La conmemoración de los 90 años del 14 de abril ha vuelto a dejar al descubierto la complejidad enorme que rezuma la conciencia nacional de tantos compatriotas, algunos de ellos sinceramente independentistas, así como el alcance enrevesado de la expresión simbólica de las emociones y los sentimientos políticos, en los Países Catalanes. El laberinto mental en que vivimos, con respecto a la simbología política, es de dimensiones oceánicas y reduce a un ridículo, vulgar, de pacotilla, de laberinto de feria lo que el arquitecto italiano Domenico Bagutti construyó en Horta, en el paso del siglo XVIII al XIX.
Ya era bastante frecuente, a mediados de abril cada año, pero este año, aprovechando su nonagésimo aniversario, la bandera española que era la oficial durante los ocho años republicanos del siglo pasado ha vuelto a ondear en actos públicos, ha ocupado balcones de ayuntamientos importantes con alcaldía independentista, y, quizás peor aún, ha revoloteaban en la fibra más sensible de algunos corazones de los nuestros. Y esta bandera española ha aparecido tiernamente abrazada, si es que no enroscada, no sólo con la bandera catalana, sino, en el colmo de las paradojas, con la bandera estelada, independentista, pues.
La bandera catalana de las cuatro barras proviene del emblema del linaje de los condes de Barcelona cuya primera muestra está presente en el escudo catalán del sepulcro románico de Ramon Berenguer II, conde de Barcelona, fallecido en 1082, y luego se tiene también constancia en un sello de Ramón Berenguer IV del año 1150. La bandera española conocida como ‘rojigualda’ es empleada como pabellón naval en 1785, pero no será hasta 1843 cuando se adoptará, de manera oficial, como bandera «nacional». La otra bandera española, la tricolor con la franja inferior de color morado, la utilizaban en círculos republicanos, demócratas y progresistas en la década de los 30 del siglo XIX y, durante la I República española (1873-1874), ondeó brevemente en el Congreso de Diputados, pero no fue su bandera oficial.
Con el régimen del 14 de abril de 1931, un decreto aprobado trece días después por el flamante gobierno republicano la adoptó como oficial con este razonamiento: «Hoy se pliega la bandera adoptada como nacional a mediados del siglo XIX. De ella se conservan los dos colores y se le añade un tercero, que la tradición admite por insignia de una región ilustre, nervio de la nacionalidad, con lo que el emblema de la República, así formado, resume más acertadamente la armonía de una gran España», en alusión al morado, tradicionalmente asociado a Castilla, sistema nervioso aparte.
El Himno de Riego, de orígenes musicales controvertidos, fue oficial durante el Trienio Liberal (1820-1823) y el retorno a la letra de entonces decía: «Soldados, la patria,/Nos llama a la lid./Juremos por ella,/Prefiero vencer o morir». A pesar de ser oficial durante el período 1931-1939, no tuvo letra, aunque, sobre todo en el área catalana, proliferaron sus versiones satíricas, algunas de las cuales todavía las hemos podido escuchar, personalmente, a gente que vivió aquella época. Por error se ha tocado después de 1939 en ceremonias oficiales en diferentes puntos del mundo, desde la Alemania nazi en 1941 en un acto de la División Azul, hasta 2017 en Croacia, en el campeonato de Europa de ‘twirling’. El hecho de que España, en el siglo XX, hubiera cambiado tres veces de bandera, tres de himno y media docena de día de la fiesta nacional ha podido contribuir a un cierto desorden simbólico, exponente también de una fragilidad «nacional» superior a la que somos capaces de advertir.
Tanto la bandera como el himno español republicanos adquirieron una dimensión simbólica combativa muy potente, Sobre todo en Europa y en Estados Unidos, dado que el combate antifranquista (1936-1939) ya se intuía que era el preámbulo de un enfrentamiento posterior con los regímenes de Hitler y Mussolini y, por este motivo, se revistieron de una aureola épica, con una enorme carga icónica antifascista. Es justamente por eso por lo que los respetamos, pero ni el uno ni el otro no son ni nuestra bandera, ni nuestro himno nacionales. La simpatía hacia estos símbolos puede ser similar a los efectos que nos pueda suscitar La Marsellesa, la toma de la Bastilla, la Revolución francesa, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, o bien la Declaración de independencia de los Estados Unidos.
Son iconos revolucionarias para quien tenga una visión progresista de la historia y es evidente que la euforia movilizadora del himno francés, la bandera española tricolor o el Himno de Riego, los sentimos y vemos con otros ojos a la bandera ‘rojigualda’ o al himno español monárquico. Me consta que, fuera de aquí, les puede producir una situación similar a gente antifascista de Italia, Estados Unidos o Irlanda, pero, en ningún caso, ni es, ni sustituye, al himno nacional italiano, al norteamericano o al irlandés. A la hora de la verdad, tanto Francia como España, a lo largo de la historia, no sólo nos han dejado tirados en la cuneta, sino que nos han pasado siempre por encima, como una apisonadora, con el vehículo circulando a toda velocidad.
Con gobierno español republicano se destrozó el Estatuto de Núria (1931), que hablaba de autodeterminación y definía a Cataluña como Estado, se encarceló el gobierno de la Generalitat (1934), se suspendió la autonomía (1934-36), se boicoteó la expedición a Mallorca (1936), España recuperó competencias que tenía la Generalitat (1937) y el mismo Manuel Azaña y Juan Negrín hicieron afirmaciones sobre Cataluña que podría haber suscrito el mismo general Franco. Cataluña hizo, dio y defendió mucho más a la República española que ésta en relación a Cataluña. O sea que, cuando en pleno siglo XXI, vemos una bandera española tricolor o escuchamos el Himno de Riego, lo único que sabemos seguro es que quienes defienden una y otro lo que quieren es que, en vez de rey, el Estado español tenga presidente de la República, objetivo que tanto puede ser progresista como conservador. Y nada más.
Por eso llama la atención este tipo de buenismo republicano que adjudica a la bandera española tricolor todas las bondades, con esa ingenuidad tan nuestra. Y fatiga no sabemos cuánto tener que recordar según qué, sobre todo a según quién. Joan Fuster decía que aspiraba a vivir en un mundo donde ya no fueran necesarios según qué tipo de reivindicaciones, sin banderas, sin himnos, sin vivas. Éste es un bello horizonte que no tiene nada que ver con el hecho de que, ahora y mucho, tengamos que soportar, como la cosa más normal del mundo, las banderas, los himnos y los vivas de los demás. Viva la República, sí, ¡pero que sea nuestra! Y, sobre todo, que dure…
NACIÓ DIGITAL