico en las elecciones, lo quiere entero. Más exactamente, no quiere supeditarse a ninguna estrategia de defensa colectiva. Lo decían juntos, para que se entienda mejor, el presidente del partido Oriol Junqueras y el president de la Generalitat ‘in pectore’ Pere Aragonés el viernes pasado. No aceptarán ninguna limitación, dicen, para poder aceptarlas todas, pues la limitación al independentismo no se la pone el Consejo para la República sino el Estado español. Pero, como ocurre con el nacionalismo banal, que no se nota porque estamos condicionados por el mismo, ser una colonia española se ha convertido en normal y por tanto invisible para mucha gente. Por ello, la cúpula de ERC encuentra natural humillar al país con la ficción de un diálogo para levantar unos límites que ahora mismo se concretan en los muros de una prisión, mientras que colaborar lealmente con un organismo de liberación nacional como quiere serlo el Consejo para la República les parece un detrimento de la imagen de hegemonía que se han forjado en unas horas dramáticas para la existencia de Cataluña.
Quienes aún piden a la historia pruebas para certificar la decadencia del país son como los miopes, que tratan de vislumbrar en la distancia lo que tienen clarísimamente delante. El resurgimiento del espíritu catalán entre 2012 y 2017 fue un intento de reconducir la bajada histórica constatable en la pérdida de peso político, económico y lingüístico durante el régimen actual, a pesar de momentos rutilantes de aparente renovación como la época de la Barcelona olímpica, que en mi libro ‘La vocación de modernidad de Barcelona’ (listo en 2005 y publicado en 2008) ya advertía que había entrado en declive. Las pruebas, que en historia sólo lo son con un criterio comparativo, las encontrará argumentadas en el libro, que me consta que disgustó a los propagadores de la «marca Barcelona».
Ya nadie discute que Barcelona está en caída libre. Pero ahora la cuestión más urgente es el declive del país, promovido con eficacia por los poderes españoles -judicial, policial, administrativo, fiscal, económico y mediático-, pero también por los que magnifican los dramas y las miserias personales hasta perder de vista los dramas y miserias de todos juntos. El desprecio por los pactos, la invalidación caprichosa de los contratos, la preeminencia del derecho, real o imaginario, sobre el deber, la agresividad con que se disimula el ataque a la convivencia y la desconfianza que genera la inconsciencia con que cada uno justifica el impulso pasional y el interés sobrevenido ya no son característicos de un sector marginal de la población sino un aspecto de la catalanidad actual, perfectamente representada en la clase política. Al final la independencia es una cuestión ética más que política. Cuando sea tarde para reaccionar y las inquietudes de supervivencia reposen en la paz del agotamiento, los catalanes de todas las regiones del país -o países- quizás se darán cuenta de que las heridas mortales en el cuerpo de la nación se las habían infligidas ellos mismos.
(1) https://es.wikipedia.org/wiki/El_odio
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