Uno de los principales errores del análisis político actual, desde mi punto de vista, es olvidar que el independentismo creció durante la primera década del siglo XXI no por iniciativa de los partidos políticos sino, al contrario, en una dinámica que fue, como se suele decir, de abajo a arriba. Es decir, una lógica que desbordó a los partidos y les forzó a hacer cambios radicales. Es el caso de la Convergencia de Artur Mas, que primero se tuvo que desprender de Unió y terminó abrazando la independencia siempre con un punto de resignación. Y también es el caso de ERC, que, en plena explosión de independentismo cívico, en 2010 perdía la mitad del apoyo electoral y se veía forzada a renovar toda la cúpula dirigente en 2011 y a elegir presidente a un Oriol Junqueras hasta entonces en sus listas pero como independiente.
Muchos comentaristas políticos, sin embargo, siguen obcecados con las dinámicas partidistas porque son las más fáciles de ver, las más cómodas de describir y las más oportunas para especular. De aquí que, equivocadamente, aunque haya quien sostiene que el movimiento se hizo mayor a raíz de la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010. La verdad es que tal sentencia fue resultado, sobre todo, del temor al cambio de fondo en las expectativas soberanistas de los catalanes que los aparatos del Estado -muy bien informados- ya habían evaluado antes y mucho mejor que los propios partidos catalanes. Pero hay vida política fuera de los partidos. Y, sobre todo, la había habido.
Entiendo que la terminología política convencional hable de los movimientos ‘bottom-up’, de abajo arriba. Pero en este caso sería más preciso hablar de una presión ‘outside-in’ -en inglés, parece más técnico-, de fuera (de la política partidista) hacia dentro (de la política institucional). Es decir, el independentismo se hizo mayor con la Plataforma por el Derecho a Decidir, las consultas de Arenys de Munt o la acción de decenas y decenas de organizaciones cívicas, unas de larga trayectoria y de otras nacidas al abrigo de aquel despertar. Y se fue consolidando con el testimonio de viejos luchadores de todo el espectro ideológico y profesional -los Broggi, Barrera, Domènech, Bassols…-, el apoyo del mundo de la cultura o la iniciativa tan decisiva como discreta de una parte sustantiva del mundo empresarial. Y los partidos, sencillamente, fueron a remolque.
Ahora, al igual que la Transición al régimen del 78 se hizo con un gran ejercicio de olvido colectivo, la parálisis del independentismo también parece que se quiere conseguir borrando sus fundamentos más recientes. Y es cierto que algunos independentistas se pueden sentir arrastrados a destriparse vistas las batallas entre partidos. Pero es una agresividad virtual que fundamentalmente se produce en las redes, y que sería un error monumental tomársela como indicador de un estado de ánimo general. Mi impresión es que las batallas partidistas, si bien no hacen renunciar al anhelo de emancipación, lo que provocan es cansancio, decepción y desánimo. En resumen: el independentismo de los partidos ahora mismo no tiene un retorno ‘inside-out’, de dentro hacia fuera.
El independentismo creció contra aquel catalanismo del ‘ir tirando’ que no molestaba al Estado, y del ‘mañana será otro día’, autonómico. Y ahora existe la tentación de volver al ‘tal día hará un año de los gobiernos llamados efectivos’. Pensar que los partidos liderarán el camino hacia la independencia sin que sientan la presión del independentismo cívico, es soñar. De modo que volvemos a necesitar los grandes luchadores, las viejas y nuevas organizaciones locales y nacionales, los actores, cantantes y artistas plásticos, los profesionales y empresarios. Es necesario que vuelva la iniciativa a quien ya la tuvo.
ARA